Por el móvil de Berta llegó la llamada de Lojendio. El residente parecía preocupado y habló con prisas. Les esperaba en el mirador de San Nicolás, a la puerta de la iglesia.
Se reunieron a la hora convenida y desde allí bajaron a la Placeta de la Charca, a escasos metros del Centro Islámico del Albaicín y la Mezquita Mayor. Enfrente había una tetería moruna, y en la proximidad una casa con rejas y tiestos floridos en las ventanas.
Lojendio les pidió que siguieran charlando con normalidad junto a un viejo árbol en una de las esquinas de la empedrada plazoleta.
—Hay rumores de la llegada de gente extraña y armada a Granada —les informó—. Hablan de albaneses y kosovares. Ninguno de mis confidentes parece saber mucho más, y si lo saben no quieren hablar. Tienen miedo. Lo más probable es que sean atracadores de una banda organizada, pero creo que serán necesarios refuerzos y mucha atención.
—¿Rumores? ¿Bulos? ¿Información fiable? —preguntó Medina.
Lojendio utilizó la jerga del Centro para valorar el dato.
—Letra F —dijo, que en lenguaje interno significaba «fiabilidad no evaluable».
—¿Ahmed? —preguntó Medina.
—Ahmed.
—Seguro que os preguntáis por qué hemos venido a ver esta plaza tan bonita —dijo Lojendio, indicando con la barbilla—. Mirad con disimulo esa casa de tejado rojo enfrente.
Miraron la casa. Tres plantas con balcones, buhardilla y techado de teja antigua a cuatro aguas.
—¿Quién vive ahí? —dijo Berta.
—Mi amigo, el dueño de la tetería, es un español casado con una marroquí y me ha contado algo.
—Bueno, colega. No nos tengas aquí hasta mañana.
—Hay un grupo de gente viviendo desde hace una semana. Tienen todo el piso de arriba alquilado. Musulmanes. No hablan mucho.
—¿Cuántos son? —preguntó Héctor.
—Ocho o nueve. Quizá más.
Debatieron qué hacer. En el piso no se veían luces. Lojendio dedujo que el grupo podría estar relacionado con los rumores sobre la llegada de gente extraña a la ciudad. Decidieron que lo obligado era mantener el sitio bajo vigilancia, pero ellos solos no podrían hacerlo. Necesitaban que el Centro enviara un equipo operativo de vigilancia y seguimiento.
—De momento nos retiramos —dijo Lojendio—. Esa gente sabe observar y no conviene que estemos juntos mucho tiempo. Llamaré al coronel.
Después, se separaron. Berta y Medina por un lado y Lojendio por otro, seguido de una sombra.
Esa noche, la pareja de agentes recorrió bares y tabernas de las calles altas del Albaicín y la carrera del Darro. En una de las tascas, entre el barullo de las conversaciones, escucharon a alguien decir: «Ese vive mejor que el Emir».
Berta localizó al hablador. Estaba detrás de ellos. Bebía cerveza en la barra y parecía eufórico con la retahíla de chistes de sus compañeros de cañas.
—¿Qué Emir? —preguntó en tono despreocupado, volviendo la cabeza.
El que había pronunciado la palabra tabú recogió velas. Estaba ya medio beodo, como el resto de sus amigachos.
—Y yo qué sé qué emir. Un emir es alguien que vive con el petróleo de puta madre. Algo así como un obispo, ¿no?
Y las risotadas del grupo se fundieron en el bullicio del local. Berta y Medina, para no ser menos, se unieron al coro de las risas y pidieron otra ración de calamares fritos y más bebida.
Cuando salieron de la taberna, era ya cerca de la una y los dos iban calientes de vino.