Aquello recordaba una escena de una película mediocre. Era de noche. La mujer esbelta con el pelo negro avanzó con paso rápido sobre sus tacones altos y atravesó el portón de hierro fundido en dirección al coche deportivo. Su silueta se dibujaba contra la luz de la siguiente farola. Ella subió al coche. Cuando la puerta se cerró y el auto partió, sonó como si alguien hubiera hecho una foto con una cámara muy cara. El motor bramó como una fiera ahíta que ronronea de satisfacción. Frank Frølich siguió con la mirada las luces rojas traseras. Tenía mucho tiempo. Era un hombre paciente. Franqueó la puerta del jardín y pasó del camino de grava directamente al césped. El perro de la casa empezó a ladrar, pero el policía no se detuvo. Se agachó debajo de un viejo manzano y se puso a la espera. Vio una sombra a través de una de las ventanas. Alguien miraba hacia la oscuridad. El perro continuó ladrando cada vez más bajo. La persona se había quedado de pie junto a la ventana. Finalmente, la sombra se alejó. Al cabo de un rato se acalló el perro. Frank Frølich recordó aquel setter flacucho y nervioso.
«¿Qué es lo que quiero en realidad? ¿Por qué estoy aquí?». Frank parpadeaba con los ojos resecos y miraba la oscuridad. Era un parpadeo que ahuyentaba la autocrítica, la duda y cualquier objeción.
Hacía frío. El aire cortaba. El cielo estaba negro, no había estrellas ni luna. El aire frío anunciaba nieve. Frank Frølich permanecía allí agachado como si estuviera al acecho durante una cacería de alces: inmóvil, con la mirada clavada al frente. Al cabo de una hora, la luz se encendió en el sótano. La luz en la ventana del sótano permaneció encendida siete minutos. Entonces se encendió la luz en otra ventana del zócalo de la casa. Transcurrieron cuatro minutos. No hubo más luces. Cinco minutos. El segundero avanzaba a ritmo lento alrededor de las curvas. La respiración de Frank se aceleró. Seis minutos. Frank se puso en pie. Tuvo que controlarse para no salir disparado de allí y entrar repentinamente por la puerta, a fin de no empezar a hiperventilar. Siete minutos. Caminó a través del césped, subió la escalera y llamó tres veces al timbre. El perro empezó a ladrar de nuevo. Frank volvió a bajar corriendo la escalera, le dio la vuelta a la casa y llegó a la terraza… Lo hizo todo sin hacer ruido. Volvió a mirar el reloj. «¡Cálmate! Respira». El perro había encontrado el camino a la terraza. Su hocico blanco y rojizo mostraba los colmillos y babeaba y ladraba tras la cortina transparente. Frank oyó un ruido de pasos en la escalera del sótano y luego escuchó una voz que regañaba al perro, que ladraba fuera de sí. Frank esperó a que se abriera la puerta de la entrada. Cuando la luz del pasillo incidió sobre el césped situado en el lado opuesto, el policía le pegó una patada al cristal. Mientras él sacaba a puntapiés los restos de cristales, oyó cómo el hombre maldecía. El perro le agarró uno de sus pies. Frølich le propinó una patada y el animal fue a dar contra la silla y rodó por el suelo, aullando de dolor. Estaba en el interior de la casa. El hombre le salió al encuentro desde el pasillo. Su rostro fue a dar directamente contra el puño de Frank Frølich. No dijo ni una sola palabra. Sólo golpeaba. El hombre cayó bajo el policía, que lo colocó sobre la barriga, le sostuvo las manos y las rodillas y lo agarró con las esposas de plástico que llevaba colgadas del cinturón. El perro volvió a agarrarlo. Ladraba lastimosa y nerviosamente y le mordió la pierna por un costado. Frølich lo apartó de un puñetazo, y el animal volvió a rodar por el suelo. Luego ató las manos del hombre con las esposas de plástico. Se levantó. Ahora le tocaba el turno al perro, que en ese momento partía disparado hacia donde estaba él. Lo agarró mientras saltaba y le aplastó con tal fuerza el hocico que el animal emitió un ahogado chillido y las patas traseras se le doblaron cuando pegó contra el suelo. Soltó a Frank y se arrastró con el rabo entre las patas bajo la mesa del salón.
Frank echó un vistazo al panorama general: el hombre estaba arrodillado en el suelo, con las manos atadas a la espalda. Lanzaba improperios, pero Frølich no prestaba atención. Se dio cuenta de que la chimenea estaba encendida. Del techo colgaba una enorme lámpara de araña. Por lo demás, la habitación se distinguía por sus muebles demasiado pesados y los cuadros que colgaban de las paredes.
«¿Por qué hago esto?».
Frank caminó con paso rápido hasta la puerta de entrada, que el hombre había dejado abierta, la cerró y le pasó el pestillo. Encontró la escalera que conducía a la primera planta y la subió de prisa. El eco del grito de Narvesen lo persiguió mientras subía. Frank sudaba. Entró en un estrecho pasillo. Abrió una puerta: un cuarto de baño. Una nueva puerta: el dormitorio. Otra puerta: el despacho. Cajones de escritorio, papeles. Cajones que se cerraban de golpe. Una risa enfermiza que le llegaba desde abajo. «No se ha ido, pero tampoco me seguirá hasta aquí. Aquí no encontraré nada». Frank volvió de prisa sobre sus pasos, bajó la escalera. La risa de Narvesen se acalló. Estaba sentado en el suelo. Su mirada, terca, algo triunfante, se deslizó furtivamente por el lado del policía. Frank siguió los ojos de Narvesen. Una puerta. Frank se dio la vuelta. Caminó hasta esa entrada. Narvesen empezó a rugir de nuevo, ahora con mayor intensidad, en un tono aún más desagradable.
Aquella puerta conducía al sótano. Frank bajó las escaleras. Era un sótano sin revocar, con paredes y techo de hormigón gris. Olía a humedad. Retumbaba el motor de un congelador. Frank siguió avanzando, pasó junto al congelador y atravesó otra puerta. Era la bodega. A lo largo de la pared había varios nichos empotrados en los que se alineaban varios cientos de botellas oscuras. Frank continuó y atravesó una segunda puerta. Allí estaba el cuarto de la caldera. Había un tanque de acero enorme que casi cubría una pared por entero. En la pared de enfrente había una moderna caldera de calefacción y tubos que salían en todas direcciones. Frank sudaba. Se enjugó la frente. Entonces escuchó una tenue música de violín y siguió el sonido. La caldera de la calefacción empezó a bramar. Se escuchó un estampido cuando el quemador encendió las llamas. Frank continuó caminando, atravesó la puerta baja del fondo y llegó a una habitación amueblada. Era pequeña y el mueble que resaltaba en ella era un diván de diseño italiano. Un equipo de música minimalista hacía sonar algo que recordaba a Mozart. Había un mueble bar y una botella medio llena de Camus VSOP, una única copa. Y delante de la silla, una caja fuerte. La puerta de la caja estaba abierta, y dentro había un cuadro. Frank Frølich se inclinó.
—¡No lo toque!
Frank se incorporó. La voz de Narvesen sonó alta y clara. Era como si despertara de un sueño. El policía se dio la vuelta.
Inge Narvesen estaba en el umbral de la puerta con las manos atadas a la espalda. Le sangraba la cara.
Frank Frølich agarró el cuadro.
—Déjelo ahí de nuevo.
—¿Porqué?
Ambos hombres se miraron fijamente.
—Es usted un don nadie —dijo Narvesen, hirviendo de rabia—. Cuando todo esto haya pasado, usted no será ya nada.
—Ya he oído decir que es usted vengativo —dijo Frølich—. Pero llega usted demasiado tarde. Dejó pasar su oportunidad cuando prendió fuego a mi cabaña. Ahora es mi turno.
Narvesen se apoyó contra la pared. Su rostro se sumergió en la sombra y sus ojos se transformaron en dos pequeñas rayas luminosas.
Frank Frølich echó un vistazo al cuadro. Era más grande de lo que él se había imaginado. El marco era ancho.
—Vayamos arriba —dijo, señalando a la escalera—. After you.
—Primero deje el cuadro en su sitio.
—Soy yo quien toma las decisiones aquí.
—¿Pero es que todavía no lo ha entendido? Usted no es nadie. Ni siquiera tiene trabajo. Mañana será despedido. Me ocuparé de que le echen. ¿Usted, policía? No me haga reír…
Frank Frølich parpadeó.
Narvesen se abalanzó sobre él tambaleándose y con actitud agresiva.
Frank Frølich parpadeó de nuevo. Vio cómo su mano salía disparada hacia adelante.
—¡Arriba!
Narvesen se tambaleó en dirección a la pared. Frank Frølich agarró la botella de coñac y la levantó en el aire. La actitud de Narvesen perdió todo viso de agresividad.
—¡Cuidado con el cuadro!
—¡Pues entonces, suba!
Narvesen subió las escaleras dando tumbos, con las manos a la espalda. Sus hombros golpeaban contra la pared y tenía que hacer un doble esfuerzo para no perder el equilibrio.
—¡Vamos, siga!
Ambos hombres se detuvieron cada uno a un lado de la chimenea. Frank Frølich tenía problemas para respirar con normalidad. Con el parpadeo, fue apartando la niebla que cubría su campo visual. Sostenía en las manos un trozo de madera. Era un marco dorado extremadamente ancho, alrededor de un motivo que mostraba a una mujer con un pañuelo en la cabeza que sostenía en sus manos a un niño pequeño y regordete. «Con que este es su aspecto». Frank se concentró en respirar, inhaló y exhaló el aire, una y otra vez, profundamente. La mirada de Narvesen, ahora, era alerta, temerosa. «No está seguro de cuan firme puedo ser». Frank Frølich escuchó su propia voz hueca diciendo desde muy lejos:
—No comprendo cómo esto pudo caber en la caja de seguridad de un banco.
—Se había desmontado el marco. Pero tenga cuidado, he vuelto a componerlo.
—Es una hermosa pintura, pero ¿en serio vale cinco millones?
—Cinco millones no es precio para un cuadro como ese. Hay coleccionistas que pagarían diez veces más para poseer algo como esto.
—¿Por qué?
Narvesen vaciló. Su mirada se dirigió primero al cuadro y luego a la puerta rota, luego se concentró de nuevo en el cuadro y, finalmente, en el rostro de Frølich.
«Respirar hondo, tomar y soltar aire». Entonces Narvesen dijo:
—Todo arte…
Narvesen volvió a torcer el gesto cuando Frølich alzó el cuadro hacia la luz.
—Siga.
—Todo arte puede conseguirse por muy poco dinero en determinado momento. Pero una vez ha transmitido al mundo su valor, el precio sube… Sin embargo, noto que me pongo nervioso cuando veo cómo lo sostiene. ¡Déjelo de una vez, por favor!
—Explíqueme lo que quiere decir.
Ahora era a Narvesen al que le costaba trabajo respirar, tenía los ojos clavados en el policía. Llevaba las manos atadas a la espalda.
—Para mí, como coleccionista que soy, el arte y el disfrute del arte no sólo son dos caras de una misma moneda, forman parte de la vida, una parte indivisible de mi ser. Mi manera de disfrutar el arte es tanto intelectual como emocional. No olvide que el arte es lenguaje a través de las imágenes, y ello nos permite entender el mundo que nos rodea, ese mundo que nos define como seres humanos…
—Etcétera, etcétera —lo interrumpió Frølich—. Pero ¿por qué precisamente este cuadro, un Bellini, la virgen con el niño?
La figura de Narvesen se tornó más clara. Frølich lo miró fijamente. Aquel hombre tenía la frente cubierta de perlas de sudor y carraspeó para estabilizar su voz.
—En 1420 sucedió algo con la pintura. Un arquitecto, llamado Alberti, publicó un libro sobre la perspectiva. Los Bellini fueron los primeros grandes. Giovanni Bellini fue quien mejor incorporó a la pintura y al arte ese disfrute del hombre de las dimensiones del mundo. Y no sólo fue uno de los primeros, sino también uno de los artistas más capaces de su época. Interpretó el mundo a través de un lenguaje con imágenes completamente nuevo. Creó, entre otras cosas, las condiciones y las bases de nuestra sensibilidad estética actual. Por eso esta pintura está entre las más maravillosas que puedo poseer como coleccionista. En este cuadro se concentra, en un solo boceto, lo más esencial. La vida y lo divino, el hijo del hombre y la madre de Dios. Jamás me canso de contemplar ese cuadro. Esta es mi Mona Lisa, Frølich.
—Una Mona Lisa que no le pertenece.
—Pero que poseo.
Frank Frølich alzó el cuadro.
—Que poseía.
Narvesen guardó silencio. Su mirada volvía a mostrar miedo.
—¿Cómo obtuvo este cuadro?
—Eso usted no llegará a saberlo jamás.
—¿Quién se lo vendió?
—No se moleste en preguntar. Ya le digo, no lo sabrá nunca.
—¿Y qué pretende hacer con un cuadro que jamás podrá exhibir? ¿Qué hace cuando se queda en su sala de masturbación y lo contempla en absoluta soledad? ¿Espera a que se marche su compañera para bajar con su secreto?
—¿Es que no lo entiende? ¿Jamás se ha visto obsesionado con algo?
—Sí, claro —respondió Frank Frølich.
«Huesos tubulares largos. El olor del humo. El dolor». Frank alzó la botella de coñac y bebió un trago de ella. Entonces sacó una navaja del bolsillo, cortó las esposas de plástico que llevaba Narvesen en las muñecas y guardó de nuevo la cuchilla.
Narvesen se frotó las muñecas y dijo:
—Dígame, sencillamente, lo que quiere. Tengo dinero suficiente.
—Eso lo tengo claro.
—Dígame un precio.
—Entiendo lo que ha dicho de las obsesiones —dijo Frank Frølich, y agarró a Narvesen por los pelos y tiró de ellos.
Narvesen cayó de rodillas y emitió un gemido.
—Pero no acepto que haya intentado quemarme vivo.
Frank lo soltó.
Narvesen se desplomó.
Frank Frølich echó mano de la botella de coñac, roció el cuadro con el líquido y arrojó la pintura a la chimenea. En seguida prendió. Fue explosivo. Transcurrieron dos segundos. Narvesen vio el cuadro arder. Luego transcurrió otro segundo. Entonces el hombre comprendió lo que había sucedido, pegó un grito y se arrojó tras la obra. Frank Frølich estiró una de sus piernas, de modo que Narvesen tropezó y cayó cuan largo era, y a continuación empezó a arrastrarse a cuatro patas hacia las llamas, apoyándose en las manos. Frølich lo apartó de un puntapié. El cuadro ardía soltando destellos. La pintura empezó a ampollarse y a reventar, el rostro del niño desapareció, devorado por las llamas. La madera crepitaba. Unas vigorosas llamaradas de color rojo y naranja empezaron a tragarse la figura femenina, le lamían el rostro. Narvesen lloriqueaba y siguió arrastrándose hacia la chimenea. El cuadro ardió. El motivo había sido devorado. Sólo las tallas del marco lo diferenciaban de un trozo de madera cualquiera. El perro, que se había mantenido agazapado bajo la mesa, se puso nervioso otra vez. Empezó a ladrar de nuevo, salió disparado hacia adelante y mordió a Narvesen en la pernera del pantalón. El hombre serpenteaba en dirección a la chimenea. Frølich sonrió con sarcasmo, lo dejó que se arrastrara y revolviera las llamas en busca de los restos. El acaudalado corredor de bolsa soplaba las llamas como un niño que intenta apagar las velas de su tarta de cumpleaños. Frølich lo observó durante un par de segundos. Lo mismo hizo el perro. El policía, incrédulo, hizo un gesto negativo con la cabeza. —Ahora ya estamos en paz— dijo Frank Frølich. —Y alégrese de que no le haya quemado a usted.
Era ya casi la una de la madrugada cuando Gunnarstranda cerró a sus espaldas la puerta del piso de Tove y bajó las escaleras. Había empezado a nevar. Una fina alfombra blanca, de pocos centímetros de grosor, yacía sobre la acera. El comisario caminó en dirección a la Sandakervei con intención de buscar un taxi. Reinaba el caos en la calle. Los coches frenaban y resbalaban. Un poco más abajo, una máquina quitanieves arrojaba luces de color naranja sobre las paredes. Gunnarstranda había puesto el móvil en el modo de silencio, pero sintió cómo el aparato vibraba en el bolsillo de su chaqueta.
Era Lystad, el de la Policía Criminal. Tenía noticias frescas. Habían encontrado un cadáver. El nombre: Vidar Bailo. Causa de la muerte: sobredosis. Lugar del hallazgo: el piso del propio Ballo, en Holmlia.
Gunnarstranda no se sentía en condiciones de hablar. No sabía tampoco qué decir. Entonces se detuvo en medio del frío de la noche sobre una acera de la avenida Sandakervei y se sintió como paralizado.
Lystad continuó:
—Un portero abrió la puerta a la fuerza, ya que algunos vecinos se habían quejado a causa del mal olor. Y eso explica también por qué no había abierto la puerta en los días anteriores.
Gunnarstranda vio un taxi pasar lentamente con la lucecilla del techo encendida.
—Está usted muy callado —dijo Lystad—. ¿Le he despertado?
—No, no, estoy en la calle, de regreso a casa. ¿Nadie sabe cuánto tiempo lleva muerto?
—Los patólogos de Medicina Forense podrán decirlo dentro de un par de días. Yo me he enterado por pura casualidad. Llamé a su madre en Kvenangen. El párroco la había informado ayer. Lo han clasificado como un caso típico de sobredosis, por lo que parece.
—Tal vez fui yo el último en verlo con vida —dijo Gunnarstranda con voz sombría.
—¿Iniciará alguna investigación?
—Eso, dicho con todo el rigor, lo tienen que decidir otras personas.
—De todos modos, es preciso verificar un par de hipótesis —dijo Lystad—. Tanto en mi caso como en el suyo, supongo.
—En eso tiene usted razón.
Pasó otro taxi.
—¿Qué le parece si lo hacemos juntos? —preguntó Lystad.
Gunnarstranda extendió la mano. El coche se detuvo. El conductor estiró la mano por encima del espaldar de su asiento y abrió la puerta trasera.
—Mañana, por ejemplo —dijo Lystad.
—¿Dónde está usted ahora? —preguntó Gunnarstranda mientras se acomodaba en el asiento del taxi.
—En la oficina.
—En diez minutos estoy ahí —dijo Gunnarstranda escuetamente. Entonces interrumpió la conversación y le hizo un gesto al taxista con la cabeza—. Al edificio de la Policía Criminal, en Bryn.