Frank Frølich se sentó tras el volante. Esperó a que Gunnarstranda subiera y arrancó el motor.
—Hay algo en toda esta situación que me resulta extremadamente familiar —dijo Frank al poner el coche en marcha.
—Lo único que tienes que hacer es mirar hacia adelante —dijo Gunnarstranda secamente—. Lo único positivo del pasado es que es pasado. Espero que puedas aprender que eso también vale para las mujeres.
Pasaron junto a los talleres de autobuses situados en el anillo Visen y luego, una vez salieron del túnel, doblaron en dirección al parque del castillo y la Fredriks Gate.
—Hoy, cuando iba camino del trabajo —dijo Frølich—, el tranvía tuvo que parar en el túnel. Había un hombre parado entre las vías.
Gunnarstranda miró a su compañero.
—Vaya, sí que ha pasado tiempo en realidad —dijo el comisario—. Has olvidado que no debemos ponernos a chacharear.
Frølich sonrió ligeramente.
—El tipo era un indio, un hombre ya maduro que sólo llevaba ropas de algodón, a pesar de que esta mañana hacía un frío de perros, con temperaturas, sin duda, por debajo de cero.
—Entonces, ¿estaría pasando frío, no?
—El tipo no se movía del sitio. Era bastante mayor, tenía una barba blanca y el pelo canoso. Sólo chapurreaba algo, no sabía una palabra de noruego. Pero luego apareció alguien en mi vagón que conocía su lengua y ayudó con la traducción. Pudimos averiguar que el hombre iba camino de su casa, en Calcuta, que se sentía horriblemente mal en Noruega, pasaba frío todo el tiempo y no tenía ningún amigo.
—Sí, no es el único.
—Pero aquel anciano había decidido irse a casa, a Calcuta. No sabía qué dirección tomar, pero sabía que era posible llegar con el tren hasta la India. Entonces pensó que si seguía el trayecto de las vías férreas, llegaría en algún momento a Calcuta. Lo que el hombre no sabía es que las vías en las que estaba no eran de un tren de larga distancia, sino de un metro. Hubiera podido pasarse el resto de su vida andando a lo largo de esas vías, pero jamás hubiera llegado más allá de Stovner —dijo Frølich, sonriendo.
—Vestli —dijo Gunnarstranda.
—¿Qué?
—La estación final de la línea Grorud se llama Vestli, no Stovner.
Frank Frølich dobló y se adentró en la Munkeldamsvei.
—Me alegra estar de regreso —murmuró y dobló de nuevo para aparcar detrás de la antigua estación ferroviaria del oeste.
Los dos policías bajaron del coche y caminaron en dirección a Vika Atrium.
Gunnarstranda se identificó en la recepción. Poco después fueron recibidos por una mujer de piel oscura de unos veinte y pocos años. Llevaba unas gafas gruesas y negras de diseño, lo que causaba la impresión de que eran las gafas las que llevaban puesta a la mujer, no al revés. La mujer caminó delante de ellos y los llevó hasta el departamento de Narvesen. El contraste era imponente. Las lisas paredes de cristal, con su decoración en acero de estilo purista, cobraban de repente un contrapeso en forma de marcos dorados profusamente ornamentados con pinturas oscuras. Frank Frølich se detuvo un par de segundos y miró a su alrededor. Era como entrar en un museo.
La joven mujer abrió una puerta y les indicó que esperasen en una pequeña sala de juntas. Luego hizo una breve inclinación y desapareció.
—Creo que Narvesen pretende marcar las distancias —dijo Frank Frølich.
—¿Opinas que debemos esperar?
—¿Acaso no es esa la clásica técnica de dominación? Creo que yo también la he usado un par de veces, y eso, si no me equivoco, lo aprendí de ti.
—Ya veremos cuánto estamos dispuestos a esperar —respondió Gunnarstranda—. Del mismo modo que hemos hecho este juego algunas veces, conocemos también un par de remedios para contrarrestarlo.
Sobre la mesa había un vaso de cartón vacío con una bolsita de té reseca. Gunnarstranda cogió el vaso.
—Primera ofensiva —murmuró—. El comisario de policía busca dónde tomar un café.
Con tal pretexto, Gunnarstranda salió de la sala de juntas y entró con desenfado en uno de los despachos sin antes tocar a la puerta. Frank Frølich pudo observar cómo la mujer que estaba allí sentada se sobresaltó. Hizo un gesto negativo con la cabeza, salió al recibidor y contempló las pinturas. Era arte antiguo en el que predominaban sobre todo las Marías y los angelotes con arco y flecha. Los motivos le hacían pensar en las obleas de su infancia.
De repente se dio cuenta de que Gunnarstranda estaba parado a su lado, con un vaso de cartón humeante en una mano.
—¿Estás viendo lo mismo que yo veo? —preguntó el comisario.
—¿Hum?
—Inge Narvesen está sentado ahí dentro y hace como si nosotros no existiéramos.
Frank Frølich dirigió los ojos hacia el lugar que le indicaba su jefe con la mirada: Efectivamente, Narvesen estaba sentado detrás de una de las puertas de cristal y, por lo visto, aún no había notado su presencia.
—¿Ya tienes tu café?
—Esta noche he soñado con el demonio —dijo Gunnarstranda, alzando el vaso—. Era un demonio pequeño y dulce que se chupaba el dedo pulgar. Recuerdo que pensé que no podía ser un demonio bueno. Parecía poco fiable.
—Yo no te voy a contar lo que soñé —dijo Frank Frølich.
En ese mismo instante, alguien le llamó la atención a Narvesen sobre la presencia de los dos policías. Primero el hombre se sobresaltó y vaciló unos instantes, pero luego se puso de pie y se acercó a través de la puerta de cristal.
—Por lo visto están ustedes otra vez en caliente —dijo Inge Narvesen fríamente con los ojos clavados en Frank Frølich.
—Tengo un par de preguntas que hacerle —dijo Gunnarstranda, dejando el vaso de café.
—Estoy ocupado.
—No nos tomará mucho tiempo.
—No obstante, estoy muy ocupado.
—Pues, en ese caso, la alternativa sería conseguir una orden judicial y citarlo para interrogarlo en la Jefatura de Policía. Eso significaría que nos marcharemos ahora sin hacer lo que veníamos a hacer, pero que usted tenga que acudir luego al interrogatorio cuando a mí me convenga y permanecer todo el tiempo que yo estime conveniente. Usted elige.
Narvesen arrojó una irritada e impaciente mirada a su reloj de pulsera.
—¿Qué quieren saber?
—El dinero que usted ha recibido por transferencia después de que arrestáramos a Jim Rognstad, ¿es la cantidad que usted echó en falta tras el robo de 1998?
—Sí. La suma es exacta.
—¿No había en esa caja fuerte otros objetos que fueran sustraídos de su dormitorio en 1998?
—Absolutamente nada.
—¿Está usted dispuesto a firmar esa declaración?
—Eso ya lo hice entonces, pero lo haría gustosamente otra vez. El caso ha sido esclarecido, y me siento feliz y satisfecho.
—¿Conocía el nombre de Jim Rognstad de antes?
—Jamás lo había escuchado.
—La razón por la que se ha iniciado un proceso contra Jim Rognstad hace unos pocos días es un indicio que vincula su nombre con un robo en un contenedor de carga en el puerto de Oslo y el asesinato de un vigilante nocturno.
—¿Ah, sí?
—En este sentido, será necesario verificar si podemos vincular a otros sospechosos con Rognstad.
Narvesen asintió con gesto impaciente.
—Vidar Bailo. ¿Le suena ese nombre?
—No.
—¿Y Merethe Sandmo?
—No.
—¿Jonny Faremo?
—No.
—¿Está seguro?
—Absolutamente. ¿Algo más?
—Una pregunta.
—Dígame.
—El hecho de que se llevaran la caja fuerte de su propia casa y no robaran nada más hace pensar en un robo con un objetivo muy preciso. ¿Ha pensado alguna vez en eso?
—No.
—Usted estaba en el extranjero, de vacaciones, cuando ocurrió el robo. Eso significa que los ladrones, probablemente, supieran que no había nadie en su casa. ¿Jamás se le ocurrió la idea de que alguien pudo pasarles esa información a los atracadores?
—No. Suelo dejar en manos de la policía la labor de plantear tales hipótesis.
—Pero si las cosas fueron así, eso significa, forzosamente, que tiene usted un empleado infiel. ¿No debería preocupar eso a un hombre como usted?
—Me preocuparía si yo tuviera motivos para creer una hipótesis de esa índole. Pero no los tengo. Desde 1998 hasta la fecha no se ha producido ningún otro robo en mi casa o mi oficina. Ergo, como suelen decir los detectives, no tengo ningún empleado infiel. ¿Queda usted satisfecho? Y ahora, si les parece, ¿podrían disculparme?
Sin esperar la respuesta de los policías, Narvesen pasó por su lado y caminó por el pasillo.
Frank Frølich lo retuvo por el brazo.
Narvesen se detuvo y miró con expresión malhumorada la mano de Frølich.
—¿Estuvo usted hace poco en Hemsedal? —preguntó Frølich.
—¿Tendría usted la amabilidad de soltarme?
Frank Frølich lo soltó.
—Responda, ¿sí o no?
Narvesen no respondió, sino que se dirigió a una puerta situada al fondo del pasillo.
—Tal vez debería preguntarle a Emilie, ¿no le parece? —gritó Frank Frølich.
No obtuvo respuesta.
—¿Recuerdas lo que te dije acerca de aquella historia del chantaje? —preguntó Gunnarstranda.
—¿La del viejo capitán que pretendía ir a la prensa si Narvesen no pagaba?
Gunnarstranda asintió.
—Pues bien, he intentado encontrar a ese capitán. Por lo visto, le cayeron encima tres años y estuvo dos de ellos en Bastoy.
—¿Y qué más?
—Está muerto —continuó Gunnarstranda—. Fue asesinado el mismo día que salió de la cárcel, en un bar, durante una pelea. Lo mató la puñalada de un hombre desconocido.
—Narvesen no está del todo limpio —dijo Frølich.
—Nadie puede afirmar que Narvesen esté detrás de toda esa historia, del mismo modo que tú no puedes afirmar que fue él quien prendió fuego a tu cabaña.
—Claro que puedo, fue él.
—¿Y cómo lo sabes?
—Sencillamente lo sé.
Gunnarstranda lo miró con expresión de duda.
—Si estás tan seguro de que fue Narvesen, entonces tienes la responsabilidad de averiguar el porqué antes de que lo acuses de algo.
Cuando estuvieron fuera de nuevo, en medio de aquella fría mañana, Frank Frølich se detuvo de repente.
—¿Qué pasa? —preguntó Gunnarstranda.
—Ese hombre sobrepasó el límite al encerrarme y prender fuego a la cabaña.
Durante un rato se mantuvieron allí, de pie, contemplando los coches que pasaban a toda velocidad.
—Tranquilo —dijo Gunnarstranda, poniéndose otra vez en movimiento—. Ya pillaremos a ese Narvesen. Confía en mí.
—¿Crees que las cosas pintan como para eso?
—Hasta ahí confío en mi instinto. Y hay que contar además con la intervención del Departamento de Delitos Económicos y de Sorlie Seso de Gallina.