Veintidós

«La mejor manera de empezar mal el día es desayunándose con un fiambre», pensaba Alejandro Ayala, comisario de la Brigada Provincial de Granada y bofia por vocación. Una palabra malsonante en estos tiempos en los que la gente tiene ya claro el misterio de la Santísima Trinidad: dinero, dinero y dinero.

Solo eran las seis y las cuestas del Albaicín se veían casi solitarias, con algunos chuchos abandonados que buscaban cobijo en los portales. La mañana, pese a la primavera, era fría y desapacible. Un tiempo atípico, con el cielo cubierto de nubarrones y una fina llovizna que horadaba la ligera capa de niebla que se extendía fantasmagórica por el barrio, como un vapor entre la tenue cortina de agua. Con Ayala iba el inspector Varela, un tipo enjuto, medio calvo, un buen policía hosco de trato, más avinagrado que de costumbre porque acaba de separarse de su mujer. Una separación de las denominadas traumáticas, y de las que, con mala suerte, algunos pueden salir más pobres que las cucarachas. En el caso del inspector, con el lastre añadido de dos hijos todavía menores de edad que se habían ido a vivir con la madre. De la noche a la mañana, la vida de Varela ha cambiado. De padre de familia ha pasado a ser un solitario. Un hombre sin hogar.

—Este barrio —le iba diciendo al comisario, mientras subían la cuesta de San Juan de los Reyes camino del lugar del crimen— se deteriora. Hay mucho loco suelto y demasiado desprecio hacia todo lo que huela a ley y orden.

Varela y Ayala se compenetraban bastante bien. El inspector era un amargado tranquilo y su jefe, un escéptico encallecido que todavía mantenía leves esperanzas de creer en algo. Intentaba ver el mundo como era realmente y no le salía la ecuación. Posiblemente le hubiera ido mejor de filósofo, pero ya era tarde. Las ideas sobre el papel están bien —cavilaba Ayala—, pero en la práctica somos demasiados y demasiado diferentes. Habrá que seguir esperando a Godot hasta el fin de los tiempos.

—Esto es como el crimen. Un tren sin marcha atrás —murmura.

Varela le oyó rezongar y no dijo nada, pero debió de pensar que el jefe, cabreado por el madrugón, no estaba para chácharas. El silencio es un acto de caridad entre colegas muy mañaneros.

El aire fresco del amanecer traía un aluvión de olores tonificantes, y el comisario hinchó los pulmones con fuerza para ayudarse a subir la cuesta. En una esquina resbaló con un líquido que, por el hedor, le pareció meada humana. Soltó un «cagonsuputamadre» en voz alta que hizo sonreír a Varela. Cosa rara. A los lados de la calle que subía hacia la plazoleta donde se había encontrado a la mujer muerta, arrimados a las paredes, vieron algunos mendigos capeando el relente con el cartón de vino a mano. De la basura de un contenedor volcado salieron algunas ratas grandes, oscuras y peludas, que se perdieron corriendo calle abajo.

Pese a lo temprano de la hora, la escena del crimen estaba ya ocupada por policías locales y algunos curiosos salidos del vecindario. Había un guardia en cuclillas al lado del cadáver, que aparecía tendido al lado de una gran mancha de sangre oscura extendida en pendiente por la calzada, formando canalillos rojizos que terminaban estancados entre los recovecos del empedrado.

La víctima esta vez era una mujer obesa, de pelo castaño liso y rostro magullado por el alcohol y la miseria. Un rostro vulgar, de ojos turbios y grandones que nadie había cerrado todavía. Yacía en medio de la calleja con las manos extendidas y el cuerpo en extraña postura, una pierna flexionada y la otra estirada, con la cabeza ladeada. Parecía una grotesca marioneta tirada a la basura.

Ayala apartó a los curiosos a empujones hasta llegar al sitio exacto donde había caído la interfecta. La sangre, además de manchar el suelo, había salpicado la pared cercana. Un balcón se abrió y cayó una maceta que estuvo a punto de descalabrar a uno de los guardias municipales. La desgreñada autora del estropicio, en bata guateada y zapatillas, contemplaba la escena desde la altura de un primer piso.

—¡Cuidado, señora! ¡Joer, casi me da!

La mujer se arrebujó la bata y siguió mirando sin responder, como si se sintiera propietaria del derecho que otorga haber pagado por ver el espectáculo.

—No toquen nada hasta que no venga el juez —recomendó el comisario a los municipales.

En la espera, los dos policías contemplaron el obsceno cuadro de la muerte, sobre el que sobrevolaban ya las moscas.

—¿Quién encontró el cadáver? —preguntó Ayala a uno de los agentes locales. Este hizo una seña a dos de sus compañeros, que se presentaron.

—Contadle al inspector cómo fue.

Habló uno de ellos, que parecía más decidido.

—Solemos hacer un par de rondas todas las noches por la zona. Subimos desde el Arco de Elvira y patrullamos al azar por el barrio por si hay algo raro. Casi siempre acabamos en San Nicolás, y luego bajamos de regreso. Por casualidad, nos topamos con el bulto de esta desgraciada hará cosa de una hora.

Les preguntó si habían visto u oído algo raro, y le dijeron que no. Si se toparon con alguien sospechoso por el camino, y tampoco. En cuanto vieron el cadáver, avisaron a su central, y desde allí habían llamado a la Policía Nacional.

Entre tanto, el cuerpo había quedado solo, desamparado sobre los adoquines, hasta que los guardias regresaron.

La mujer había sido casi decapitada. Un enorme tajo le había dejado la garganta al descubierto. La herida parecía arrancar a unos tres dedos por debajo de la oreja izquierda y tenía mucha profundidad. Eso indicaba que el asesino era diestro y había utilizado un arma cortante de grandes dimensiones. Ayala pensó también que podía haber sido una navaja grande de combate, de esas de empuñadura de aluminio o titanio, garantizada para toda la vida por el fabricante. El arma cortante, en cualquier caso, había dejado un agujero del tamaño de un puño en la garganta, como si algo le hubiera estallado dentro.

La sangre se había escapado ya de las mejillas de la víctima, y la tez iba adquiriendo un color blanquecino amarillento, una especie de tinte cerúleo. Los ojos abiertos se mantenían fijos. Una mirada de terror dirigida al más allá, a la nada o al infinito. A saber.

—Varela —dijo Ayala—, coge a un guardia y pregunta a los mirones y a los vecinos que estén despiertos. A ver si alguien ha visto algo.

Aparte de quienes rodeaban el cadáver, la plazoleta estaba solitaria. El comisario no pudo evitar el pensamiento de que parecían un grupo torvo de enterradores o buitres en torno a la carroña. Casi todas las luces de las casas del Albaicín estaban todavía apagadas aunque brillaban las farolas, y el silencio dominaba las calles. El vecindario dormía ajeno a cualquier peligro, apurando el último tramo del sueño, antes de volver a levantarse para seguir repitiendo la misma historia del día anterior. Mierda sobre mierda.

Ayala llamó a Varela, que estaba de palique con los mirones.

—Creo que por poco nos damos de bruces con el asesino.

—¿Qué dices?

—El resbalón en la meada. Todavía no se había evaporado. Era reciente y humano. Puede que todavía rondara por aquí, escondido cerca, y nos oyera subir.

—Entonces no está muy lejos.

El comisario miró el reloj.

—Han pasado casi veinte minutos desde que llegamos. Es perder el tiempo. A paso normal estará Dios sabe dónde, pero por lo menos que lo intenten. Dile a los municipales que rastreen la parte baja del Albaicín.

Varela marchó a cumplir la orden y Ayala siguió examinando la escena del crimen. Se percató de que la mujer tenía una herida redonda, del tamaño de una moneda de veinte céntimos, en la parte baja del esternón. Una pequeña grieta que contrastaba con el enorme desgarrón del cuello. También observó que debajo del cuerpo sobresalía un pico de papel, pero no quiso moverlo hasta que llegara el juez, no fuera a ser que le tocara luego hacer de chivo expiatorio de algún magistrado maniaco por haber incumplido la letra pequeña del reglamento.

Poco después apareció la juez de instrucción con el secretario del juzgado, y unos minutos más tarde, el médico forense y un fotógrafo que se dedicó a sacar nota gráfica del cadáver y del escenario del crimen. Era un tipo joven y animoso que parecía tomarse en serio su trabajo, pero después de fotografiar de cerca el cuello de la mujer le dieron unas cuantas arcadas y vomitó contra una pared.

La juez, mujer de unos cincuenta años y mirada tristona, se llamaba María Elena y parecía competente. Mientras el forense tomaba algunas notas y examinaba con una pequeña linterna las heridas del cadáver, su señoría inquirió al comisario si habían identificado ya a la víctima. Ayala contestó que no, aunque posiblemente alguno de los vecinos que estaban interrogando lo supiera.

—Esto es una salvajada. Se han ensañado con ella —dijo la juez, y el comisario le dio la razón.

—¿Por qué? —insistió la juez—. ¿Robo? ¿Agresión sexual?

El comisario opinó que lo del robo era improbable. La mujer parecía una mendiga en toda regla, aunque en pleno subidón de droga hay quien es capaz de matar por puro desahogo o por un cigarrillo. En cuanto a la agresión sexual, no parecía. Las ropas de la mujer no estaban rasgadas o revueltas, y tampoco había prendas interiores a la vista. Pero la última palabra la tendría el forense.

—¿Usted qué opina? —quiso saber su señoría.

Ayala se encogió de hombros. Un gesto que, sin duda, a ella no le gustó.

—Venga —dijo el comisario, y caminaron juntos hacia el cadáver. El policía le señaló el pico blanco de un papel que sobresalía de debajo del cuerpo.

—Lo he visto antes, pero no he querido sacarlo hasta que usted llegase.

—Pues hágalo ahora.

El comisario asintió y se agachó junto al cadáver hasta casi rozar el suelo con las rodillas. Había muchas moscas convocadas por el rastro gaseoso de la muerte. Lentamente, tiró del papel hasta dejarlo al descubierto. Una nota escrita con caracteres rojos que le mostró a la jueza.

—Léala —dijo ella.

Parecía un poema, una especie de invocación ritual.

Sediento, yo, Loki, llegué a la sala

tras un largo camino, Odín me guía.

Y luego una frase:

Antes del oro será otra vez el hierro

y el fuego purificador de la Edad Oscura.

La juez frunció el ceño.

—¿Entiende usted algo?

—Me suena a poesía remota. De la Edad Media o algo parecido.

—Lo averiguaremos. ¿Algún testigo?

—Están en ello.

Al poco rato, Varela acudió con un tipo rechoncho y mal encarado. Tenía una marcada cicatriz en el rostro y la mirada obtusa del que se ha despertado de golpe después de haber trasnochado o bebido mucho. De la sucia nariz le colgaban unos pelos negros y duros como cerdas de alambre.

—Este hombre dice que no tenía sueño, se levantó de la cama y oyó una especie de gemido y un pequeño ruido, como el de un cuerpo cayendo.

El comisario se presentó y le preguntó su nombre.

—Terencio Millán, para servirle.

Escudriñó al de la cicatriz con desconfianza. Llevaba el pijama debajo de una especie de tabardo lleno de manchas, y parecía todavía aletargado por los efectos del bebercio, pero aseguraba haber oído algo raro.

—¿Cómo es eso de que no tenía sueño? —inquirió la juez.

El testigo se retorció las manos y demoró la respuesta.

—Bueno, son cosas íntimas, señora.

—Hable sin reparo —intervino Ayala—. Esta señora es la juez del caso y no le espantará nada de lo que le cuente.

—Yo acababa de hacer, bueno, ya se imagina… No podía dormir y acabé follando con mi mujer, usted perdone la palabra, es que no me sé otra, aunque ella estaba tan dormida que creo que ni se enteró. Fue entonces cuando me levanté para estirar las piernas y beber agua en el grifo de la cocina, y me llegó el gemido. Muy leve, eso sí. Pude oírlo porque todo estaba en silencio.

La juez le preguntó dónde vivía, y el hombre señaló el sitio. Un piso bajo de la casa más cercana al cadáver, la que tenía la pared exterior salpicada de sangre. La ventana de la cocina, cubierta por una persiana gris de plástico, daba a la calle. Si lo que oyó Terencio era cierto, tuvo al asesino a menos de dos metros, pared por medio.

—¿Qué hizo usted entonces? —dijo Ayala.

—Me quedé escuchando, y fue cuando me llegó el ruido como de un cuerpo al caer. Seguí atento y como no hubo más ruidos, no le di importancia y volví a la cama. Mi mujer seguía dormida.

—¿No se le ocurrió abrir la persiana y echar un vistazo fuera?

—Lo pensé, pero si le digo la verdad, me acojoné un poco. Estas calles ahora son malas de madruga. Aquí la gente ya no abre las ventanas de noche. Cada uno a lo suyo.

—¿Conoce usted a la muerta?

—Era una mendiga. Me parece haberla visto pasar por aquí alguna vez. Debía de tener algún refugio cerca donde pasar la noche. Del nombre no tengo ni idea.

Varela siguió tomando declaración al testigo y el comisario se reunió con la juez, el secretario y el forense. Habían decidido levantar el cadáver y trasladarlo al Anatómico del Hospital Provincial, donde le harían la autopsia. El día se iba abriendo y los vecinos curiosos aumentaban. El forense hizo un aparte con la juez y el comisario.

—Hay una cosa interesante. La mujer murió de la herida en la garganta. Por ahí se le fue la vida. Pero el que la mató no se conformó con eso. Miren.

Les enseñó la herida debajo del esternón. Era limpia, pequeña y triangulada.

—Parece hecho con un estoque afilado. Le entró por la espalda y le salió entre los pulmones. Fíjense bien.

La juez preguntó si podía tratarse de un estoque de torear, y el forense lo negó. Con un estoque de esos, curvos en la punta, era casi imposible atravesar a una persona de ese modo.

—¿Entonces?

—Debe de ser un estoque rectilíneo, puntiagudo y muy afilado —dijo el perito—. Tengo que estudiarlo más para estar seguro, desde luego.

Llegó una ambulancia pequeña que a duras penas consiguió entrar en la calle y acercarse a la víctima. Dos enfermeros bajaron con una camilla que dejaron en el suelo y cargaron el cadáver sin disimular su repugnancia por el espectáculo de la garganta abierta. Levantaron el cuerpo de la víctima con cuidado, procurando que la cabeza no colgase demasiado, como si temieran que de un momento a otro se fuera a desprender del tronco.

—Creo que ya van dos —dijo Ayala.

La juez le enfocó con su mirada triste.

—No le entiendo.

—Dos asesinatos con la misma marca. Hace tres días tuvimos otro igual. Salió en la prensa, pero no dieron muchos detalles.

—¿Otra mujer?

—No. Era un hombre, un musulmán comerciante de Ceuta. Tenía tienda en la calle de Elvira. Y el modus operandi se parecía. Un tajo en la cabeza, asestado con un hacha o un cuchillo grande, y una herida incisa que le atravesó el pecho.

—¿También había una nota?

—Sí. Algo sobre el mal que parece el bien y el bien que parece el mal. El cadáver tiene que estar todavía en el depósito, y me jugaría con usted un café a que las armas empleadas son las mismas. Cortante grande y estoque.

—¿Y dice usted que la prensa no sacó mucho?

—Poca cosa. Aun así, los comerciantes magrebíes están alarmados. Piden más seguridad.

—¿Quién lleva el caso?

—Su colega Sebastián Fraguas.

—Hablaré con él. Voy a intentar que me lo traspase. Solo nos falta un loco suelto con un estoque después del terremoto.

—Y que lo diga.

—Todo es secreto de sumario, comisario, y a la prensa, lo justito. Ahora le acepto el café. Pago yo.