Dos

Murmura algo el hombre y sus palabras se pierden en el bullir de las conversaciones que aletean alrededor de la pequeña mesa que comparte con su compañero. El local, vulgar y de reducidas dimensiones, próximo a la ermita de Nuestra Señora de la Estrella, está situado en una calle estrecha y empedrada de Toledo que sube desde el Hostal del Cardenal. Dentro: una barra de material plástico que imita madera, sillas baratas y mesas de aglomerado. Voces altas. Conversaciones banales. Tres parroquianos parecen discutir, pero sin mucha convicción. Dos repisas sobre el mostrador aguantan las botellas de los licores, y la televisión grazna en lo alto de una de las esquinas del local: la perorata del dios basura arengando a sus fieles desde la zarza catódica.

—Perros —dice el hombre delgado y moreno, de rasgos norteafricanos, y señala con la vista la iglesia contigua de Santiago del Arrabal, de traza mudéjar inconfundible, iluminada por la luz de media tarde, cuando Toledo parece relajarse con los aires de la Vega que suben desde el Tajo—. Aquí había una mezquita en otro tiempo —continúa el hombre delgado—. En todo Toledo las había. Las derrumbaron para hacer sus iglesias, antes de que mataran a nuestros hermanos o los expulsaran de Al Ándalus. Es así como los cristianos forjaron su país. A nosotros solo nos queda Alá, el Clemente, el Misericordioso. Y eso es suficiente, Yusuf. El sacrificio es lo importante.

El que habla, Gamal, da un sorbo al café. Su compañero, los ojos hundidos en su cara ancha, se muestra conforme. De pronto, la televisión arrecia el volumen y aparece en la pantalla un partido de fútbol. Suben las voces hasta rozar el griterío, celebrando la aparición de los jugadores y el trío arbitral sobre el césped. Uno de los parroquianos de la barra le pide al que atiende las consumiciones que aumente la balumba del televisor. No le basta con la imagen y quiere escuchar bien los comentarios.

—Pronto, con la ayuda de Alá, veremos cosas grandes, Yusuf. La rueda ha empezado a girar y no podrán detenerla. Entonces, cuando nos avisen, llegará nuestro momento.

—Este es un pueblo sumiso y cobarde que da sus últimas boqueadas y rechaza a Dios —asiente Yusuf.

Los dos hombres charlan un rato más y luego salen a la calle y contornean a pasos cortos la iglesia de Santiago, hasta llegar a una plazoleta con una escalinata que da acceso a la puerta principal del templo jacobeo. Hay dos o tres grupos turísticos pastoreados por guías que imparten la correspondiente lección. Algunos turistas, bajo el peso de las mochilas, bolsas de compra, cámaras y otros artilugios, cabecean cansados o se sientan donde pueden para reponer fuerzas. Otros parecen muy atentos a las explicaciones y no dan descanso a las fotos. Caras y escenas que probablemente terminarán arrumbadas en algún cajón familiar hasta que el tiempo las destiña y el recuerdo se vacíe.

Es entonces cuando Yusuf se apercibe y dice a su compañero que se fije en el individuo. Gamal no está seguro, pero su compañero insiste.

—Parece que fotografía la iglesia, pero en realidad nos apunta a nosotros. Nos sigue desde antes de entrar en el bar. Cuando bajábamos la cuesta me he fijado en él.

Gamal titubea y observa hasta quedar convencido:

—No es un turista.

Yusuf está de acuerdo y propone seguir andando con normalidad, como si no pasara nada. Se sientan en la escalinata y fingen charlar con indiferencia, lanzando a hurtadillas miradas hacia el tipo de la cámara. Es un hombre alto, de mediana edad y mandíbula cuadrada, de tez pálida, y pelo largo que le roza los hombros. Aspecto de madurez un tanto bohemia. Gamal comenta que, seguramente, no estará solo.

—Pronto lo sabremos —dice Yusuf con decisión.

Concluyen que debe de ser policía, y si les está siguiendo puede que todo esté perdido. Gamal piensa que, de momento, lo mejor sería despistarle y desaparecer. Con calma, pensarán luego qué hacer. Pero su compañero dice que no. Un no rotundo.

A Yusuf, con la ira, le crujen los dientes. Una oleada de furia repentina se le sube a la cabeza. Siente la violencia acumulada en su interior como si fuera una bomba de tiempo aproximándose al segundo fatídico. No son delincuentes y actúan siguiendo la voluntad de Alá. Tiene claro que no irá a la cárcel, no dejará que le interroguen ni que —¿quién podría impedirlo?— lo entreguen, quizá atado de pies y manos como un borrego, a los perros americanos en Guantánamo, donde sus hermanos sufren tortura ante el silencio cómplice de los servidores del Gran Satán repartidos por todo el mundo. Incluida la Europa hipócrita y cobarde que da lecciones de moralidad desde su indigna doblez.

Yusuf habla con su compañero y baja la voz hasta convertirla en susurro.