Dieciocho

Al día siguiente, a primera hora de la tarde volvieron a hablar por teléfono con Lojendio.

—La casa donde os citasteis con Abu —les dijo— tiene un dueño que está esperando que la derriben para vender el terreno y construir otra cosa. De momento, la tiene alquilada un arrendatario que a su vez la subarrienda. En el primer piso vive una familia de paquistaníes, y en el segundo, unos nigerianos.

—No vi ni oí nada cuando subí la escalera. Aquello parecía una catacumba —comentó Medina.

—Pues alguien debía de haber.

—¿Y qué pasa con el tercer piso? Se supone que Abu vivía ahí.

—He hablado con el arrendatario. Era un cuarto desocupado. Pero dice que un tunecino se lo alquiló por unos días para un compatriota que estaba a punto de llegar a la ciudad.

—Alquiler de palabra, imagino. Sin papeles ni contrato.

—Claro.

—Joder, qué lío. ¿Y dónde está el tunecino de marras?

—Se presentó por un anuncio que el arrendatario había puesto en un pequeño supermercado de la zona. El tío lo llamó por teléfono y se vieron una vez en la calle. Le dio la llave y le cobró cincuenta euros por tres días, más otros veinte de fianza. Luego, el tunecino desapareció.

—Y la llave.

Missing, como el tunecino.

—Que podría ser Abu.

—No. Ni cicatriz en la frente ni oreja rota.

—Entonces…

—Mi opinión es que le pisaban los talones. Probablemente estaba sentenciado a muerte por alguna historia interna. Por eso se prestó a hablar.

—Pero no lo hizo.

—No le dejaron. Puede que siga escondido.

—Sí. Bajo tierra.

—No seas cenizo.

—¿Y tú qué opinas, optimista?

—Casilla cero, otra vez. Pero sigo al loro. Pasaos al caer la tarde por el mirador de San Nicolás. En el Albaicín. No tiene pérdida. Si hay novedades, allí estaré.