Por la noche, mientras Berta duerme, Medina permanece largo tiempo sentado en el suelo de su habitación, silencioso, con la espalda apoyada en la pared. Cavila y le da vueltas a la cabeza. También tiene pesadillas. Se agita en la cama después de un buen rato en vela, enfrentado a la bruma de sus recuerdos, repitiendo en su cabeza, como un mantra, algunas de las frases del Camino del Guerrero:
No evitar nunca el trabajo solo porque sea peligroso.
No llevar adelante una guerra injusta solo porque sea fácil.
Razonar correctamente, obrar con justicia y decir la verdad.
Terminó levantándose de la cama y yendo a la nevera en busca de cerveza. Bebió hasta que le invadió la modorra y su cerebro fue entrando en el agujero negro del olvido. Amar es olvidar, piensa, porque los amores acaban perdidos en el tiempo, también los suyos, aunque a veces le cuesta recordar cuáles fueron. Su primera novia, a los dieciocho años, era rubia y dulce. Él acababa de entrar voluntario en el ejército y se escribían todos los días. Estuvieron varios meses sin verse, y el reencuentro fue catastrófico. Las cartas habían creado un mundo ideal y algodonoso entre ellos que se deshizo contra el viento de la realidad, pero influyó mucho en el desastre la paranoia de los celos.
¿Quién te llamó ayer? ¿Por qué llevas esa falda tan corta? Un dedo más de escote y se te ven las tetas. Ella le dejó. Se devolvieron las cartas y ambos se olvidaron pronto. Era una buena chica de la que desde entonces no sabía nada. Probablemente ya tendría hijos mayores y habría dado con alguien menos subnormal de lo que él fue en aquel tiempo.
A los dieciocho años, uno tiene derecho a exigir que el mundo sea como quieres. Luego aparece el fraude, pero ya es demasiado tarde. Llega la hora de los enanoides, de la mediocridad, de la bobería, de los políticos asilvestrados, de la juventud perdida y la madurez hastiada.
Héctor duerme mal, de forma intermitente. Ya de madrugada, cuando las sombras de la noche inician su retirada, los malos recuerdos arrecian con la duermevela. A veces consigue apartarlos, pero casi siempre retornan en forma de nubes negras sobre barrios en ruinas y fogonazos de explosiones. Llamaradas que llenan el cielo y desaparecen instantáneamente dejando un rastro de sangre. Luego, cuando despierta sudoroso, la cabeza le da vueltas y el sueño ya se ha ido, pero persisten en la maldita memoria los pensamientos inconexos, agitados como perros rabiosos. Y un día, como el que libera la pesadez del cuerpo con una vomitona, dejó correr el flujo del veneno con Berta de oyente. Estaban en una terraza del paseo de los Tristes, frente a la mole elevada de la Alhambra, y Medina soltó la correa a los monstruos de la memoria frente a su compañera, que a ratos cerraba los ojos, como si quisiera marcar distancias. Los malos recuerdos, cada uno los suyos —pensó ella—, mientras la voz monótona de su colega evocaba una pesadumbre tortuosa, todavía en carne viva.
Escucha…
… El virrey Paul Bremer, la ocupación. Informé, pero era como cantar en el desierto para que lloviera. ¿A quién le importaba? Enseguida empezaron a cagarla. Disolvieron el ejército. Los soldados iraquíes y los funcionarios civiles, sin trabajo y sin sueldo. Maestros de escuela, médicos, enfermeras, profesionales, todos a la calle. A mendigar. Siempre invocando a Dios, elecciones libres, ha llegado la hora de la libertad y la democracia del Tío Sam. Equipos de Seguridad Personal por doquier. La embajada era Fort Knox y el barrio diplomático, el muro de Berlín. Pronto empezaron los días de tiroteos impunes, coches bombas que extendían la muerte y matones que disparaban a ciegas. Torturas. Para los heridos aún era peor a veces. Tardaban mucho tiempo en morir y sufrían como reses en el matadero tirados en los hospitales. Abrir fuego sin pensar. Al bulto y a matar.
Imposible calcular los muertos. Los Grupos de Entrega, así los llamaban, vestidos de negro, con máscaras y capucha, al que le toca, le toca. Luego les administran una lavativa y unos somníferos, les colocan un pañal y les enfundan en un mono, porque el viaje puede ser largo. Prisiones secretas, sedes negras. La bella y civilizada Europa que no le hace ascos a las desapariciones a cambio de algún boleto de pista para estar más cerca del Gran Hermano.
Toda esa milonga de que Sadam tenía armas de destrucción masiva era palabra de trilero. Nada por aquí, nada por allí. Movemos las cartas y si usted es capaz de ver el truco, eso lo convierte en sospechoso.
Lo que peor me dejó el cuerpo, aparte de la carne quemada y los muertos, es que al final todo se reducía a un puto negocio de subvenciones, contratas, subcontratas, trapicheos y tejemanejes. Y el petróleo de fondo, saldando deudas…
Escucha…
… Aquel niño no debía de tener más de diez años, rodeado de los cadáveres de su familia. Padre, madre y Espíritu Santo. Tenía una piedra en la mano y me apuntaba con ella. De pronto alguien soltó una ráfaga. Ametralladora pesada, proyectil perforador de blindaje especial… Aquel niño… Su cuerpo casi pulverizado por las balas…
Creí que era una granada de mano, me comentó horas después en la cantina, sin darle demasiada importancia, el cabo que manejaba la ametralladora del carro de combate: un tipo jovial de piel oscura y cara ancha que esperaba que yo le agradeciera el gesto. El cabo era de un suburbio de Detroit. Good boy. Un buen muchacho, respetuoso con sus padres y cumplidor de sus deberes religiosos en la iglesia baptista de la comunidad. Parecía muy contento porque pronto iba a regresar al hogar, swlet borne, de permiso.