A la mañana siguiente Frank Frølich se quedó mucho tiempo en cama. A eso de las once se levantó, comió un poco de muesli y se aprestó para ir al Grand Hotel.
Había nevado con fuerza a lo largo de la noche. Los coches en la Havrevei estaban cubiertos por una gruesa capa de nieve. Los remolinos de viento se amontonaban sobre los techos de los coches y los radiadores. Parecían tartas de crema. Algunos de los dueños de los vehículos habían conseguido salir a duras penas hasta el bordillo, pasando a través de las paredes de nieve y dejando profundos agujeros en las hileras.
En la estación del metro, un tractor con ruidosas cadenas se dedicaba a apartar la nieve. Frølich cogió el primer tren, se bajó en la parada de Stortinget y bajó lentamente por la Karl Johans Gate, donde los cables térmicos del suelo mantenían la acera despejada de nieve y habían transformado lo caído en la calle en una fangosa papilla de color marrón.
Ella se disponía ya a sentarse en una de las mesas libres junto a la ventana cuando él entró a través de las pesadas puertas del café. Llevaba unas botas altas, vaqueros ajustados y un jersey de lana. Con aquella pinta tan típicamente noruega, las trenzas afro parecían un poco fuera de lugar. Parecía como si llevara un sombrero demasiado grande.
Él apenas la reconoció.
«Quizá es que va vestida», pensó Frank y se acercó a su mesa. La mujer alzó la mirada.
—Te estaba buscando —dijo ella.
—¿Dónde?
—Ya lo sabes.
Frank se sentó. Sus miradas se encontraron. La suya desafiaba a la de ella, pero no la tocaba. El no podía mirar detrás de su fachada, y de repente le recordó a una mediocre celebridad de la tele. «Rostro exageradamente maquillado. La mirada ensayada delante del espejo; la sonrisa, un movimiento muscular varias veces ejercitado con los labios y las mejillas. Y hoy no lleva máscara». La magia de una noche pasada se había perdido a lo lejos.
Ella le mostró los dientes con una nueva y presurosa sonrisa.
—He pedido tarta napoleón y cola.
El la miró con incredulidad, pero no estaba haciendo ningún chiste.
El camarero vino; Frølich pidió un café.
—Te has hecho una herida en la cara —dijo ella mientras bajaba la mirada.
—Fue por culpa de la llave de la que te hablé.
—Tú me pediste que lo divulgara. —La mujer seguía mirando a la mesa.
—No, está bien. Olvídalo.
—No me preguntes por él —dijo ella rápidamente—. Yo no sé nada, y si supiera algo, no lo diría.
—¿Que no te pregunte por quién? —preguntó él.
—Por Jim —dijo ella escuetamente.
En eso llegó el camarero con el café. Frølich pasó un rato revolviéndolo. Luego llegaron la tarta napoleón y la cola. Ella intentó cortar con la cuchara la capa de masa que la cubría. La crema se desparramó por fuera y se dispersó por el plato. Ella soltó una risita y murmuró:
—Esto no es nada sencillo.
—Mi jefe dice que cuando uno quiere descubrir las estrategias vitales de las personas, es preciso observar la manera en que comen tarta napoleón.
—Me alegra que tu jefe no esté ahora aquí —dijo ella, y dispersó más crema sobre el plato.
—En una ocasión vi a un funcionario de Hacienda comiendo esa tarta —dijo Frank—. Lo hacía de un modo muy sistemático. El tipo, primero, levantó la capa superior de hojaldre con la cuchara, la colocó limpiamente sobre el plato y después se comió la crema. Luego se comió la base y se reservó para el final la cubierta con el baño de azúcar.
La mujer empujó una montaña de crema y glaseado a la cuchara, se lo metió todo en la boca y cerró los ojos de placer.
—Ese tipo no sabe lo que se ha perdido.
—Vibeke —dijo Frank Frølich.
Ella levantó la mirada.
—Dime, Frank.
Ambos se miraron.
Ella se metió una nueva cucharada de crema y glaseado en la boca, tragó y dijo:
—Y tú tampoco sabes lo que te pierdes.
Frank apartó la vista. No porque la chica fuera borde, sino para no tener que ver a través de su impenetrable expresión del rostro.
—He empezado a trabajar de nuevo —dijo Frank, despacio—. Soy policía.
Ella no respondió.
—Y ahora estoy de servicio.
—Una mala disculpa para no comer tarta —dijo ella finalmente.
La chica sonrió, pero su sonrisa se esfumó cuando sus ojos se encontraron con la mirada de Frank.
—Vibeke —repitió el policía.
—Dime, Frank —dijo ella, y volvió a sonreír con un gesto torcido y desafiante.
—Tengo que saber algo acerca de Elisabeth.
—Creo que tú sabes más acerca de Elisabeth que yo.
—Pero tú la conociste cuando estaba saliendo con Ilijaz.
—¿Es que estás celoso?
—No, lo mío y lo de Elisabeth se acabó —dijo Frank, y meditó sobre aquellas palabras mientras miraba a su alrededor. La mayoría de los clientes eran huéspedes del hotel que estaban de paso. El resto eran mujeres de aspecto frágil, con el pelo de un color blanco azulado y sensibles arrugas en la cara. El sol invernal, que estaba muy bajo, penetraba a través de los ventanales. La gente pasaba de prisa por la Karl Johans Gate. Un coche de la patrulla canina había aparcado delante del Storting. Un hombre ya mayor estaba sentado bajo uno de los leones del Parlamento, en una banqueta, y tocaba notas de blues en una guitarra eléctrica, una música que apenas llegaba hasta donde estaban ellos. Cuando Frank se volvió de nuevo hacia ella, Vibeke había terminado de comerse la tarta.
—Ilijaz es el gran amor de Elisabeth. Ella sería capaz de morir por Ilijaz, no importa lo enfermo que esté.
Frank reflexionó un instante sobre aquellas palabras de la mujer y vio delante de sus ojos una cabaña ardiendo. Entonces carraspeó, tomó impulso y dijo:
—¿Era bisexual Elisabeth?
—¿Por qué quieres saberlo?
—Porque es lo que creo.
—¿Bisexual? —dijo Vibeke, saboreando aquella palabra—. Eso suena muy categórico.
—Venga ya.
—Sí, de algún modo suena así, como si lo vieras todo desde arriba.
—Creo que Elisabeth tenía una relación con una mujer.
—Eso puedo imaginármelo muy bien —dijo ella y guardó silencio durante un momento, adoptando una expresión pensativa—. Creo que Elisabeth… —Vibeke hizo una mueca y continuó—: ¿Nunca has coqueteado con la idea, por ejemplo, si tuvieras un buen amigo, de explorar esa relación también físicamente?
—No.
Ella sonrió.
—Te creo. Pero en lo que atañe a Elisabeth… Puedo imaginármela yéndose a la cama con otras mujeres. Ahora bien, eso no cambia nada el hecho de que ella e Ilijaz estuvieran obsesionados el uno con la otra.
—Cuéntamelo.
—No es mucho lo que sé —continuó ella.
—¿Fue algo tormentoso?
—¿Quieres decir que si se peleaban? Por supuesto, a veces. Ya sabes cómo es con alguna gente, cuando la relación es tan intensa que los sentimientos negativos salen a la luz casi con la misma energía que los positivos.
De repente, por una fracción de segundo, Frank vio el pie desnudo de Elisabeth delante de él. Las uñas pintadas de un color rojo oscuro. Vio su propia mano agarrando su tobillo con aquella cadenita de oro.
—Y a veces tenía que ver con el hecho de que Ilijaz no fuera un tipo limpio.
—¿A qué te refieres con eso de que no era un tipo limpio?
—Andaba con otras mujeres. Muy a menudo.
—Entonces, ¿para él no era una relación sólida y duradera?
—Sí, claro. Creo que él tenía la misma dependencia que ella. Pero era bastante machote, y de algún modo, también infantil, tenía que estar demostrando siempre su hombría con algún alarde; lo hacía constantemente. Al final Elisabeth se hartó y se buscó otro.
Otro. Frølich pensó en las palabras de Gunnarstranda sobre el cuarto hombre.
—¿Quién era?
—Un hombre hecho y derecho.
—¿Recuerdas cómo se llamaba?
—No.
—¿Sabes dónde trabajaba?
—Ni idea.
—¿Cuándo fue eso?
—Ya no me acuerdo.
—Piensa un poco. Debe de haber sido hace cinco o seis años, o quizá hace más tiempo. A Ilijaz lo encarcelaron hace seis años.
—¿En serio? Cómo pasa el tiempo. Jamás consigo separar los años. Es mucho más fácil cuando se trata de mi época en la escuela.
—¿Dónde trabajabas tú entonces?
—En un bar. Siempre he trabajado en bares.
—¿En cuál?
—¿Hace seis años? Había un bar en la Bogstadvei, pero lo han cerrado.
—¿Y ya conocías a Elisabeth entonces?
—Ella trabajaba en una boutique, Ferner Jacobsen —la mujer hizo un gesto afirmativo en dirección a la Stortingsgate—. Trabajaba en las galerías del sótano. Elisabeth es una mujer a la que le va todo lo que le atrae. Todos los que venden ropa se dan cuenta en seguida de que ella vale oro como vendedora. Creo que fue allí donde conoció al tipo. Era un cliente. Un tipo con mucho dinero.
—¿Algún delincuente?
—O eso, o más bien… Allí va a comprar mucha gente rica. Y ese tipo la invitaba constantemente a comer y no quería dar su brazo a torcer. Así fueron las cosas… Y en una ocasión en que Ilijaz se pasó en uno de sus amoríos, exhibiéndose por ahí con otra, ella aceptó la invitación y empezaron una relación. Eso debe de haber sido más o menos por la época en que Ilijaz fue encarcelado.
—¿Duró mucho tiempo esa relación?
—Eso no lo sé.
—¿Viste alguna vez a ese hombre?
—Nunca. Creo que nadie vio nunca a ese hombre.
—¿Por qué no?
—Eso ya lo sabes. Elisabeth es así. Le gustan los secretos. Apuesto a que nunca te ha llevado a su casa, ¿no es cierto?
En ese momento, Frank se sentó. Ella hablaba de Elisabeth en tiempo presente.
—Elisabeth está muerta —dijo el policía—. ¿No te lo contó Jim?
Ella mantuvo la mirada baja e hizo un gesto negativo con la cabeza.
Podía escucharse el eco del silencio. «¿Y por qué no me pregunta cómo murió Elisabeth, qué sucedió?».
Frank reflexionó, formuló una propia respuesta para sus adentros y dijo:
—¿Estás con Jim?
—¿Con Jim? No —respondió ella, que parecía estar allí sentada con los ojos cerrados, por el modo en que había concentrado su mirada en la superficie de la mesa.
—Pero tú le contaste a Jim lo de la llave. Sabías quién era yo cuando fui y te vi bailar.
—Hablo con Jim, sí, eso sucede a veces. Pero estoy sin compromiso.
—Es muy probable que a Jim lo acusen por asesinato.
—¿A Jim? —su mirada seguía posada sobre la mesa.
—Alguien prendió fuego a una cabaña, y Elisabeth estaba dentro.
—¿Cuándo fue eso?
—La noche del 29 de noviembre. Un lunes.
—Entonces no fue Jim —dijo ella, levantando por fin los ojos de la mesa y mirando al policía con expresión pensativa y ausente. Entonces añadió—: Esa noche Jim estaba en mi casa.
Durante un buen rato, ninguno de los dos dijo nada. Los ruidos del café pasaron a un primer plano: el tintineo de los platos y los cubiertos, el murmullo de las voces en voz baja.
—¿Estás segura? —preguntó Frank, que tuvo que aclararse la voz para estabilizarla.
Ella sonrió dulcemente.
—Claro que estoy segura.
—Me refiero a la hora.
Ella asintió.
Una vez más guardaron silencio. Finalmente, fue ella la que rompió el silencio, con una sonrisa algo avergonzada.
—Lo siento, pero no quiero mentirte.
Caminaron juntos por la Karl Johans Gate en dirección a la estación central. El se detuvo en el cruce con la Kirkegate y señaló hacia la catedral.
—Yo tengo que seguir por ahí.
Entonces ella también se detuvo y lo miró durante un par de segundos.
El hizo un gesto de aprobación.
Ella se alzó sobre las puntas de los pies y sus labios rozaron las mejillas de Frank. Luego dio un giro sobre sus tacones y continuó bajando por la Karl Johans Gate. El siguió con la vista aquella grácil figura hasta que desapareció entre la multitud. Luego se dio la vuelta y continuó andando en la misma dirección, sólo que por la acera de enfrente, la del Kirkeristen.
Frank bajó de prisa hasta el metro y se marchó a casa, impaciente. Allí se dirigió directamente al coche, apartó la nieve del maletero y sacó una escobilla y una pala. Liberó al coche de aquella pared de nieve que habían dejado los quitanieves. Luego subió al auto y viajó por el tercer anillo hasta el final, continuó por la Drammensvein y salió de la ciudad. A continuación, dobló en Sandvika en dirección a Steinshogda. Sentía otra vez el tejón mordisqueándole la barriga, y miraba fijamente el asfalto, la nieve depositada entre los troncos de los árboles y el comienzo del invierno. Luego subió el valle de Bengadalen en dirección a Fagernes. Sin embargo, esta vez no tenía en la cabeza la imagen de las llamas y de los huesos tubulares largos. Sólo sentía una sensación infinitamente punzante en el estómago, y empezó a repasar todo de nuevo en su mente, a observar cada detalle, prestando atención a cada palabra y su significado.
Tal y como le había prometido, allí, delante de la comisaría de policía, lo esperaba Per-Ole, alias Arándano.
—Has llegado cagando leches, Frank, parece que acabaras de salir de una semana infernal en la escuela de oficiales.
—Necesito saber quién fue la persona que vio aquí hace un par de semanas a esa tía, la tal Merethe Sandmo —dijo Frank Frølich.
—Te creo —dijo Arándano—. Te lo noto. Pero no sé si puedo ayudarte en ese asunto…
—De acuerdo —dijo Frank Frølich rápidamente—. No tengo tiempo que perder. Mira esto —dijo, mostrándole a Per-Ole una fotografía—. Ve donde tu testigo y pregúntale si este era el hombre con el que estaba cenando Merethe Sandmo.
Arándano cogió la foto en la mano y la observó detenidamente.
—Vaya pedazo de blandengue —dijo brevemente—. ¿Cómo se llama?
—Inge Narvesen.
—¿Y a qué se dedica?
—Compra y vende en la Bolsa de Valores de Oslo. Un multimillonario.
—Eso me basta —dijo Arándano, devolviéndole a Frank la fotografía—. La respuesta es sí.
—Déjate de bromas —dijo Frølich—. Quiero que mires esta foto y me…
—No es necesario —dijo Arándano—. Yo soy el testigo, y vi a Merethe Sandmo cenando con este tipo en el hotel.
—¿Y por qué no me lo dijiste?
Arándano sonrió con expresión triste.
—No es nada que tenga que ver contigo. Se trata de mi mujer… y de la mujer con la que yo estaba cenando cuando vi a la tal Merethe.
Frank Frølich suspiró hondo.
—Gracias, Per-Ole —dijo Frank en voz baja—. La próxima vez nos iremos a pescar a Vaekkers, pero antes déjame darte las gracias.
Frank se despidió de Arándano y condujo hasta su casa. Estaba más tranquilo. Puso música: Johnny Cash cantaba una versión de One, de U2. Guitarra acústica y voz de desilusión. Eso encajaba muy bien con lo que estaba ocurriendo en su interior.