Tres

Es sábado y una luz vespertina tibia y anaranjada baña las fachadas y soportales de Zocodover. La famosa plaza toledana que preside el vetusto reloj sobre el Arco de la Sangre, bajo el que pasaban los reos condenados a morir en el patíbulo.

La placidez del momento solo se ve alterada por la pequeña manifestación vecinal de una barriada de las afueras. Los manifestantes, congregados en el centro de la plaza, parecen dispuestos a pasar la tarde en plan gregario y familiar, como si se tratase de matar el rato hasta la hora de la cena. Algunas mujeres comen pipas de girasol o calabaza y empujan cochecitos de niño, y un hombre habla por el megáfono y pide que se desdoble la autovía que atraviesa el barrio, como se les ha prometido, no está claro por quién. En una pancarta de tela blanca, escrito en letras negras, puede leerse:

LOS ATASCOS ME QUITAN EL SUEÑO

El orador termina su alocución elevando el tono:

—¡Basta ya de atascos! ¡Menos problemas y más soluciones! Los manifestantes aplauden de forma blanda y rutinaria, como una pequeña muestra de simpatía a la parrafada de un actor aficionado que pone su mejor voluntad en una obra mediocre. Toda la escena tiene un aire casi pastoral, de política menuda y bambalinas de teatrillo. Hay una referencia a la seducción a la clásica manera en otra pancarta que reza:

PROMETER HASTA ENTRAR

Y UNA VEZ DENTRO

LO PROMETIDO ES CUENTO

Ruano, pintor y artista profesional afincado en Toledo, tiene actividades ignoradas hasta por sus mejores amigos. Vive y trabaja en la ciudad desde hace más de veinte años y conoce cada calle, cada cuesta y cada portal del pedregoso y empinado núcleo urbano. Es un personaje bastante señalado en bares y cafeterías céntricos. Le apodan «el Paisajes», porque casi todos sus cuadros son panoramas toledanos que vende a los turistas. Con eso se gana la vida, no demasiado mal, aparentemente.

La cara pálida y la expresión un tanto abúlica del pintor contrastan con la mirada perspicaz que emiten sus ojos. Fundido entre el escaso y sosegado grupo de manifestantes en Zocodover, Ruano observa a sus dos objetivos (a los que se ha unido ahora otro individuo) enfilar la bajada de la cuesta de las Armas hacia la curva de la Puerta del Sol, construida por los caballeros hospitalarios, que antiguamente daba acceso a la parte amurallada. Deja pasar unos segundos antes de reemprender el descenso tras los pasos del trío furtivo, a distancia prudente para evitar ser detectado, aunque debe avanzar a paso rápido para no perderlos.

Los dos sospechosos magrebíes no parecen tener trabajo fijo. Ocupan gran parte del día caminando o sentados durante horas en algún banco. Hablan bajo y pasan las noches recluidos en la modesta pensión cercana a la plaza de la Candelaria. Sin relación con gente toledana. Ha sido ese hermetismo, unido a su aspecto norteafricano, lo que ha despertado las sospechas de la patrona de la pensión, que lo ha comentado con su marido. Ambos han decidido hablarlo con un policía municipal que conocen, solo por si acaso, porque nunca se sabe, y después de lo del 11-M cualquier cosa es posible en España y es mejor estar prevenido para todo.

Ruano charló con el policía cuando tomaban vinos en uno de los bares de la calle Hombre de Palo, donde el pintor suele recalar a primera hora de la noche para el habitual parloteo de barra que rubrica el fin de la jornada.

Eso fue dos días antes de pasar hoy delante de la mezquita restaurada en la calle de las Tornerías, donde ha iniciado el seguimiento de Yusuf y Gamal después de que estos contactaran allí con un extraño personaje que ha salido detrás de ellos. Se trata de un individuo fornido con el pelo a cepillo y gafas oscuras, pinta centroeuropea o alemana, quizá balcánica, que lleva una barata mochila gris colgada a la espalda y alcanza a los dos norteafricanos en la cuesta de los Portugueses, desde donde prosiguen los tres juntos por la calle del Comercio hasta salir a Zocodover y descender la cuesta de las Armas.

Apoyados en el pretil de granito cercano al aparcamiento excavado en la muralla, avistando la Vega, hablan durante varios minutos, pero sus palabras no llegan a Ruano por la distancia. «Dos cargas, como convinimos», dice el fornido de las gafas oscuras. «El pago en París, como siempre». Yusuf saca un teléfono móvil y hace una llamada. Se lo pasa al de las gafas oscuras y este habla brevemente y devuelve el aparato. Luego ofrece cigarrillos y fuman mientras siguen charlando. Por un momento, Ruano capta que están discutiendo. La discusión se acalora hasta que, finalmente, se calman y quedan aparentemente acordes. Entonces, el fornido se despide y se marcha. Yusuf y Gamal no le siguen. Continúan observando el panorama, pero el individuo de aspecto centroeuropeo o balcánico ha dejado la mochila junto al pretil. Parece haberla olvidado, y los otros dos fingen no haberse dado cuenta. Ni siquiera la miran, pero cuando deciden proseguir su camino, Yusuf coge la mochila y se la carga a la espalda con la naturalidad del que toma algo de su propiedad, usado habitualmente. Ya con la mochila en su poder, que al atento Ruano le parece bastante pesada, ambos hombres caminan juntos. Por un momento está a punto de dejarlos para seguir al tipo de las gafas oscuras, que bien podría ser el jefe, pero elige continuar detrás de los que ahora llevan la mochila. Ruano piensa que averiguar su contenido es más importante, y además ha conseguido fotografiar al tipo del pelo a cepillo.

Es en ese momento cuando Yusuf gira repentinamente la cabeza y le descubre.

Sin tiempo para reaccionar, Ruano se siente captado durante una fracción de segundo, lo bastante para quedar expuesto, aunque no está seguro de haber sido detectado. Podría ser un intercambio visual debido a la casualidad. Luego, sigue a los dos hombres hasta que se meten en el bar próximo a la ermita en obras, junto a Santiago del Arrabal. Paciente, espera su salida.

Al llegar a la escalinata de la fachada principal de la iglesia, finge curiosear el pórtico. De una bolsa que lleva colgada del hombro saca una Canon digital con la que empieza a encuadrar fotos de lo que hay alrededor, sin perder de vista la puerta del bar por el que deben salir los dos sospechosos. Finalmente, estos aparecen. Bajan la calle y suben hasta la iglesia del apóstol, mientras Ruano sigue simulando interés, quizá excesivo, por el entramado mudéjar de los muros y la tracería del pórtico.

Los de la mochila se levantan de su asiento en las escaleras de piedra y continúan andando sin prisas hacia la plaza del Hostal del Cardenal y las murallas. Las cruzan por un angosto portillo. En un instante, ambos desaparecen y quedan fuera del alcance visual del seguidor. Ruano comprende que se está exponiendo demasiado. Está a punto de cortar el seguimiento. La escasez de transeúntes en los alrededores le hace muy visible, pero puede más el afán de ver en qué acaba el juego. Aunque tiene dudas, estima que vale la pena correr el riesgo. Incumple una de las reglas básicas del seguimiento: mejor perder temporalmente al objetivo que exponerse a ser detectado. Pero lleva ya varios días detrás de los magrebíes y quiere dejar zanjado el asunto cuanto antes. Mañana enviará el informe por escrito a sus jefes de Madrid.

A través del portillo distingue el paseo de Recaredo, que desemboca en la plaza dominada por la Puerta de bisagra. Sentir la proximidad de mucho movimiento de gente y vehículos le da seguridad y se interna por el acceso que franquea el paso extramuros.

Un instante antes de salir a la luz del sol, siente un golpe por detrás, en la cabeza, y percibe el centelleo del filo de un cuchillo que le rasga la garganta.

Luego, sangre caliente y nada.