Doce

Por el lado de la Alhambra subieron la carrera del Darro, el río de los cantares que baja desde la garganta del Sacromonte y desaparece enterrado en la plaza Nueva de la ciudad. Al anochecer, sobre sus orillas mullidas de vegetación aleteaban murciélagos y vencejos dedicados a la perpetua batida de insectos voladores. Un territorio de zarzas, arbustos e higueras locas, donde acechan los gatos a la caza de ratas y culebras de agua bajo los pocos puentes que aún quedan en pie. Dicen que antaño existían trece, antes de que el Darro quedara sepultado bajo el asfalto.

La calle que buscaban, en cuesta y curvilínea, era angosta y oscura, débilmente iluminada por un par de farolas colgantes.

Caminaron con lentitud, parándose y cambiando de dirección con frecuencia, y cuando llegaron a la altura del número buscado ya cerraba la noche.

El portal, lóbrego y con olor a orines, semejaba una cueva negra en cuyo interior se atisbaba una angosta escalera de piedra que ascendía a los tres pisos de la casa.

Se repartieron el trabajo. Él subiría y ella se quedaría vigilando fuera. En caso de que Medina no reapareciera o avisase por el móvil en un cuarto de hora, ella iría a buscarlo. Armada, naturalmente.

Mientras Berta permanecía alerta entre las sombras, avistando el portal, su compañero inició la subida a la habitación del yihadista.

Tanteando las paredes y la barandilla, Medina fue ascendiendo lentamente hasta el cuartucho del tercer piso en el que aguardaba Abu. Daba por hecho que estaría solo, aunque eso no era seguro. Era un dato sin confirmar. Pero un hombre que va a delatar a los suyos no quiere testigos, aunque quizá Abu no se fiara y hubiera alguien protegiéndole. A partir de ahora, Abu tendría muchos más enemigos. Pero también podría tratarse de un engaño, una trampa en la que el agente sería el incauto moscardón en la red de la araña.

Consiguió alcanzar el último rellano sin tropezar ni hacer ruido. Con sus ojos ya más habituados a la oscuridad, vislumbró un pasillo en penumbra, levemente iluminado desde una claraboya acristalada, casi opaca por la suciedad. El pasillo solo tenía una puerta cerrada y al fondo, hacia la que Héctor dirigió sus pasos. Mientras avanzaba en silencio, sacó la Beretta que llevaba enfundada bajo el hombro, y al llegar junto a la puerta inspiró, se situó en el extremo del marco y golpeó la hoja con los nudillos. Nada. No hubo ruido de voces ni de pasos. Allí dentro nadie hablaba ni se movía.

Volvió a tocar la puerta con el mismo resultado. Silencio. La casa parecía vacía, como si llevara mil años abandonada.

Se decidió. La puerta era endeble y de dos patadas rompió la quebradiza cerradura. Inclinando el cuerpo, se precipitó en el interior. Una rata asustada le rozó los pies y se escabulló por el pasillo.

La habitación tenía un catre, un lavabo, dos sillas y unas cuantas cajas de cartón que desprendían mal olor, como si aún conservaran restos de algún abominable amasijo.

El suelo y las paredes estaban cubiertos de polvo y por la única ventana del cuarto se filtraba la escasa claridad lechosa de una luna velada de nubes. Medina tuvo el convencimiento de que nadie había habitado aquel cuchitril desde hacía bastante tiempo.

Sin soltar la pistola, inspeccionó el lugar durante unos minutos. Ni rastros de pisadas ni trazas de cualquier pista que hubiera dejado Abu. Con dificultad, abrió la ventana. Daba a un saledizo de teja del que se desprendía un canalón de uralita. Abajo había un callejón con cubos de basura y un contenedor de escombros. Nadie podría haberse descolgado por ahí hasta el suelo sin romperse el cuello.

Pisando cauteloso, atento al menor ruido o movimiento en el sombrío pasillo, alcanzó la escalera e inició el descenso, peldaño a peldaño, con el dedo en el gatillo del arma. Dispuesto a disparar al menor signo de peligro. Cuando llegó al zaguán de la entrada distinguió la silueta de Berta, que acudía a buscarlo. Había sido un cuarto de hora muy largo y Medina se alegró de verla.

—Vámonos —dijo—. El pájaro ha volado.