Siete

Nota del archivo privado y codificado del coronel Ricardo Zaldívar, jefe de la unidad operativa 503 y adjunto al gabinete del director

Reunión urgente en la sala blindada del Centro, más conocida como «Cámara de los horrores» y supuestamente invulnerable a cualquier escucha. Un sitio un tanto lúgubre de paredes cenicientas, donde jamás entra el sol, sin ventanas, permanentemente iluminado por tubos fluorescentes, inmune tanto al día como a la noche, al invierno o al verano, y capaz de deprimir a un oso de peluche. Tan solo una estrecha puerta metálica lo comunica con el mundo exterior.

Presentes, además de mí, el director; el jefe de la Dirección de Operaciones, Santiago González; la jefa de la Dirección de Inteligencia, Laura Acebes; y un representante del centro criptológico, Mariñas, que tiene la gilipollesca manía de dar chupadas a una pipa permanentemente apagada porque quiere dejar de fumar y dice que eso le ayuda.

Esa mañana, el Faraón estaba de un humor de hiena hambrienta, poco habitual en él. Normalmente suele ser amable con sus «esclavos», y casi todos están de acuerdo en considerarlo una buena persona, aunque tal elogio no incluya sus dotes de competencia para el cargo, de las que muchos dudamos abiertamente, pero en privado, claro.

El Faraón ha sido nombrado director por el gobierno de turno hace solo seis meses. Sustituye a un general del Ejército que ha desaparecido en las arenas movedizas del retiro y pasa ahora tranquilamente sus días (es un decir, porque en el fondo está muy jodido) acompañado de su mujer, una asistenta dominicana y una úlcera de duodeno, en una casa que se ha comprado cerca de Segovia, sin más distracciones que aburrirse y calentarse con coñac por las noches mientras ve la televisión hasta quedarse modorro. El general ha intentado algunas veces escribir sus memorias, pero no sabe bien cómo ordenarlas ni por dónde empezar. Es consciente de que sacar a flote sus auténticos recuerdos, aparte de darle pereza, le obligaría a poner a parir a mucha gente que ha conocido (políticos y altos cargos militares, sobre todo) y no está la Magdalena para tafetanes. Decir la verdad cuesta mucho, y él tiene también páginas en su vida que sería mejor dar al olvido.

La trayectoria del general es bastante diferente a la de su sucesor, Andrade, un civil extraído de las plomizas entrañas de la Administración, que ha sido delegado gubernamental en La Rioja y Asturias, con cierta experiencia diplomática tras ser nombrado embajador en Egipto, donde conoció al actual presidente del Gobierno, Ramírez Verdejo, cuando este pasó por El Cairo para asistir a una conferencia de partidos progresistas mediterráneos, o algo parecido. Por entonces Verdejo era un desconocido hasta en su propio partido, y nadie hubiera apostado por él ni un chupa chups.

Por alguna razón difícil de discernir, a Verdejo le cayó bien Andrade, y en cuanto fue elegido presidente lo llamó para que se hiciera cargo de los servicios de Inteligencia, con gran desagrado de algunos de los más veteranos del Centro, que se consideraron postergados y con mayores méritos. Andrade el Faraón es un hombre gris, de mentalidad gris, con el espíritu funcionarial lo suficientemente gris como para haber mantenido a lo largo de su carrera una línea de actuación que bordea el anonimato, salvo para algunos compañeros de profesión y, por supuesto, para el presidente Verdejo, su principal apoyo.

Tal como lo recuerdo, abrió la reunión Andrade, tras sentarse a la cabecera de la mesa, dar los buenos días y carraspear dos veces, como suele hacer cuando está más preocupado que de ordinario. «Vamos al grano», dijo, otro de sus latiguillos preferidos.

A González le tocó resumir la situación y ponernos al tanto del accidente en el tramo de carretera de Toledo a Madrid, entre Yuncos y Cedillo del Condado, a la altura del desvío en la general de Numancia de la Sagra. El director de operaciones es teniente coronel y perro viejo de la casa. El único que ha capeado todos los temporales desde la limpieza de establos que siguió a las fichas perdidas de Perote y el bochorno de las escuchas al banquero Mario Conde y su entorno.

Con pocas y precisas palabras y tono profesional, González hizo un extracto. El vehículo, con dos ocupantes, iba en dirección a Madrid cuando tuvo un accidente al adelantar a un camión. El coche volcó fuera de la calzada, el combustible se derramó y se produjo una gran explosión en campo raso.

—Una explosión desproporcionada —dijo— que parece indicar que el vehículo llevaba alguna sustancia explosiva. Hemos detectado restos de amonal, lo cual explicaría el enorme pepinazo.

Laura Acebes, que siempre va de lista, quiso saber con exactitud la dimensión de la explosión, y González, que, aunque adulador, no se lleva bien con ella, se soliviantó un poco.

—Enorme, coño. Un socavón de siete metros. Hay testigos que vieron saltar pedazos del coche por los aires. Dicen que eran como bolas de fuego.

—¿Has dicho restos de amonal? —pregunté a González.

—Correcto. Los del laboratorio no tienen duda. Encontraron restos de nitrato amónico y polvo de aluminio. O sea, que había amonal. Pero eso no es lo peor.

Sobre González convergieron entonces las miradas de los presentes y hubo un silencio expectante. El viejo zorro no pudo evitar saborear el placer de tener a todos pendientes de sus palabras, aunque Andrade debía de haber leído ya el informe enviado por Laura. Pero lo que el Faraón saca en limpio de esas lecturas nunca resulta seguro. Los más maliciosos comentan que es mejor que no lea nada porque suele entender los informes al revés.

—Como ya he informado al director, también parece haber trazas de óxido de antimonio y mercurio. Podría tratarse de mercurio rojo.

—¿Y eso qué cojones es? —dijo Mariñas, chupando pipa.

González miró a la Acebes, que pasó a ilustrarnos.

—He hecho copias de un resumen del informe que he mandado ya al director, y, con su permiso, os lo paso.

El Faraón movió afirmativamente la cabeza y adoptó un gesto preocupado mientras Laura repartía los papeles y comentaba en voz alta su contenido.

—Por lo que dicen los expertos, el mercurio rojo permite fabricar bombas de fusión nuclear, o bombas H, poco mayores que una pelota de tenis. Al ser comprimido este compuesto por una explosión convencional, se libera energía suficiente como para que los átomos de tritio y deuterio almacenados en el interior de la bomba se fusionen. Eso evita la necesidad de contar con una bomba de fisión (lo que llamamos bomba atómica) para que haga las veces de detonador, como ocurre con las bombas de hidrógeno o bombas H convencionales.

—¿Y qué pasa entonces? —insistió Mariñas, a quien se le atascó el artilugio fumador. El mismo Faraón no pudo reprimir una sonrisa benevolente al verlo pelearse con su dichosa pipa.

—Pues que se iniciaría la reacción en cadena, y la maldita bomba hace ¡pum! y estalla. Con el tamaño que he dicho de una pelota de tenis, diez manzanas de una ciudad desaparecen, ¿vale?

A mí lo del mercurio rojo me sonaba un poco a cuento oriental, y así lo dejé caer. Tampoco era cuestión de tragarse todo lo que decía la Acebes. Yo había oído hablar del mejunje y sabía lo que se comentaba por ahí. Que el mercurio rojo es un timo, una leyenda urbana. Los rusos niegan su existencia y aseguran que, en realidad, solo se trata de óxido de mercurio. Una estafa de engañabobos.

—¿Cómo es esa mierda? —interpeló Mariñas—. ¿Sólida, gaseosa o qué?

—Un líquido rojizo o un polvo marrón. No sé más —admitió Laura.

Andrade consideró que había llegado su hora de intervenir y carraspeó para dejar claro que le tocaba hablar. Sin duda, había hecho sus deberes y se había leído el informe elaborado por los analistas. Nos dijo que el revuelo en torno al mercurio rojo había surgido en la prensa a principios de los años ochenta, poco antes de que la Unión Soviética hiciera aguas. En Occidente se empezó a airear que los científicos soviéticos habían inventado un arma de neutrones barata y simple, de pequeño tamaño, que utilizaba ese material.

—Según estas versiones —discurseó el director—, estaríamos hablando de un material de valor estratégico y un componente de bombas nucleares. Con el mercurio rojo no es necesario enriquecer el uranio.

Acebes volvió a la carga con su explicación, que apoyaba lo dicho por Andrade.

—Desde que terminó la Guerra Fría existen tramas que ofrecen el producto en el mercado negro. Proceden en su mayoría de la antigua URSS, donde se fabricaban unos 60 kilos al año, y las fuentes norteamericanas dicen que la mayor parte de esta cantidad sale del centro secreto de investigación en Dubna, cerca de Moscú. Todo esto vino como consecuencia de la polémica bomba de neutrones, o bomba N, que los norteamericanos desplegaron a finales de los años setenta en Europa occidental. Estaba pensada para utilizarse en medios urbanos y solo mataba a los seres vivos, pero dejaba intactos los edificios, las fábricas, las carreteras, cualquier construcción. O sea, una bomba asesina que respetaba la propiedad. Hoy día las bandas mafiosas del Este siguen controlando el negocio.

—¿Qué bandas? —pregunté.

—Principalmente de Ucrania, Bulgaria y Turquía. Se habla también de la Balashija rusa, una mafia que actúa en los alrededores de Moscú y ha tratado de vender cesio-137 y uranio de bajo enriquecimiento.

—Todo según fuentes de Washington y la CIA —maticé.

—Desde luego. ¿Alguna pregunta más?

La jefa del área de Inteligencia nos siguió leyendo en voz alta su informe, como una maestra aleccionando a sus alumnos.

—Al intentar los soviéticos fabricar su propia bomba de neutrones, se encontraron con el óxido doble de antimonio y mercurio: un polvo rojo que podía producir energía suficiente para lograr la fusión de los núcleos de hidrógeno, por lo que podría emplearse para detonar bombas de tipo A, o sea, bombas atómicas sencillas, como las de Hiroshima y Nagasaki. Eso permite una explosión atómica sin necesidad de uranio enriquecido o plutonio.

—A ver si me aclaro —volví a meter baza—. Estamos hablando en realidad de una bomba sucia de baja radiación, con capacidad altamente contaminante en una extensa zona, ¿no es eso?

—Bueno, sí, algo de eso, seguramente —dijo el Faraón. Y supe entonces, por el tono ligeramente inseguro de su voz, que apenas tenía idea de lo que estábamos tratando. Algo que tampoco es una tragedia, con tal de que deje trabajar a los expertos y siga sus consejos para no cometer gilipolleces demasiado evidentes.

Le di a Andrade mi opinión de que deberíamos ponernos en contacto inmediato con los rusos.

—Por lo que se ha dicho aquí, ellos son los que más saben del dichoso mercurio rojo, y ahora estamos bien con ellos —recalqué.

—Vamos al grano, ¿quién podría ser nuestro interlocutor en Moscú sobre esa cuestión? —preguntó el Faraón desde su cabecera de mando en la gran mesa.

—Si alguien sabe algo de esa basura —dijo González—, debe de ser el coronel-general Katushev. Es el jefe del Directorio del Ministerio de Defensa encargado de proteger las armas nucleares de Rusia.

—Trataremos de hablar con él. Pero mientras nos llega algo nuevo, no deberíamos limitarnos a esperar con los brazos cruzados. Quiero ideas. ¿Qué sugieren?

Acebes informó de que había algo más. Puso en marcha un proyector en un extremo de la sala, y desenrolló una pantalla sobre la pared opuesta. Luego introdujo una diapositiva, y en la pantalla apareció el rostro de un hombre con el pelo cortado a cepillo. Hablaba en la terraza de un bar con alguien que estaba de espaldas. González fue el primero en reaccionar.

—Joder, el de la mochila otra vez. Es el que sale en la foto que dejó Ruano en la cámara al morir. ¿Dónde es eso?

—Granada. Una terraza de la plaza de San Nicolás, en el Albaicín, y la fotografía fue tomada hace seis días.

Pregunté quién era el que estaba con el angelito del pelo a cepillo, mientras la directora de Inteligencia continuaba pasando fotografías del sujeto, casi todas con el mismo ángulo. Eso hacía muy difícil la identificación del acompañante, al que solo se le veía media cara.

—Desconocido —dijo la Acebes—. No nos pudimos acercar más, y para colmo el tipo llevaba un chaquetón de pana con el cuello subido que le cubría casi toda la cabeza.

—¿Musulmán? ¿Español? ¿Pinta de extranjero? —intervino Andrade.

—Lo siento, director. Es lo único que tenemos. Pero creo que es suficiente. El cabrón de la mochila ha estado en Granada antes que en Toledo, y su único negocio es vender muerte. Haríamos bien en ir a por él cuanto antes.

Andrade pidió seguir el procedimiento habitual. «Que la policía se movilice y le corten la cabellera (esa fue exactamente la ridícula expresión que empleó). Lo queremos vivo, naturalmente. Tiene que contarnos cosas. Hablaré de inmediato con Interior para acelerar la captura».

Comenté que no sería fácil.

—Lo primero será identificarle. Ni siquiera sabemos quién es.

—Bueno, de eso te encargas tú —me respondió—. Busca en Interpol, FBI, los británicos, los rusos…, suponiendo que no lo tengamos en nuestros archivos. Haz el barrido completo, pero ese tío no puede andar mucho tiempo por ahí suelto.

—No hemos hablado de algo que menciono también en el informe y que encaja con lo que sabemos —dijo la Acebes—. Uno de los primeros puntos, por lo que recuerdo.

Todos volvimos a ojear el informe en silencio como niños aplicados mientras ella hablaba. Se había registrado la habitación de los dos musulmanes en Toledo, y en un cajón se había encontrado un mapa de Andalucía. Alguien preguntó qué clase de mapa.

—Michelín de carreteras. Corriente. Pero con un pequeño detalle. La ciudad de Granada estaba recuadrada con bolígrafo, y también había una palabra escrita en árabe: Umeya.

Acebes amplió el dato.

—Para algo está la Enciclopedia Espasa —bromeó—. Hubo una dinastía Omeya de califas en Córdoba, y también un famoso Abén Humeya, jefe de los moriscos de Granada que se sublevaron contra Felipe II. ¿Nos dice algo eso? —preguntó. Nadie contestó.

Cuando llevábamos ya más de hora y media de reunión, el móvil de Andrade sonó con un zumbido. Pudimos observar que el director fruncía con gravedad el ceño y se iba poniendo tenso a medida que escuchaba. Con su bolígrafo plateado anotó algunas palabras en un bloc que tenía a mano.

—Por supuesto, nos ponemos ahora mismo a trabajar y haremos todo lo que podamos. Como siempre, ministro —dijo antes de cortar la comunicación.

Todos le clavamos los ojos y esperamos a que se dignase hablar.

—Estamos jodidos. Lo que nos faltaba —hizo una pausa antes de continuar—. Ha desaparecido una maleta metálica con material radiactivo en Parla —miró lo que había anotado en el bloc—. Cesio-137 y americio-241 —berilio.

—La hostia —musitó Mariñas, moviendo su dichosa pipa entre los dientes, como si quisiera comérsela a bocados.

Hubo murmullos mientras el Faraón proseguía informando.

—Parece que el equipo pertenecía a una empresa —volvió a mirar el bloc—: Empresa Técnica de Controles y Mediciones de Densidad S.A. (ETCOMED), una compañía civil que se dedica a mediciones de densidad y humedad de terrenos, o algo así he entendido.

—¿Y dónde cojones estaba la maleta? —interpeló González, mientras Andrade daba golpecitos nerviosos sobre la mesa-portaaviones con el bolígrafo plateado.

—En un coche —dijo—. Estaba en un maldito coche. Un todo-terreno que utiliza ETCOMED para hacer el traslado del material de marras. Lo tenían estacionado en el aparcamiento al aire libre de la empresa, en la calle Bruselas del Polígono Industrial. Alguien forzó la cerradura, entró y se lo llevó. Así de fácil.

Parecía cachondeo y hubo algunas risas.

—Director, no me acojone —dije—. Si he entendido bien, tenemos una maleta fuera de órbita con material radiactivo. Eso significa una alarma general.

El Faraón se escabulló. Era un lagarto taimado y sabía que a los gobiernos no les gustan las alarmas, y mucho menos generales, y él era un hombre del gobierno, o por lo menos le tocaba serlo.

—Bueno, yo no diría tanto. Las fuentes radiactivas de la maleta van protegidas y encapsuladas en tubos metálicos. El ministro me ha dicho que solo entrañarían riesgo en caso de que la jodida maleta se abra o se destruya, y las fuentes quedaran sin protección.

—La pregunta del millón —quise aclarar—. ¿Es posible fabricar un arma nuclear con eso?

González no dudó en responder que tal eventualidad era una chorrada, como sabía cualquier estudiante de bachillerato. Enfatizó de modo un tanto pueril que hacer una bomba atómica no era como jugar al parchís. Ni siquiera contando con Internet.

—Estamos hablando de una sustancia de baja radiactividad, no de Hiroshima —dijo. Algo que parecía razonable.

Mariñas intervino para apuntar que si la maleta había sido robada por ladrones corrientes, lo más probable era que la abriesen para ver qué había dentro, ya que nadie roba algo para no verlo. En su opinión, debíamos alertar a la población y a la Agencia Internacional de Energía Atómica.

Andrade volvió a escurrirse. Alegó que eso era competencia del Ministerio y del Consejo de Seguridad Nuclear, y debía ser el gobierno, no nosotros, el que diera la alarma.

—Vamos al grano. Necesitaríamos saber más. Sería conveniente destacar un par de agentes para que fuesen a la empresa de Parla y al Consejo de Seguridad Nuclear a enterarse bien de todo y elaborar un informe detallado —dijo el jefe del CNI.

—Si me permites, director —metió baza Acebes—, hay que ir atando cabos. Primero: alguien compra un explosivo en Toledo y salta por los aires después de matar a Ruano. Segundo: desaparece una maleta metálica con material radiactivo en Parla. Tercero: el tío que vende el explosivo en Toledo trafica también en Granada. Podemos deducir, por tanto, que un material radiactivo robado en Parla está en relación con un explosivo en Toledo y que algo se cuece en Granada, probablemente relacionado con el nombre Umeya.

González puso cara de duda, pero no dijo nada.

—¿Y…? —apremió el Faraón.

—Son datos a analizar —apuntilló Acebes, crecida en sus deducciones.

—Cuánto sabes —le dije en broma.

Me miró con cara de asco. Si las miradas matasen, yo estaría más muerto ya que Tutankamón.

Para alivio de Andrade dije lo que parecía obvio.

—Hablando en serio. No veo qué tiene que ver la maleta de Parla con algo que ha explosionado en Toledo, aunque admito que pudiera existir una vinculación con lo de Granada por la sencilla razón de que no sabemos nada de lo que allí se cuece. Así es que por ese lado cualquier cosa es posible.

Los ojos de la jefa de Inteligencia, de un gris ceniciento, desprendían chispas y me lanzaban un aviso de peligro. El mensaje de la cobra antes de hincar los colmillos. Era el momento de evitar la mordedura.

—¿Por qué no esperamos un poco? —dije en tono manso—. Mientras la policía intenta recuperar el material de la maleta… ¿Qué te parece, Laura?

Las chispas se suavizaron y perdieron brillo.

—Bueno, pero no estaría mal que fueras pensando en hacer trabajar un poco a tu tropa. Con eso de que se consideran especiales van de señoritos. Los veo un tanto apoltronados.

El dardo dio en la diana y hubo risotada general.