—Así que estuviste en Irak.
En una terraza del granadino paseo de los Tristes, a la orilla del Darro, frente a dos jarras de cerveza, Berta sonríe a su compañero. Esperan que Lojendio les llame. El sol primaveral al filo del mediodía es una caricia de luz que levanta los ánimos. Un camello adolescente, con pinta magrebí, se mueve inquieto en las proximidades, como si esperase a alguien. En el pretil que acordona el barranco del río hay varias parejas de novios a lo suyo y una familia de extranjeros, probablemente alemanes. Los padres admiran el paisaje y sacan fotos mientras los hijos, de corta edad, parecen aburridos y se amamantan con coca-colas.
—Ya lo sabes.
—No sé nada. Si quieres, habla. Te escucho.
—¿Con este día? Demasiado buen tiempo para joderlo. ¿Conociste aquello?
Berta niega con la cabeza. El pelo corto perfila aún más su cara ovalada confiriendo un aire de falsa tranquilidad a un rostro básicamente marcado por unos ojos vigilantes y unos labios tensos y alargados, sensuales. A Medina aquella convivencia sin consumar empezaba a inquietarle, aunque tenía por norma compartimentar placer y trabajo, pero cuando el deseo aprieta, hablar de racionalidad es insultar a la razón. Había visto de todo; jefes serios y eficientes, padres de familia numerosa y jubilados en declive liados con secretarias veinteañeras; controladores de empresa fríos que perdían la chaveta, como si les hubieran hecho vudú, cuando conocían a alguien que alimentaba en ellos insospechadas lujurias; mujeres encogidas y mansas capaces de repente de abandonarlo todo por un sueño tardío, dejándose seducir por personajillos de risa… Pensó que un agente que no controla su propio eros está condenado al tánatos, y le pareció una idea feliz y facilona, inspirada en un libro que leyó de joven. Recuerda el nombre del autor: Marcuse, un alemán de ascendiente judío, hoy casi olvidado, que daba clases de filosofía en la universidad californiana de Berkeley y alimentó con sus libros la rebelión juvenil del 68. Una revuelta que nunca pasó de las palabras y de tirar piedras a los guardias.
—En el fondo se trataba de montar el gran negocio y joder a un país más de lo que estaba. Había que demostrarle al mundo quién era de verdad el amo. Misión cumplida.
—Hiciste lo que te mandaron. No me salgas ahora con que lo sientes.
—Demasiado tarde para eso. El remordimiento es como morder una piedra, solo sirve para romperse los dientes. Además, los políticos, los que nos mandan, no se arrepienten de nada ni se equivocan nunca. ¿Por qué deberíamos hacerlo los demás?
—Demasiada meditación —sonrió Berta.
—¿Eso es bueno o malo?
—Depende. Dímelo tú.
Medina dio un largo trago a su cerveza. Estaba fría y le relajó agradablemente por dentro al caer en el estómago.
—Si tengo que sufrir tus sarcasmos, al menos podrías ayudarme a contar ovejas por las noches.
—Vuelve a recontarlas tú solo. Cuando termines, ya veremos.
—Dijo el ciego.
—No pierdas el ánimo. Sigue contando.
—Mejor, dejamos las cuentas. ¿Por dónde íbamos?
—Irak, el gran negocio.
—Sí, y la gran estafa. Fingimos ser cruzados cuando solo fuimos salteadores. Saqueamos hasta los museos. Combatimos el mal con el mal, y eso nos hace a todos malos por igual. Pero por lo menos lo supe a tiempo y lo advertí.
—¿A quién?
—¿Bromeas? Yo estaba allí para informar a los buenos, a los que no se equivocan, y si se equivocan no pasa nada. Hice mis informes de los vuelos clandestinos de la CIA que aterrizaban en aeropuertos españoles y transportaban prisioneros para ser torturados en cárceles secretas. En muchos casos se trataba de gente secuestrada o sacada de sus casas a punta de fusil, reblandecida ya con los primeros golpes. Los que repartían la leña eran los «grupos de entrega», como los llamaban: vestidos de negro, enmascarados que tapaban los ojos a los apresados, y luego, para que se estuvieran quietos, les administraban somníferos antes de enfundarlos en un mono y colocarles un pañal, por si se cagaban o se meaban, porque el viaje en el avión podía ser largo.
Berta calla. Aquella no fue su guerra, y si lo hubiera sido también callaría. Berta piensa que Medina está hablando ahora demasiado. Pero es un buen agente, un poco harto de todo, como ella misma, hija de un padre que casi no conoció. Pero el padre se murió y quedó el padrastro, y una madre neurótica que pasaba de la hija y solo pensaba en ella misma, trastornada por los saraos y la vida social de su nueva adquisición marital, un diplomático huero, apático y vanidoso, cuyas mayores aventuras fueron las conspiraciones de pasillo en el ministerio.
—Así que hubo silencio administrativo. ¿Qué esperabas? —comenta Berta.
—Claro que hubo puto silencio oficial, pero no fuimos los únicos ni los peores. El destino de los aviones era la República Checa, Lituania, Polonia, Rumania…, sedes negras repartidas por media Europa, la hostia. Allí se machacó a placer por el único beneficio de agradar al Gran Hermano.
—Bueno, campeón, y tú qué hubieras hecho. Tampoco era cuestión de cabrear al gigante y ponerse del lado de los malos. ¿O ya no te acuerdas de los tres mil muertos de las Torres Gemelas?
—Estamos hablando de puros sospechosos, en algunos casos elegidos al azar. Gente sin cargos, sin jueces, sin tribunales, sin abogados, sin nada. No me salgas ahora con esa chorrada de que el fin justifica los medios.
—Se dice realpolitik.
—Se dice mis cojones. Europa es como las putas, paga y calla para que la defiendan, aunque la humillen. La consigna es cerrar los ojos y morderse la lengua.
—Eres una pura contradicción. ¿Lo sabías? Deberías estar en una ONG. Amnistía Internacional o algo así.
—La vida es pura contradicción, querida, dialéctica perpetua. Un cacao infinito.
—¿Eso dicen tus principios de virtud guerrera? Pues sigue comiéndote el tarro con tus batallitas, pero no te olvides de que no somos neutrales. La neutralidad es un lujo para santos o intelectuales.
—La frase te ha salido cojonuda. ¿No la habrás aprendido en Filosofía y Letras?
—Soy de ciencias, capullo. Rama de Química.