En el tiempo convenido, Berta y Medina llegaron al mirador de San Nicolás. Hippies, vendedores de bisutería artesana, buhoneros, camellos, parejas amarteladas, grupos juveniles y negratas desamparados hacían tiempo mientras caía la tarde, esperando ver la puesta del sol reflejada en los muros bermellones de la Alhambra.
Con el ocaso pintando de tonos granas el impresionante panorama, apareció Lojendio, que se acercó a un tipo de pinta desastrada y pelo muy largo recogido en coleta, aficionado a la farlopa. Se hacía llamar Larry, aunque había nacido en un pueblo de la Vega.
Larry era amigo de uijas y espiritismos, un chafardero indomable, y esa tarde estaba hablador. Como de costumbre, tenía un medio cuelgue notable y pronunciaba las palabras muy despacio, como si escogiera las letras una a una y le costase encajarlas. Les dijo que durante una temporada había estado muy castigado por los malos hechizos, que le daban mucho dolor de cabeza y le habían cargado de fuerzas psíquicas negativas. Pero se había limpiado de todo eso gracias a una sanadora vidente, que vivía en una de las cuevas sobre el Camino del Sacromonte, en paralelo a la que llaman Vereda de Enmedio, casi frontera con el Albaicín.
—Fue demasiao, quillo. Ya estaba agurrío y como apollardao, pero fui a verla una noche, y mano de santo. Enseguida que me tocó, aviao. ¿Sustedes quieren que les lleve una noche a ver a la señora?
—Cuenta a estos amigos lo que me has dicho antes, Larry. Lo del hombre de la cicatriz.
—Pues eso, quillo. Que en la cueva vi el otro día a un hombre con una cicatriz.
—¿En la frente?
—Como si tuviera partida una ceja.
—¿Tenía una oreja rota?
—Yo en eso no me fijé, si te digo la verdad, quillo. Tampoco es que hubiera mucha luz.
Berta hizo un gesto afirmativo a Medina, que intentó saber algo más de lo que parecía un espectáculo brujeril para incautos.
—Cuéntame algo más, Larry. Esa mujer será de fiar, supongo.
—Quillo, a mí me ha dejao nuevo.
—¿Y tiene mucha clientela?
—Demasiao. De día y de noche le llegan de todas partes. Tiene un duende. Por mi madre.
—¿Y cura?
—¿No te digo? A mí me ha curao. Como un rey estoy ahora, pero anteque fui a verla tenía zumbíos en la cabeza, y un rebullir que me faltaba como el aire y no podía estarme quieto. Es vidente, por mis muertos. Se llama Graciana y lo sabe to denantes de que suceda. Entaladra a las personas en cuanto las mira y cala cantidad lo que les va a pasar. Lo de esa tía es muy fuerte. Tenéis que venir pa verlo. A lo mejor está por allí vuestro colega de la cicatriz.
Y esa noche, pasadas las diez, guiados por el alocado, fueron a la cueva situada, barranco del Darro por medio, frente a la Silla del Moro, el antiguo torreón árabe donde antaño dicen que se refugiaban ermitaños y anacoretas.
El lugar tenía las paredes renegridas, en parte recubiertas de estampas y hornacinas de santos y vírgenes. En las inmediaciones, rondando la puerta, había un grupo de gente, la mayor parte mujeres, que parecían esperar turno. En la puerta, dos tipos fornidos y barrigones, de aspecto agitanado, cerraban la entrada y visualizaban a todo el que intentaba entrar. Larry debía de tener cierta manga ancha con ellos porque le dejaron pasar sin preguntarle nada, por delante del grupo de los que aguardaban.
A la entrada, sobre un par de mesas, una mujer gruesa, con la cabeza cubierta con un pañuelo gris, vendía productos con efectos mágicos garantizados: trozos de carbón vegetal para absorber fuerzas psíquicas negativas, cicuta, agua de acónito y hollín contra el mal de ojo; pergaminos con conjuros cabalísticos y botellitas con filtros amorosos.
La gruta, oscurecida por humo de incienso, mediría unos veinte metros de largo por tres o cuatro de ancho. Había personas arrodilladas y rodeadas de velas encendidas. Algunas permanecían con los brazos en cruz, entonando una especie de letanía confusa. Larry, que ya por entonces parecía muy colgado, se dejó caer a tierra boca arriba y sobre el suelo estuvo largo rato inmóvil. De sus labios salía un murmullo, como si estuviera rezando, aunque es posible que todo fuera una comedia inducida por la droga mal asimilada que llevaba dentro del cuerpo.
Al cabo de una media hora apareció Graciana, y el vocerío de la cueva subió hasta transformarse en un pequeño clamor. Rezos, ayes y suspiros subieron de punto, hasta que la recién llegada impuso silencio a sus súbditos antes de sentarse en un sillón de cuero recubierto con un paño rojizo. Junto a ella, una mesita con una cuerda roja y un collar de plata. Tanto Medina como Berta se quedaron perplejos al ver que Graciana distaba mucho de la imagen tópica de bruja heredada de las fantasías medievales. Se trataba de una mujer de unos cincuenta años y buen porte, alta, muy morena y bien proporcionada, con grandes ojos ovalados de mirar penetrante enmarcados por unas cejas muy negras, lo que confería a su rostro un carácter inquietante. Nada que ver con las viejas desgreñadas de podridos dientes que viajan por el aire cabalgando sobre escobas.
Aun se asombraron más cuando la clarividente pidió a todos que siguieran rezando, mientras ella mantenía la mirada fija en algún lugar indefinido del techo de la gruta. Un jorobado que parecía ejercer de ayudante en el lance se acercó entonces a la vidente y le susurró algo al oído. Graciana asintió y a una seña del jorobado se adelantó un hombre de mediana edad, bien vestido de traje, pero en cuyo rostro se marcaban signos patéticos de cansancio.
El hombre habló en voz muy queda a la adivinadora, y Larry comentó en voz baja que se trataba de un embrujado que pedía ser desmagnetizado. Entonces dio comienzo una extraña ceremonia. El embrujado se situó de pie, mirando hacia el fondo de la cueva, con las manos en alto y las palmas hacia arriba. Graciana se fue aproximando a él hasta situarse a sus espaldas y colocó sus manos sobre el abdomen del individuo, con las palmas vueltas hacia el vientre. Luego deslizó las manos hacia los riñones, suave y lentamente.
La siguiente acción de la vidente, una vez alcanzados los riñones, fue sacudirse las manos y soplar sobre ellas tres veces.
—Es para desmagnetizarle —oyeron decir a Larry.
Desde los riñones, las manos, largas y bien cinceladas de la mujer, siempre actuando desde detrás, subieron al nivel del corazón. Luego descendieron hasta la cintura y la operación se repitió por tres veces, siempre de forma lenta y suave.
El pase final de Graciana actuó sobre la cabeza, deslizando la mano con levedad desde la frente a la nuca del hombre, que parecía esperar pacientemente su suerte con la impasibilidad de una cabra conducida al matadero.
Todo terminó con un brusco movimiento de la adivina, que impuso ambas manos sobre los hombros del magnetizado y le hizo girar sobre sí mismo.
Entonces, Graciana elevó la voz:
—Estás curado, por la gracia de Dios, pero tendrás que tener mucho cuidado. Alguien que está muy dispuesto a perjudicarte ha enviado contra ti malas vibraciones poderosas. Ahora, las vibraciones han desaparecido, pero pueden volver. Rezad y sed caritativos, hermanos, para que nunca aparezcan.
Un murmullo de rezos volvió a resonar en la cueva, y en unos momentos, el humo del incienso se hizo más denso, hasta impedir distinguir nada a pocos metros.
Alguien empezó a entonar una salmodia incomprensible, entrecortada de toses, y por encima del runrún y el cántico colectivo volvió a imponerse la voz de Graciana; una voz grave, capaz de perforar con claridad el aire.
Reina de los cielos,
¡tráenos al Hijo Prometido!
La Gran Madre es quien le dio a luz
y él vendrá a guiarnos por el mundo.
Arreciaron los rezos y se oyeron gritos ahogados. Una especie de éxtasis colectivo se extendió entre la gente, sofocada por la humareda del incienso.
La vidente volvió a elevar la voz.
—Vienen malos tiempos. Veo inquietud y violencia, pero no debéis dejaros asustar. Si tenéis fe, Dios estará con vosotros. El enviado de la Luz está en Granada. ¡Bendito sea su nombre!
«Amén», dijo el ayudante, y enseguida, como un eco, los fieles fueron extendiendo la palabra por la cueva: amén, amén, amén… «¡Que así sea, siempre estaremos contigo!», gritaron los más exaltados.
Mientras se desarrollaba la ceremonia, Berta y Medina escudriñaron las caras de los presentes, pero no vieron a nadie que pudiera ser Abu.
Más tarde, tras haber abandonado el sitio y dejado allí medio atontado a Larry, los dos agentes discutieron la situación en el piso franco. Habían registrado el barullo de la cueva en una pequeña grabadora digital, y empezaban a sentirse un poco hartos. Todas aquellas idas y venidas por Granada no parecían llevarlos a ninguna parte. Se suponía que estaban allí en busca de algo. Pero ese algo era una vaga suposición. Existía el riesgo de que se acostumbrasen a ver transcurrir los días sin que pasara nada, aunque la última profecía de la vidente esa noche les daba que pensar. El enviado de la Luz ya estaba en Granada, y eso merecía que se informase a Zaldívar, incluso si se trataba de una memez de la clarividente, que sería lo más probable. Pero, como era ya tarde y no consideraron la cosa muy urgente, decidieron esperar hasta la mañana siguiente.
No podían saberlo, pero esa noche, el Matador actuó por segunda vez…