Ocho

Residencia del Jefe del Gobierno. Palacio de la Moncloa. Madrid

Aunque ya estaba más cercano a los cincuenta años que a los cuarenta, Ramírez Verdejo, el presidente del Gobierno, seguía conservando el aspecto jovial de un profesor universitario primerizo y carialegre. Su sonrisa abierta, viniera o no a cuento, hiciera frío o calor, era proverbial en los círculos políticos, y su mejor arma en época de urnas. Un arma infalible, pues llevaba ya tres elecciones seguidas ganadas. Pero quienes le conocían, al menos tanto como resulta verosímil conocer a alguien que ha sido elevado al más alto pedestal gobernante, sabían también que la máscara que ocultaba el verdadero rostro del presidente se fundía con frecuencia en una mueca hostil y rencorosa cuando estaba lejos de los flashes de la prensa o las cámaras de televisión, y dejaba al descubierto dosis insospechadas de dureza. Sus detractores, que eran muchos, le llamaban el «Pinocho sonriente», aludiendo a esa inveterada tendencia de los personajes públicos a decir una cosa y hacer otra distinta, a veces incluso su contraria, pero nadie podía negarle su cualidad de ágil tramoyista. Más que por el entendimiento, se dejaba llevar por los pálpitos emocionales y extraños impulsos que solían conducirle a horizontes resbaladizos. Una circunstancia a la que daba escasa importancia, en parte por su fe irracional y en parte por el aliento constante del círculo de allegados y palmeros que brotan por generación espontánea en las altas esferas del poder.

La hybris o delirio del mando ya había hecho mella en Verdejo, aunque el síndrome todavía se mantenía en fase tolerable. Pero el contacto del sumo mandatario con la realidad, tras trece años de encumbramiento, se iba debilitando.

Cuando el presidente recibió al ministro del Interior, podía verse la llovizna primaveral cayendo tras los cristales emplomados del amplio salón, con el distante decorado ambiental de fondo difuminado en las alturas azuladas de la sierra de Guadarrama.

Instalados ambos cómodamente en sendos sillones de cuero rojizo, el presidente ofreció café a su interlocutor, que lo rechazó cortésmente, alegando que tenía acidez de estómago. Durante unos minutos divagaron sobre algunas cuestiones pendientes antes de entrar en materia.

—¿Qué me dices de la dichosa maleta? —inquirió con gravedad Verdejo.

Al ministro, veterano ya muy encallecido en pasillos y maniobras en el Congreso, le hubiera gustado sincerarse, aunque solo fuera para sacudirse un poco el peso del fingimiento a que le obligaba continuamente el cargo, pero la verdad es que no tenía muy claro si el robo derivaría o no en consecuencias graves. Consideró prudente no aventurar nada rotundo, por lo que pudiera pasar, y estimó sensato quitar hierro al problema.

—Los expertos creen que es una cantidad muy pequeña. Insuficiente para crear alarma pública. En suma, nada, afortunadamente.

—Encárgate de meterle un buen paquete a la empresa. Una multa ejemplar por su negligencia al dejar esa máquina o lo que sea en la calle.

—Es un densímetro nuclear, así lo llaman.

—Como lo llamen. Me da igual. Un paquete, ya lo sabes, y que la gente se entere bien. Quiero un escarmiento. Que salga en los periódicos.

El ministro meneó la cabeza y dijo que no lo creía conveniente.

—En realidad, por lo que me han dicho en el Consejo de Seguridad Nuclear, este tipo de robos son más frecuentes de lo que se cree, pero en España, al menos, hemos conseguido mantener la mayoría de ellos en secreto para no alarmar. El año pasado, la Agencia Internacional de Energía Atómica informó de más de 300 casos de desaparición de material radiactivo en todo el mundo.

Verdejo inquirió si era posible utilizar el material de la maleta robada en un atentado.

—Me lo han negado los técnicos del Ministerio. Esa posibilidad está totalmente descartada.

—No te fíes demasiado de los técnicos. Cuando menos te lo esperas, meten la pata hasta el rabo.

—No me fío, no, pero todos coinciden.

—¿Crees que deberíamos informar a los de la Unión Europea?

—No, presidente. Todavía no se ha detectado ninguna radiación. De momento, lo mejor es esperar. Puede ser un simple robo, y la prensa todavía no sabe nada.

Verdejo le dio la razón.

—Menos mal. Si los periodistas meten la nariz, ya sabes lo que pasa. Nos pondrán a parir, como de costumbre, aunque no tengamos nada que ver. Maneja el asunto con mucho tacto y evita filtraciones. Cuanta menos gente lo sepa, mejor. Y entre tanto, que la policía se mueva rápido y resuelva el caso enseguida.

—Descuida.

El presidente se encuentra molesto con el incidente de la maleta radiactiva y está cansado. Todavía le esperan dos audiencias y una cena protocolar esa noche, y mañana muy temprano tiene que viajar a Santo Domingo para una reunión de la Organización de Estados Americanos. Aún no tiene ni idea de lo que tendrá que hacer o decir allí, aunque desde Exteriores le han remitido ya un borrador de discurso que tiene encima de la mesa del despacho. Tendrá que leérselo en el avión, mientras cruza el charco. Un coñazo. Si por lo menos pudiera dormir en el vuelo tres o cuatro horas…

—Hay algo más —dice con precaución el ministro—. Está el asunto ese de la explosión cerca de la carretera de Toledo. Los que iban en el coche, que debían de ser los mismos que mataron al colaborador del CNI, murieron destrozados y me han dicho que el explosivo era muy potente. Me quita el sueño que tengamos otro 11-M.

—Moviliza a todos: Policía, Guardia Civil, CNI… Que los de Bruselas nos echen una mano. Rápido. ¿Tenemos algo a lo que agarrarnos?

—Una pista en Granada. Ya estamos en ello.

—¿Granada?

—Parece que algo se está tramando, pero no sabemos qué.

Después de unos momentos de vacilación, no se le ocurre nada que decir. El presidente se levanta y mira la lejanía de la sierra desde una de las ventanas del despacho. Parece un tanto desconcertado, y el ministro calla. Finalmente, el mandatario se arranca.

—¿Tú crees que los de ETA sabrán algo? A lo mejor son ellos los que están en el ajo.

Al ministro le entra sudor frío ante la posibilidad de que a los separatistas vascos y a los islamistas radicales les dé por ponerse de acuerdo y actuar juntos. Sería la hecatombe. La rehostia. El país patas arriba. No quiere ni pensarlo.

—Espero que no. Nuestros confidentes nos habrían advertido.

—¿Estás seguro? ¿Te fías? En esto no te puedes fiar ni de tu padre. Es demasiado serio. Habla con ellos —ordena enérgico el mandatario— y mantenme informado.

El ministro asiente, se despide de Verdejo con gesto circunspecto y sigilosamente sale del despacho.

Por el lado del parque del Oeste, el sol inicia ya su ocaso. Ha dejado de llover y el aire huele al vegetal frescor balsámico que asciende desde los jardines del complejo presidencial de la Moncloa. El agua caída ha descontaminado un tanto la masificación urbana de la capital, que se perfila a lo lejos como un gran bosque hostil de cemento, asfalto y tráfico envuelto en una perpetua marea de ruido.