Aunque no era martes y trece, aquella mañana tampoco formaba parte de su mejor día. La chicharra-despertador del móvil crepitó y en el interior de su cabeza empezaron a agitarse sueño y realidad de forma confusa, como sacudidos en una coctelera. Por un momento pensó que estaba soñando, pero la sensación fue dando paso al crudo despertar en el dormitorio de un apartamento que no era el suyo, al lado del cuerpo desnudo de una mujer de piel caliente y aliento tibio que emitía leves ronquidos con la boca entreabierta.
La chicharra seguía sonando, le dolía la nuca y recordaba —ahora sí— que había pasado la noche con Clara, que ella y él habían estado cenando, y luego tomando copas hasta bastante más allá de la medianoche, cuando ya era tarde para seguir bebiendo y muy tarde para ir a su casa en Majadahonda, aunque quizá no a la de Clara, que vivía cerca del cruce de Juan Bravo y Velázquez y era una chica amable y simpática, algo testaruda en ocasiones. Médica de profesión, rozando los treinta y cinco, con turno de tarde en el hospital de la Princesa y simpatizante declarada de la conservación de la fauna salvaje, aunque no le gustaran los gatos ni los perros, y el único animal que soportara cerca fuera una tortuga que campaba a sus anchas en la cocina, acechando a las cucarachas y alimentándose de las salchichas crudas que su ama le daba por las noches.
Cogió el teléfono un segundo antes de que Clara, despierta de repente, girase y se le echase encima. Abierta de piernas, tanteo en las partes bajas hasta encontrar lo que buscaba, y mientras se agitaba ronroneante, él consiguió articular débilmente un «diga», aunque ya presentía de quién se trataba. El poderoso Zaldívar al aparato.
—¿Qué tal, muchacho? No te habré pillado en un mal momento…
—Ni pensarlo. Ya sabes que nunca duermo, aunque alguna vez me lo planteo. Pero trato de superar la tentación. ¿Qué hora es?
—Ocho y veinticinco pasadas. La pereza te destruirá cualquier día de estos.
—No importa si lo consigue. Estoy preparado.
La agitación acompasada de Clara encima de su cuerpo transformó el ronroneo en algo parecido a una sofoquina. Con educación, el coronel tuvo el detalle de dejar transcurrir un tiempo prudencial antes de seguir hablando, hasta que el sofoco se fue diluyendo y Clara cerró los ojos e inició un ligero movimiento de despegue.
En el fondo, Zaldívar no era un mal tipo. Solo un poco cabroncete.
—Puedo esperar un poco más, hasta que su señoría se desfogue —la sorna no era la especialidad del jefe de la unidad 503, aunque en ocasiones como esa hasta el más tonto hubiera podido hacer un chiste.
Clara pegó un poco el oído al móvil, dio un bufido de desagrado y luego saltó de la cama.
—Tenemos reunión. Te veo en una hora en la cuesta de las Perdices. Si puede ser media, mejor.
Y la comunicación se cortó.
Mientras Clara se duchaba, Héctor Medina terminó de situarse en el mundo. Por fortuna, las brumas cerebrales se iban disipando con rapidez, quizá debido al efecto de un par de aspirinas. Medina tenía faena otra vez, cuando apenas hacía dos semanas que había regresado de Afganistán, donde tuvo que echar una mano al contingente español en la base de Herat. Un señor de la guerra, un tanto díscolo, que pedía dinero por dejar en paz a los nuestros y no joderles mucho con sus francotiradores cuando salían de patrulla. Los británicos del MI6 lo conocían bien y la cosa se arregló pronto, de momento, bajo cuerda y en dólares, pero no siempre era así. Vivimos en un mundo inestable y peligroso —pensó—, donde las tarifas suben y todo el mundo quiere más. Nadie se conforma con lo que tiene, ni siquiera los dueños y señores afganos que exportan el opio por camiones y reciben armas y subvenciones por no seguir exportando y quedarse quietos de vez en cuando. Son cosas de la alta política.
Clara salió de la ducha y se puso a hacer café, mientras a Medina le tocaba el turno de graznar con ronquera matinal a Rigoletto bajo el chorro de agua caliente. La caricatura musical del gran Verdi.
La donna è Mobile, qual piuma al vento, muta d’accento e di pensier.
Se miró en el espejo del baño y lo que vio no le gustó demasiado. Cuarenta y nueve años cumplidos en un cuerpo tirando a musculoso de uno ochenta de estatura. Un rostro cuadrado de facciones marcadas, ojos un poco enrojecidos y un regusto algo bilioso en el paladar. La frente con algunas arrugas en pliegues paralelos, pelo castaño y muy corto, los labios tensos, la nariz rectilínea y la mandíbula recubierta de una ligera barba que con frecuencia desaparecía o crecía de acuerdo con el cambio de máscara exigido por el camuflaje en el trabajo, o por el propio cansancio de ver su propio rostro repetido mucho tiempo. Por lo demás, el estómago ya no era una tabla, ni sus piernas las de un potro de carreras, pero aún se sentía fuerte para hacer lo que mejor sabía tras haber superado los malos momentos que estuvieron a punto de hundirle en la ciénaga del mundo, a merced de la muerte lenta tras el diablo verde de la botella. El anzuelo de una prolongada depresión que le golpeó a placer y lo tuvo contra las cuerdas. Salir de aquel hoyo fue duro, y es mejor no recordarlo, algo que no siempre consigue.
Solo el trabajo salva —piensa Medina—, mientras se viste para acudir a la llamada olfativa del café y las tostadas que su acompañante nocturna le prepara generosamente. Cuando acaba de vestirse, ella está ahí, esperando para ofrecerle el desayuno con una sonrisa acogedora. Héctor piensa que está haciendo el idiota. Debería plantarse de rodillas delante de esta mujer y pedirle vivir juntos, pero es poco probable que la cosa funcionase. Como compañía permanente, Medina se considera peor que un dolor de muelas. Moviéndose continuamente de un lado a otro como un corcho en el mar. Una vida de vagabundo con dirección postal fija en un apartado de correos.
Trata de ser muy amigable con ella mientras terminan el café. La anima a iniciar con buen pie el ajetreado día que le espera. Hablan del terremoto de Granada. El número de víctimas no ha sido alto y la gente ha reaccionado bien, pero los daños son importantes, y en el centro de la ciudad se han dado algunos saqueos en comercios. La policía ha tenido que disparar, dicen que en defensa propia, y ha muerto un muchacho de diecinueve años. «Qué pena», musita Clara, mientras acerca un trozo de salchicha al pico de la tortuga, que campa a sus anchas debajo de la mesa.
Cuando la contempla recogiendo el desayuno, Héctor se pregunta si ella supone cuál es su verdadero trabajo. Aunque no se ven con frecuencia, Clara debe de olerse en qué anda metido. No es tan inocente. Por lo menos habrá deducido que no se trata de una actividad laboral corriente, de ocho horas diarias y fines de semana libres. Medina se jugaría un martillazo en los dedos a que ella nunca se ha creído el cuento del analista logístico destinado en el servicio de Transmisiones del Ministerio de Defensa. Eso fue lo que dijo cuando salieron la primera vez y Clara le preguntó por su trabajo.
De todas formas, eso a ella no parece importarle, y es mejor así. No es preguntona. Otra cualidad suya que le gusta.
Un beso en el portal sella la despedida. Quedan en llamarse pronto. Clara se encamina a coger el metro y Héctor arranca el ópel de segunda mano que normalmente utiliza. Mientras cruza Serrano hacia Ríos Rosas y la carretera de La Coruña, enciende la radio y escucha las noticias. Tan malas son que le revuelven las tripas. Una furgoneta cargada de explosivos ha estallado en las proximidades de una casa cuartel de la Guardia Civil de un pueblo de Álava. Dos guardias muertos y el edificio en ruinas. Entre los heridos graves, algunos niños. Tiene que controlarse para no maldecir en voz alta, y le vienen a la mente las palabras de Jocho Yamamoto en El libro secreto de los samuráis: es bueno desarrollar la fuerza hasta la edad de cuarenta años; por el contrario, es aconsejable calmarse a los cincuenta. Inspira. La lentitud del atasco a la altura de la Castellana le permite escuchar la banal letanía que sigue a los atentados. Palabras, palabras y más palabras.
Cuando llega al Centro son casi las diez y Zaldívar, el viejo buitre, le está esperando. En el momento de conocerlo, hace quince años, el coronel estaba a punto del ostracismo por haber sido muy amigo de Perote, el espía que se llevó los archivos del servicio secreto a su casa, en la etapa en que la nave del Cesid (como entonces se llamaba al CNI) crujió como un barco de madera arrojado contra una muralla de arrecifes. Hubo bajas. Pero Perote se marchó, y el servicio siguió porque cualquier gobierno necesita a los espías, esa gente que permite a los que mandan hacer el trabajo sucio sin mancharse las manos. Un gremio obediente, manejable y silencioso, del que algunos todavía conservan una idea romántica y aventurera tan alejada de la burocrática realidad, en la mayoría de los casos, como los hombrecillos verdes de Marte.
Acodado en la mesa del austero despacho: tres sillas, un archivador, un perchero y dos cuadros baratos, Zaldívar parece el capitán de un barco contrabandista, lo que seguramente le hubiera gustado ser, observando faenar a la tripulación desde la barandilla del puente. Estuvo en Regulares, en Ceuta, aunque allí no duró mucho. Le gustaba que le llamaran «coronel» y su proverbial capacidad de adaptación política a las circunstancias había terminado situándole a la cabeza de la unidad 503, la más secreta del Centro. Un grupo que funcionaba con fondo de reptiles exclusivo y no figuraba ni en páginas web, ni en informes oficiales ni en los organigramas divulgados de la institución, y cuyos miembros —en muchos casos— ni siquiera se conocían entre sí.
También era proverbial que los componentes de la 503 tuvieran con frecuencia dificultad en interpretar el verdadero sentido de las palabras del jefe. Su ambigüedad oratoria solía resultar desconcertante, propiciada por una voz con tendencia a rebajar el diapasón, hasta terminar casi en murmullo si las frases se alargaban demasiado, con más circunloquios y aditamentos aclaratorios de lo habitual.
—No quiero saber a quién te estabas tirando, pero esa chica resopla, Héctor, me imagino que te has dado cuenta —fue su salutación inicial—. Una auténtica tigresa, imagino.
Zaldívar sabe poco de tigresas. Tiene sesenta y cuatro años y siempre ha estado casado con la misma mujer. No se le conocen líos de faldas y se le ha hecho ya tarde para iniciarlos. Su feliz o infeliz matrimonio, en todo caso, es de larga duración, y es posible que fuera del lecho conyugal haya mojado poco. Aunque eso sea algo que a Medina ni le va ni le viene.
Pálido, algo cargado de hombros y regordete, con el pelo gris y todavía abundante, bolsas debajo de los ojos, y una irrefrenable tendencia a echar la cabeza atrás, como si estuviese mirando el techo, Zaldívar lleva unas anticuadas gafas de concha grandes que le empequeñecen el rostro, y que suele quitarse y dejar sobre la mesa, frotándolas con los dedos como si quisiera sacarles brillo mientras está hablando con el interlocutor de turno.
Medina amagó una sonrisa y estrechó la mano del coronel antes de tomar asiento. Una mano poco firme y huesuda, reptilesca, de las que oprimen con desgana, como si temieran romperse. No tenía ni idea de por qué le habían convocado con tanta prisa y eso le inquietaba un poco.
—¿Cómo va el bushido? —dijo La pregunta era una alusión, pretendidamente graciosa, a la afición de Héctor por el código Bushido, el Camino del Guerrero japonés. La Biblia particular que le ayudó a estrangular al diablo de la botella y superar el hundimiento.
—¿Por qué lo dices?
—Por nada, por nada.
Medina supuso que, aunque el coronel nunca había estado en su casa, alguien, en plan chistoso y por hacerle la pelota, le habría chivado que en una pared tenía enmarcados los principios del código samurái: honradez y justicia. Válor heroico. Compasión. Cortesía. Honor. Sinceridad absoluta. Deber y lealtad… Para salir del hoyo, tuvo que repetir esas palabras muchas veces y recuperar con ellas el autorrespeto perdido. Cuando llegó a este punto, mientras escuchaba a Zaldívar, rumió interiormente una frase del bushido: un alma que no se respeta es una morada en ruinas. Debe ser demolida para construir otra nueva.
Con la curiosidad del espectador impasible, Medina observó que el coronel colocaba con cuidado el teléfono en una esquina de la mesa, como si se tratara de un objeto valioso. A continuación extrajo un papel en blanco de una carpeta negra y escribió unas cuantas palabras. Este tipo de gestos solían ser frecuentes en él. Formaban parte de los movimientos con los que establecía la insinuante demarcación de distancia con la persona subordinada. Cuando dejó de escribir, guardó silencio unos momentos y encaró al agente. Al volver a hablar, su tono campechano sonaba tan falso como la puesta de sol de un pintor ciego.
—Imagino lo que me vas a decir, que soy un cabrón con pintas por haberte interrumpido el polvete, pero ya sabes lo que dicen. Nos pagan por esto.
—A unos más que a otros.
—No te creas. Vosotros, los que viajáis a sitios exóticos, tenéis más dietas.
—Seguro que no me has llamado para hablar del sueldo en un día como este… Más leña al mono, y suma y sigue. ¿Cuántas hostias van ya? ¿Alguien lleva la cuenta?
—Los de ETA tienen capacidad para actuar, y tarde o temprano actúan. Deberías saberlo.
—Todo esto ya huele. Es la misma película repetida una y otra vez. Lo que menos me gusta es que no hay happy end.
—Te entiendo, pero nosotros también metemos goles. El partido sigue y al final ganaremos porque somos más y mejores. Todavía eres joven para recordarlo, pero estamos mucho mejor ahora que hace veinticinco años.
—Quizá deberíamos besar el suelo en acción de gracias.
—No quiero hacer de aguafiestas, muchacho, pero —como sabes— hay vida incluso después del País Vasco, y hasta diría que peligros mayores también.
Medina se calló para ver si el coronel se aclaraba de una vez. Zaldívar se quitó las gafas y su cara se contrajo en un gesto de seriedad. Con los dedos índice y pulgar de una mano se frotó los ojos y volvió a ponerse las gafas.
—Bueno, intentaré ser breve.
Esta vez se saltó los circunloquios. En pocas frases explicó lo del colaborador asesinado en Toledo, el asunto del explosivo y sus sospechas de que el terremoto de Granada podría servir de caldo de cultivo para una acción terrorista de mucho calado.
—En Granada se está cociendo algo —dijo con énfasis—. Las fuentes son buenas. Desde lo del terremoto la ciudad está muy alterada y hay demasiada inseguridad en las calles.
—Entonces, lo de ETA…
—Creemos que no tiene nada que ver con lo del sur, aunque quizá quieran aprovechar el río revuelto, pero ya hay gente ocupándose de eso. A ti te necesito para otra cosa.
—Aquí me tienes.
—Quiero que vayas a Granada y te entrevistes con alguien. Le sonsacas y vuelves. Fácil.
—Demasiado.
—Te vuelves y en paz. Turismo pagado en la ciudad más bonita de España, muchacho.
—¿Quién es el agraciado?
—Un yihadista arrepentido. Tiene algo que decirnos, pero quiere hablar cara a cara, y exige protección a cambio.
—¿Se la daremos?
—Eso depende de lo que nos diga. Podría tratarse de un camelo. Alguien que aparenta saber y no sabe nada. El mundo está lleno de chiflados y farsantes.
—¿Cómo se llama?
—Abu.
—¿Abu? ¿Abu qué?
—Ni idea. Eso tendrás que averiguarlo tú. Solo sabemos que es yihadista y quiere cantar.
—Ya. ¿Y por qué quiere confesarse? ¿Por qué ahora? ¿Por qué a nosotros?
—Son buenas preguntas. Pero me temo que las respuestas dependen de ti.
—¿Dónde será el encuentro?
Zaldívar le dio una pequeña tarjeta en blanco. Había una dirección escrita con rotulador.
—Memorízala —recomendó el coronel.
Medina leyó el papel unos segundos y luego lo devolvió.
—Un trabajo chupado, pero ten cuidado, muchacho. Esos islamistas son como cabras locas. Y les gusta matar, ya lo sabes.
Con casi cincuenta años a la espalda, a Medina le jodía que le llamaran «muchacho» sin venir a cuento, como si fuera un soniquete. Sobre todo porque Zaldívar parecía haberle cogido el gusto al tonillo empleado: pamplinero y de vana superioridad, con menos gracia que un pepino sin sal.
Aún no había dado ni el primer paso y el viaje empezaba a no gustarle. Pensó que aquello era como apalear a un fantasma. Hablar con alguien y volver.
—Vamos a ver si lo entiendo. Cojo la maleta y me voy a Granada. Me entrevisto con alguien. ¿Y luego qué?
—Te mueves por la ciudad, sobre todo por los barrios donde viven los de la chilaba, los marginados, los drogatas, los narcos… En fin, toda esa fauna… Recibirás instrucciones, pero sobre todo utiliza tu intuición. ¡Ah!, y no lleves el coche. Granada no es una ciudad para conducir.
Hizo una pausa y luego agregó:
—Por supuesto, harás de oficial de caso, aunque de momento tu equipo operativo sea mínimo.
—¿Y qué pasa con el delegado del Centro allí? ¿Trabajo con él?
—Él se pondrá en contacto contigo, pero de momento irás por libre. Somos la 503, muchacho, recuérdalo. El delegado es Lojendio. Un buen tipo. Creo que no le conoces.
—¿Quién más está en esa marca?
—Otro oficial, pero tiene baja por enfermedad desde hace una semana. Algo grave del páncreas. Lojendio ahora está más solo que la una.
—O sea, el núcleo de apoyo operativo en Granada, cero pelotero, aparte del delegado, claro.
—Suficiente, por ahora. Ese Lojendio vale mucho.
—¿Cuál será mi leyenda esta vez? ¿Calderero, tabernero, profesor, taxista, portero de noche, chuloputas?
—Nada de eso. Tengo algo mejor.
Hablaron todavía un rato más. Zaldívar pontificó sobre el peligro yihadista y la importancia que el tema tenía para el gobierno. Poco a poco, Medina se fue convenciendo de que el olfato del coronel barruntaba más dificultad de la que parecía a primera vista. Casi al final de la reunión, Zaldívar dejó caer sin darle importancia que tenía una pequeña sorpresa que darle.
Marcó un número de teléfono interior, dijo algo que Medina no entendió bien y se levantó. Sin soltar palabra, dio unos pasos nerviosos por la habitación.
—Te voy a presentar a alguien —dijo por fin.
Segundos después sonó un discreto golpear de nudillos en la puerta.
—Adelante.
La puerta se abrió y apareció una mujer atractiva sin llegar a gran belleza. Entre los treinta y los cuarenta. Rubia, piel tostada, ojos claros, aire decidido; blusa blanca, chaleco y pantalón negros; colgante fino de oro con diamante diminuto al cuello, rólex pequeño plateado en la muñeca, estatura más que mediana. El rostro estilizado recordaba a las modelos de Modigliani, aunque su mirada incisiva deshacía cualquier síntoma de debilidad o sufrimiento resignado.
El coronel parecía divertido en su papel de maestro de ceremonias.
—Te presento a Berta Santana, muchacho. Berta, te presento a Héctor Medina. A partir de ahora sois una pareja de turistas en Granada. Espero que os sintáis a gusto trabajando juntos. Buena suerte.
Y así fue como Medina conoció a Berta Santana.