Una vez más, Frank se veía sentado tras un espejo veneciano. En esta ocasión lo acompañaba Gunnarstranda. En la habitación situada al otro lado del espejo estaba Lystad interrogando a un sospechoso. Frente al inspector estaban sentados Inge Narvesen y su abogado, un hombre de unos cincuenta y tantos años que, por lo visto, era más versado en cuestiones de derecho empresarial que penal. Tenía un rostro redondo, lunar, bajo un montón de rizos desgreñados. Ni el abogado ni Narvesen parecían sentirse cómodos en aquella situación.
—¿Lo pone usted en duda? —preguntó Lystad.
—¿El qué? ¿Si cené en ese hotel? De ningún modo.
—¿Lo hizo solo?
—No.
—¿Con quién cenó?
—No tengo ni idea de cómo se llamaba.
—Piense un poco.
—Le digo la verdad, no tengo ni idea. Se llamaba a sí misma Tanja, pero dudo que fuera ese su nombre verdadero.
—Tiene usted toda la razón. ¿Qué era la tal «Tanja» para usted?
—Una puta. Ella tenía algo en venta y yo lo compré.
—¿Qué compró?
—¿Qué es lo que se le compra a una puta?
—Limítese a responder a mis preguntas.
—Le pagué a cambio de sexo.
—Es decir, que usted viajó hasta Fagernes para pagar por sexo a una mujer que trabaja en Oslo como camarera, ¿es así?
—Tal vez el término de «camarera» no defina realmente la actividad profesional de esa mujer.
—Está bien, hablemos de otra cosa. En el año 1998 usted inició una relación con una joven, ¿no es cierto eso?
—Es posible. ¿A qué se refiere con lo de joven?
—Su nombre es Elisabeth Faremo. Trabajaba como dependienta en la tienda Ferner Jacobsen, de la que usted era cliente.
Inge Narvesen lanzó una mirada a su abogado. Este asintió.
—Decir relación es un tanto exagerado —dijo Narvesen de un modo pausado.
—¿Quiere decir con eso que en dicha relación también se limitó a pagarle a esa mujer a cambio de sexo?
—No. Estábamos juntos. Pero no fue una relación duradera.
—Eso ya lo sé —dijo Lystad—. Se acabó cuando la verdadera pareja de esa joven fue encarcelada por el robo en su casa.
Narvesen guardó silencio. Volvió a lanzar una rápida mirada a su abogado, que hizo un gesto negativo con la cabeza.
Gunnarstranda y Frølich se miraron. «Da igual la clase de coreografía que estén representando allí dentro —pensó Frank Frølich—, todo está estudiado». Lystad se puso de pie y caminó hasta la ventana situada en la pared de enfrente. Miró hacia abajo, hacia la calle.
—Dice usted que le pagó a esa mujer de Fagernes a cambio de sexo —dijo el policía, con la cara todavía vuelta hacia la ventana—. ¿Dónde consumó el acto sexual?
—En el hotel.
—Pero usted no alquiló ninguna habitación en ese hotel.
—Ella lo hizo.
—Ella tampoco estaba registrada.
—Entonces debe haber utilizado un nombre falso. Nosotros estábamos en su habitación, en la cama.
—¿Cuál era el número de la habitación?
—La verdad es que de eso no me acuerdo.
—¿Qué piso era?
Narvesen sonrió avergonzado.
—Lo siento.
Lystad lo miró con expresión seria.
——Tal vez no deba extrañarnos que la memoria le falle tanto, ya que ni la mujer ni su supuesto pseudónimo, Tanja, se alojaron jamás en ese hotel. Pero… por ahora nos conformaremos con tomar nota de que lo que usted nos cuenta no coincide exactamente con la realidad. —Lystad levantó la mano cuando Narvesen hizo ademán de interrumpirle y dijo—: ¿Dónde estaba el novio de ella mientras ustedes mantenían relaciones sexuales?
—No tengo ni idea. Ella y yo estábamos solos.
—Pero ella estaba con su novio en Fagernes.
—Primera noticia. Ni sabía que tenía novio.
—¿Y el sexo con esa mujer lo tuvo antes o después de la cena en el restaurante?
—Antes.
—Tengo un testigo que ha declarado lo siguiente: usted llegó al restaurante, la mujer ya estaba allí. Esa mujer, por cierto, no se llamaba Tanja, sino que ha sido identificada como Merethe Sandmo, de Oslo. Usted se sentó a la mesa de la señorita Sandmo.
—Se hacía llamar Tanja. Yo no sabía cuál era su verdadero nombre. Tampoco quiero saberlo. Es cierto que nos encontramos en ese restaurante después del… del sexo. Bajamos por separado. Ella fue delante.
—A esa mujer jamás se la ha asociado al oficio que usted le atribuye.
—Para todo hay una primera vez.
—¿Cree usted que esa fue la primera vez que ella vendió su cuerpo?
—No tengo ni idea.
—¿Cómo se concertó la cita?
—A través de internet. La forma habitual de hacerlo.
—No conozco eso que usted llama «forma habitual de hacerlo», así que, dígame, ¿cómo se concertó la cita?
—Es una dirección en la red que hace de intermediaria para contactos entre las prostitutas y sus clientes. No sé la dirección de memoria, pero se la puedo enviar más tarde.
—¿Se encontraron antes de subir a la habitación de ella?
—No.
Frølich y Gunnarstranda volvieron a mirarse. También el abogado de Narvesen reaccionó esta vez y le susurró algo al oído a su cliente.
—Usted subió solo a su habitación, pero no recuerda ni el piso ni el número, ¿es así?
—Lo siento de veras. Me he expresado mal.
—Responda a la pregunta.
—Tenía un recuerdo equivocado. Nos encontramos en la recepción del hotel y subimos juntos a su habitación. Era una mujer muy caliente, yo estaba excitado y no puedo recordar con exactitud en qué piso…
—Eso basta —dijo Lystad, dándose la vuelta—. Es evidente que usted miente —continuó—. No tiene usted ningún respeto, sobre todo, a lo que yo represento, incluidas las autoridades penales como institución. Le aconsejo que se comporte de un modo más inteligente cuando nos veamos ante el tribunal. Pero ya hablaremos de ese proceso judicial. En lo que atañe a su relación con Merethe Sandmo, creo que ustedes no estuvieron en la habitación de ningún hotel. Creo, eso sí, que usted le pagó a esa joven. Pero creo que lo que la señorita Sandmo le vendió fue cierta información, no sexo. Creo que luego usted se dirigió en el coche a una cabaña situada en Vestre Slidre. Y allí se encontró con Elisabeth Faremo y la asesinó.
A raíz de esas últimas palabras reinó un silencio largo. Narvesen se había puesto pálido. Su abogado lo miraba con expresión inquieta, carraspeó y tomó la palabra:
—¿Tiene usted pruebas que puedan sostener esa afirmación?
—Estoy trabajando en ello —dijo Lystad—. Es usted un hombre ávido de venganza, ¿no es cierto, Narvesen?
—Lystad —lo interrumpió el abogado—, me veo obligado a pedirle que sea más concreto y que no emita juicios a partir de suposiciones.
—Por supuesto que seré más concreto. Dígame, Narvesen, ¿puede hablarnos de su relación con Halvor Bede?
Narvesen enmudeció y miró al agente de policía. El abogado se inclinó hacia él. Cuchichearon algo. Entonces el abogado de Narvesen tomó de nuevo la palabra.
—No puede usted poner sobre la mesa, sin más, informaciones nuevas y desconocidas sin que antes las hayamos analizado…
—Esto no es un juicio, abogado —lo interrumpió el agente—. Es un interrogatorio. Pero claro que merece usted ser informado. Narvesen, ¿prefiere que lo haga yo o quiere hablarle usted mismo a su abogado acerca de Halvor Bede?
Narvesen no respondió. Estaba allí sentado, con las manos cruzadas colocadas delante de él, sobre la mesa.
—Halvor Bede era un oficial de la Marina noruega que en una ocasión osó chantajear a su cliente —le dijo Lystad al abogado y continuó—: Fue condenado y cumplió su condena, pero, desgraciadamente, una persona desconocida lo apuñaló el mismo día que salió de la cárcel.
—Pero ¿y eso qué tiene que ver conmigo? —ladró Narvesen—. Bede fue asesinado durante una riña en un bar. Fue una pelea de faldas o vaya a saber por qué motivo. Jamás estuve cerca de ese bar, y ese caso fue archivado hace un montón de años.
—Fue archivado, sí, pero aún no ha prescrito. ¿Es usted una persona vengativa o no?
—¿Adónde quiere usted llegar?
—Eso ya lo veremos. A usted le gusta prender fuego a las cabañas, ¿no es cierto, Narvesen?
—No responda a esas acusaciones —dijo el abogado de forma brusca y se dirigió de nuevo a Lystad—. Si no tiene usted declaraciones de testigos o pruebas concretas que asocien a mi cliente con ese supuesto asesinato o con otros supuestos delitos, me veo obligado a pedirle que ponga fin aquí mismo a este interrogatorio.
—Continuaremos todo el tiempo que a mí me parezca conveniente —dijo Lystad mirando el reloj.
—¿Pesa alguna acusación contra mi cliente?
—No.
—¿Es sospechoso?
—Es el máximo sospechoso.
—Entonces tiene usted que actuar más abiertamente. Tiene que respaldar sus sospechas con pruebas.
—Será todo un placer —respondió Lystad mientras abría su maletín—. Se trata de un registro practicado por la unidad de Delitos Económicos en las dependencias comerciales del señor Narvesen. Un simple tema secundario que afecta, nada menos, que a la cantidad de cinco millones de coronas que retiró hace poco en efectivo de su cuenta. Puedo comunicarle que los billetes que recibió del banco están registrados. Una cantidad de esos billetes ha aparecido en Fagernes, el mismo día en que, tal y como usted mismo ha admitido, estuvo en ese lugar con Merethe Sandmo. Mi tesis es la siguiente: usted le entregó esos cinco millones a Merethe Sandmo.
Narvesen observó al policía en silencio.
Lystad continuó:
—Siento curiosidad por saber lo que esa joven pudo ofrecerle que valiera cinco millones de coronas. Creo que ni su propio abogado se va a creer que le pagó esa cantidad por un polvo.
De repente, se hizo un silencio en la sala.
El abogado carraspeó.
Lystad lo miró directamente a los ojos.
—A estas alturas, su cliente sólo tiene una opción: o bien puede hacer una declaración o bien puede negarse a hacerlo. Esto último no sería lo más inteligente. Pero pueden ustedes comentar la situación durante algunos minutos. Haremos una pausa.
Lystad abandonó la sala de interrogatorios.
Frank Frølich y Gunnarstranda se mantuvieron un par de segundos más observando la habitación.
—Este Lystad es bueno —dijo Frølich—. Pero lo más importante ahora es que podamos hablar con Merethe Sandmo.
Ambos policías se levantaron y salieron al pasillo.
—Ella, como sabes, está en Grecia —comentó Gunnarstranda.
—Pero tenemos que encontrarla.
—¿Por qué?
—Porque ella es la única que puede explicarnos lo que sucedió realmente cuando se encontró con Narvesen. Y hay algo más. Ese cuarto hombre, ¿acaso no puede ser la propia Merethe Sandmo?
—¿Qué?
—He estado coqueteando un poco con esa idea —dijo Frank Frølich—. Las cosas van adquiriendo una explicación lógica. Merethe no tenía ninguna práctica en este asunto, y le entró el pánico. O tal vez lo hizo en contra de su voluntad. Eso explicaría por qué no se largó cuando llegó el vigilante. El hecho de que su manera de actuar fuera causa de un asesinato podría explicar por qué sólo nos mencionó dos nombres y no cuatro. Y esto, a su vez, explicaría por qué Elisabeth Faremo se sintió obligada a proporcionarles una coartada a su hermano y a sus otros dos compinches. Ello podría explicar, asimismo, por qué el grupo se fragmentó, e incluso por qué Merethe Sandmo pasó directamente de los brazos de Jonny Faremo a los de Vidar Bailo.
—Esa puede ser una opción, por supuesto. Pero hay un elemento que no se puede explicar por la posible participación de esa joven en el robo.
—¿Cuál sería ese elemento?
—Que Vidar Bailo está muerto.
Frank Frølich se estremeció.
—¿Cuánto tiempo lleva muerto?
—Mucho tiempo. Muchísimo. Lo descubrieron porque los vecinos reaccionaron ante el olor a cadáver. Posiblemente se marchara a casa y muriera después de haber estado hablando conmigo.
—Entonces, ¿estaba muerto cuando la cabaña ardió?
—Sí, es lo más probable.
—¿Causa de la muerte?
—Sobredosis. Lo habitual, heroína, una dosis enorme, no hay absolutamente nada sospechoso en su muerte.
Frølich guardó silencio de nuevo. Todavía estaba en la postura de alerta.
Gunnarstranda carraspeó y señaló con la cabeza hacia Lystad, que los esperaba junto a la máquina de café.
—¿Tomamos un café antes de que acabe la pausa? Tú y yo estamos invitados a mostrarnos más activos en la siguiente ronda, así que puedes entrar conmigo.
Frølich hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No creo que sea bueno que tome parte en ese interrogatorio.
Gunnarstranda enarcó ambas cejas.
—En cuanto asome la cabeza, Narvesen y su abogado empezarán a arrojarme un montón de mierda encima.
Los ojos de Gunnarstranda centellearon.
—¡Dime ahora mismo lo que has hecho! —exigió el comisario.
—Es probable que quiera acusarme de destrucción deliberada.
—¿Qué has hecho?
Frank Frølich se encogió de hombros.
—Romper con una patada un cristal de la puerta de su terraza.
—¡Idiota!
—Tranquilo. Fue la revancha por haber prendido fuego a mi cabaña. No creo que tenga coraje para hacer otra cosa que insultarme. Pero cualquier cosa que diga no sería más que una afirmación falsa. Habrá un poco de griterío, pero nada más. Por eso me marcho ahora, así no tendréis que ocuparos de esa parte de la historia y yo podré dedicarme a reflexionar con tranquilidad.
Gunnarstranda se sentó junto a Lystad, que siguió a Frølich con la mirada y expresión ausente.
—¿Qué le pasa? —preguntó.
Gunnarstranda se encogió de hombros.
—Hace mucho tiempo que está así, pero seguro que se le pasará.
Frank Frølich condujo sin rumbo fijo en dirección al centro. Cuando dobló por la Hausmanns gate, se le ocurrió de repente la idea de ir hasta la Mariboes Gate. Allí encontró una plaza de aparcamiento frente a la entrada del Rockefeller, y entonces —bajó en dirección a la calle más famosa de Oslo, la Torggata.
Se acercó a la tienda de Badir, compró una salchicha en un quiosco de la Osterhausgate —más por hábito que por hambre— y continuó andando hacia Torggata. Delante de la puerta del edificio donde se encontraba el famoso baño público de esa calle, Frank se detuvo y pensó en Narvesen, quien ahora debía explicar por qué había sacado aquellos cinco millones de coronas en efectivo. Tal vez lo estuviera haciendo en ese preciso instante. Posiblemente él mismo estuviera a punto de perder su trabajo. Frank alzó la cabeza y sintió cómo aquella idea iba cobrando forma en su mente. «Eso no importa en absoluto», pensó.
Frank sonrió, pegó un mordisco a su salchicha y contempló el centelleo de las oscuras figuras que bajaban por Storgata. «Positivo: me importa una mierda. Negativo: me importa una mierda. ¿Qué es entonces lo que importa? Averiguar quién mató a Elisabeth y por qué».
«Pero ¿acaso es probable que Narvesen también hable del cuadro?».
«Si lo hace, también tendrá que aclarar cómo consiguió el cuadro la primera vez. De modo que tendrá pocos argumentos —a menos que se vea obligado a ello— para quedar absuelto de otro cargo: el de asesinato. Y si es preciso sacrificar mi trabajo en aras de la verdad, habrá valido la pena».
Frank echó un vistazo a la tienda de Badir y pensó en Elisabeth y en Narvesen. El local estaba clausurado todavía, y en ese momento el policía tuvo que ponerse a resguardo de una agresiva ciclista que no se conformó con la idea de que él, un viandante, estuviera parado en el carril de las bicis. Comió otro bocado de su salchicha al tiempo que seguía con la mirada a la mujer. Casi se atraganta. La había visto alguna vez. No, no a ella, sino a otra. La imagen volvió a su memoria. Fue el día en que iba a comenzar la acción contra Badir: él había bajado la escalera del edificio de los antiguos baños y estaba a la espera de la señal. Entonces la vio. No a esta mujer, pero sí a otra que también iba en bicicleta y que corría por la Torggata con el torso inclinado sobre el manillar. El estaba con un pie en el carril de las bicis, había oído el sonido de un timbre y tuvo que dar un paso atrás rápidamente, salir del carril, y fue en ese preciso momento que su walkie-talkie empezó a chisporrotear y él tomó posición un poco más abajo de la calle, frente a la tienda de Badir. «Ella vino desde esa dirección». Había pasado frente a la tienda de Badir y continuó pedaleando, pues su destino era otro. Entonces pasó por delante de Frank Frølich, que en ese momento bajaba las escaleras. Pero ¿acaso podía ser Elisabeth?
Frølich tuvo que decirse a sí mismo que, visto objetivamente, podía ser ella. El estaba concentrado en la acción que iban a llevar a cabo, no se había quedado con su cara. Pero tal vez ella sí lo hizo. Ella pudo haberlo visto: un rostro conocido del juicio contra Ilijaz Zupac. Tal vez incluso se bajó de la bicicleta sin que él lo hubiese notado, lo había seguido con la mirada durante un par de segundos y decidió darse la vuelta, aparcar la bicicleta, violando el bloqueo que se estaba llevando a cabo en ese momento. Luego tuvo que llevar la bici más allá y posicionarse dentro del campo visual de Frank Frølich, frente a la tienda de Badir.
De repente, los recuerdos afloraron a su cabeza: el chirrido del aparcamiento de las bicicletas. Ella entrando en la tienda, y él, que corrió detrás de ella cruzando la calle.
Ahora bien, ¿de qué le servía esa idea?
Frank sabía muy bien lo que eso significaría.
Las palabras de Gunnarstranda le retumbaban todavía en los oídos: «¡Frølich! ¡No seas tan jodidamente ingenuo! Hay algo en esa tía que no concuerda. Puedo darle todas las vueltas que quiera a cada uno de los pilares de tu argumentación, pero bajo cuerda siempre aparecerá la estafa». Ese viejo zorro, como siempre, tenía razón. Y de repente, Frank Frølich tuvo mucha prisa.
Llamó a Gunnarstranda al móvil.
—Pensé que te retirarías a reflexionar —dijo Gunnarstranda, arrastrando las palabras.
Frølich respondió:
—Por eso te llamo. ¿Ha confesado Narvesen?
—Aún no, pero nos encontramos en una fase bastante interesante del interrogatorio. Se trata de la casa privada de Narvesen, de una puerta de terraza rota y de cierto policía que estaba fuera de servicio.
—¿Está hablando de arte?
—¿De arte? No. ¿Por qué?
—Pues… nada. Sólo fue una idea que se me ocurrió, pero volvamos a cosas más importantes: el jefe del banco de Askim nos contó que Ilijaz Zupac había estado allí y sacado algo de la caja de seguridad, ¿no es cierto?
—Ya sabes que es cierto.
—Pues estaba pensando que Ilijaz es un nombre bastante exótico —dijo Frølich lentamente.
—Ya no estamos trabajando en ese caso, Frølich. No hasta que las investigaciones hayan arrojado sus primeros resultados.
—¿Y tú estás satisfecho con eso?
—No se trata de si estoy satisfecho o no.
—Si Lystad quiere meter en la cárcel a Inge Narvesen por el asesinato de Elisabeth, necesita un motivo. Y ese motivo tiene que estar relacionado con el golpe maestro de 1998. Y esa historia, a su vez, tiene que ver con la caja de seguridad. No nos causa ningún daño llamar al banco, ¿no te parece?
—Todo eso está muy bien, salvo por una cosa: ¿sobre qué tema voy a hablar con esa gente?
—Pregúntales de qué sexo era la persona que se presentó allí haciéndose pasar por Ilijaz.
Se produjo un silencio en el otro lado de la línea.
—Gunnarstranda —dijo Frølich en tono despectivo—. No está usted siendo breve.
—Creo que te traes algo entre manos, Frølich. ¿Qué fue lo que te hizo pensar en esa idea del sexo?
—Varias cosas. Entre otras, lo que ni dijiste. Que Bailo estaba muerto. Además, eso no tiene por qué incordiarte demasiado, ¿no? Es sólo telefonear al banco y pedir la descripción de la persona que se hizo pasar por Ilijaz Zupac. —Gunnarstranda reflexionó un momento.
—Podría hacerlo como un favor personal hacia tu persona —dijo al final, cediendo—. Pero ahora mi pregunta es: ¿qué vas a ofrecerme tú a cambio?
—Una prueba.
—¿Qué clase de prueba?
—Una que excluya toda sospecha contra Narvesen. Y después de eso ya nadie se ocupará de esa puerta de la terraza rota.
—Vamos, suéltalo de una vez. ¿Qué clase de prueba es esa?
—Un cabello.