Veinte

—¿Aparece ese cabrón? —le pregunta preocupado Zaldívar a Medina.

—Nada de nada.

—¿Todo en calma?

—No he dicho eso. La ciudad está machacada y la gente, muy jodida. El ambiente es raro. Podría ocurrir cualquier cosa, aunque de momento, nada.

—¿Estáis buscando?

—Sí, pero ni flores.

—Ya veo.

—Pues yo no veo nada. Creo que estamos perdiendo el tiempo. O cambiamos de táctica o de ciudad.

La conversación por el móvil de seguridad se interrumpe y Zaldívar, que llama desde Madrid, parece pensarse un poco la respuesta.

—¿Qué tal Lojendio?

—Buen tipo. Hace lo que puede.

—Tenemos informes. Mejor que os quedéis por ahí de momento.

—Por nosotros, vale. Santana y yo estamos contentos con el alojamiento y las tapas, y el tiempo tampoco está tan mal.

—Intentad bucear más a fondo. Mezclaos con la gente. Cuanto más rayada, mejor.

—Por rayadura no queda. Precisamente anoche estuvimos a punto de levitar.

—Lo que te faltaba.

—En una cueva. Hay una tía clarividente o algo así. Se llama Graciana y te averigua el futuro como sí hubiera ocurrido ayer. Nos dijeron que habían visto a Abu en la cueva. Se le puede identificar por una gran cicatriz en la frente.

—¿Y?

—Ni rastro. Pero el numerito era fuerte. Incienso y aleluyas. Mucho pirado. Lo mejor vino al final. La tía salió diciendo que el enviado de la Luz ya estaba en Granada o algo parecido. La gente casi se desmaya.

—¿Eso va de sectas?

—Puede. Pero la vidente tiene gancho y seguidores. Eso fijo. Santana habló con ella y le preguntó por Abu. Graciana dijo que no tenía ni idea del personaje.

—Vale. Aguantad un poco más.

—Tú verás. Paga el contribuyente y a nosotros no nos importa.

—No te quejes. Tienes salud, gastos pagados, sol y una compañera guapa. ¿Por qué lloriqueas, muchacho? Aprovecha la vida.

—Ya veo que tienes envidia.

—Suerte, mamonazo.