Después de informar al coronel, que pareció preocupado por la noticia, recibieron órdenes de localizar al desaparecido Abu. Berta y Medina decidieron contactar al día siguiente con el delegado del Centro, y esa noche la pasaron en un piso franco de dos habitaciones en el Bajo Albaicín, pequeño y modesto, pero bien acondicionado. Estaba situado cerca de la carrera del Darro, pegado a un hotel que fue posada en el siglo XIX de comerciantes, tratantes de ganado y terratenientes de la Vega. Desde las ventanas, sobrevolando unos tejados y algún solar en obras, pudieron distinguir en la noche la poderosa silueta maciza de la Alhambra y las murallas del bastión militar de la Alcazaba.
En calma y sentados, bebieron jerez de una botella que encontraron a mano y repasaron la situación.
—Alguien ha concertado una cita en vano —puntualizó Medina—. O Abu ha fallado, o se ha rajado, o se lo han impedido.
—O está muerto —matizó Berta.
—O secuestrado. Encerrado en cualquier parte —añadió el agente—. Abu tenía miedo. No lo olvidemos.
—¿De quién? ¿De los suyos? ¿De la CIA? ¿Alguien le estaba dando caza?
—Quería vendernos información a cambio de algo.
—Quizá de su propia seguridad.
—Pero ¿el qué? ¿Qué intentaba vendernos?
—Sea lo que sea —dijo Berta—. Los que le impidieron llegar no debían de conocer el sitio del encuentro. De lo contrario, lo normal es que te hubieran esperado y acorralado en la casa. Les hubiera sido fácil darte matarile.
—Bueno, quizá no tan fácil, aunque admito que yo en su caso seguramente lo hubiera intentado —Medina sonrió.
—Abu es un buen musulmán. Irá a la mezquita.
—En Granada hay varias.
—Pues las veremos todas. A partir de ahora recuerda el plan B. Somos turistas en luna de miel. No te rías.
—Las bodas son alegres, ¿o no?
—No todas.
—De acuerdo, genia. Pero aún tenemos otra pista. La casa. ¿Por qué Abu eligió ese sitio para la cita?
—Debió de suponer que era seguro.
—Exacto, pero por qué. La puerta tenía cerradura, y por tanto él tendría llave. ¿Quién se la dio?
—Es posible que le dejaran la habitación o que se la alquilaran.
—Demasiadas suposiciones sin respuesta.
Berta se levantó y dio unos pasos por la sala. Estuvo mirando unos segundos por la ventana y se hizo el silencio. Se oyeron ladridos en la lejanía. Le habían dicho que tras el terremoto quedaron muchos perros sueltos en la ciudad. En grupos, vagaban por las calles y parques y atemorizaban a la gente. Raro era el día en que no se daban ataques a personas, y corría el rumor en Granada de que los perros sueltos eran portadores de la rabia. Algunos habitantes habían salido a la calle armados con palos y escopetas para matarlos.
—Me voy a la cama. Mañana temprano empezaremos la caza —dijo Berta.
—Llamo a Lojendio y te sigo —dijo él.
—No hay cama doble, me temo. Cada uno en la suya.
—¿Ni aunque estemos en luna de miel? —bromeó Medina.
—Solo camuflaje, puro teatro, ya sabes. Buenas noches.