Diecisiete

Durante el tiempo en el que ejercitaron la paciente labor de esperar acontecimientos, Medina y Berta aprovecharon para conocer mejor la ciudad y su trasmundo. Se pasaron horas pateando las empedradas calles del Albaicín, el lugar donde, en el tiempo mítico de los emires ziríes, se asentaron las primeras oleadas conquistadoras de yemeníes y sirios, instalados frente al poblado judío de Garnata al Yahud. Pronto aprendieron que el Albaicín fue el núcleo urbano primigenio hasta que la conquista cristiana expandió la ciudad por el sur y lo redujo a una morería en la que ya se palpaba el miedo.

En aquel tiempo, los más realistas debieron intuir que la batalla estaba perdida. ¿Qué interés iban a tener los vencedores en igualarse a los vencidos y soportar la intrusión de un cuerpo extraño en tierras de la Cruz? La suerte del derrotado, pensarían los imanes más sabios, siempre ha sido la misma: quedar a merced del vencedor y esperar con angustia su piedad o su venganza. Los que son conscientes de esta certeza sufren menos porque nada piden ni aguardan. Eso les hace soportar mejor la tragedia.

La magia del barrio alto de la ciudad los terminó envolviendo y les permitió saborear la tranquilidad, la luz y los olores de una trama urbana laberíntica, donde cada rincón es una visión diferente y la luz se desvanece al atardecer con resplandores nuevos, siempre renovados. Aunque no todo fuera celestial ni paradisíaco en un barrio sembrado también de rincones deteriorados, con casas ruinosas que pedían a gritos ser restauradas y contenedores de basura con pintadas que decían:

DEPOSITA AQUÍ TU VOTO.

VA A VALER IGUAL Y NO HACES COLA.

A media tarde, aspirando el aire tibio y radiante de primavera, subieron hasta el barrio del Sacromonte —el tradicional arrabal gitano—, por la cuesta del Chapiz, que asciende en línea recta desde la Puerta del Rey Chico, al final del paseo de los Tristes.

En la placeta empedrada del Peso de la Harina, donde se inicia el Camino del Monte, vestigio de la Vía Sacra al monte Valparaíso, como antiguamente llamaban al Sacromonte, bromearon con la estatua de Chorrojumo, el príncipe de la gitanería. Subieron por el margen derecho del valle sacromontino en un recorrido jalonado de cactus, chumberas, pitas y nopales, acuchillado por tortuosos barrancos que bajan desde el cerro de San Miguel hasta el borde del Darro, marcado por un vergel de frondosos árboles y arbustos. Monte arriba, sobre el blanco calizo del terreno, distinguieron las manchas oscuras que señalan el acceso a las cuevas de los gitanos, hoy día en su mayor parte abandonadas por sus primeros dueños. Y sobre el Camino del Sacromonte, comprobaron la proliferación de discotecas y bares que servían de refugio a los últimos peregrinos de las copas y las voces broncas de madrugada, el último abrigo de quienes parecían querer desaparecer con la noche en un vano intento de mitigar penas entre aguardiente y cantes.

Dejando atrás el conjunto de cuevas de La Chumbera enfilaron el Camino Nuevo, conocido como Siete Cuestas, que llega hasta la colegiata de la abadía del Sacromonte. Juntos se extasiaron con las vistas de esa trilogía espléndida del paisaje que, desde la orilla opuesta del valle del Darro, ofrecen la fuente del Avellano, la dehesa del Generalife y la colina de la Alhambra. Un panorama que les hizo olvidar por unos instantes el porqué y para qué estaban en Granada.

Esa noche, Lojendio fue a recogerlos y marcharon juntos a recorrer las tabernas y bares de la ciudad.

—Vamos de pesca —les dijo—. Mañana tendré más datos sobre la casa de Abu, pero ahora mismo lo que más me preocupa es lo del Emir. Se oyen rumores, pero nadie parece saber nada. Es muy raro…

—Raro, sí —admitió Medina.

—Y además de tomar copas, qué hacemos esta noche —se quejó Berta cambiando de tema.

—Escuchar y hablar cuando se tercie. Nunca se sabe…

Brujuleando entre la fauna nocturna de Granada se mezclaron con gente de dudosa condición que pululaba por los garitos del centro, pero aparte de ponerse hasta las cejas de cerveza no sacaron nada en limpio.

Ya iban de retirada cuando conocieron cerca de la calle Reyes Católicos a un marroquí, un tal Ahmed, que les presentó Lojendio.

Ahmed era propietario de un tabuco en la calle Calderería Vieja, ocupada mayormente por tiendas de cacharros y bisutería morunos.

—Este es Ahmed, un tío legal. Pero no le compréis nada porque os timará —se rio Lojendio.

El baratillero tenía la cara picada con huellas de viruela y al hablar le brillaban dos dientes de oro como diminutos fanales. Vestía una cazadora con los bolsillos muy abultados, como si ocultase mercancía en ellos. Su expresión oscilaba entre la desconfianza y el huroneo. Durante unos minutos habló con Lojendio en voz queda de un tipo a quien la policía había detenido por un asunto de droga, y de un comerciante musulmán asesinado recientemente con saña en su tienda, sin motivo aparente.

—No tocaron el dinero. La caja estaba intacta —reveló Ahmed.

Mientras hablaban, el marroquí parecía intranquilo por la presencia de los dos acompañantes de Lojendio.

—Te llamo mañana temprano. Es importante —dijo Ahmed a Lojendio al despedirse. Tenía pocas ganas de seguir hablando.

—Puedes hablar ahora.

Ahmed lanzó una mirada a Berta y Medina y luego hizo un gesto con los ojos a Lojendio. A este le quedó claro que no se fiaba de Berta y Medina. Normal, puesto que nada sabía de ellos.

Lojendio intentó darle confianza.

—No pasa nada.

—No. Mejor mañana.

Y Ahmed se perdió a paso rápido tras una esquina próxima. Lojendio quedó pensativo unos instantes.

—No os conoce y es desconfiado —comentó a sus dos compañeros—. Hace bien.

—Dijo que era importante —apuntó Berta.

—Bueno, ya conocéis el paño. De cada diez cosas importantes solo una lo es de verdad. Pronto lo sabremos.

—¿Te fías mucho de él? —preguntó Medina.

—Tanto como de mi cabeza en una mañana de resaca. Fiarse, lo que se dice fiarse, es palabra tabú en este negocio. Lo sabes mejor que yo.

De retirada, tomando vino en una bodega con parroquia de vagabundos y estudiantes golferas emporrados, alguien mencionó de pasada un nombre que captaron al vuelo: el Emir. De nuevo surgía, y esta vez en mitad de la noche.

—En Granada no hay emires —dijo Berta, con intención de pescar algo más, pero los vagabundos se cerraron en banda y los estudiantes se limitaron a guardar silencio y liarse otro canuto para pasárselo de mano en mano.

—Debe de ser una historieta urbana —terció Medina—. Emir equivale a príncipe, y un personaje así tendría que ser bastante popular aquí.

Pero nadie se dignó añadir una palabra más sobre tal asunto, y en vista del silencio cambiaron de tema.