Capítulo 14

Estaban en la cama. La luz titilante de la vela arrojaba sombras enormes sobre la pared. Ella estaba a cuatro patas, con la mejilla izquierda apoyada sobre la almohada. Un exuberante pelo negro. El se tumbó de espaldas y continuó, una y otra vez. El cuerpo de Elisabeth tembló cuando tuvo el orgasmo, pero él hizo como si no se diera cuenta. El quería destrozarla, aplastarla con su vientre, ser duro con ella, implacable, embestida tras embestida. Cuando ella tuvo su segundo orgasmo, él sintió el principio de un grito que subía desde algún envoltorio en la barriga. Ella lo notó de inmediato, abrió los ojos como si despertara a otra realidad y cubrió la boca de él con la suya, buscando aquel sonido, mientras rodeaba el nacimiento de su pene y se aferraba a él. El sonido no se hizo esperar, aquel amago de grito se convirtió en una convulsión temblorosa que echaba raíces en los dedos de los pies, que iba devorando los cuerpos, sometiendo todos sus músculos en las pantorrillas y los muslos, en la espalda y en la barriga, pero que era manejado desde la base, la fuente ubicada en su mano, desde donde ella desató aquel bramido que salió a través de sus vías respiratorias en dirección a la boca, donde ella lo esperaba, con su boca y sus labios, para absorber con avidez aquel bramido en sí misma. Aunque ella estaba debajo de él, era ella la que cabalgaba. Cabalgaba llena de frenesí, lo hacía con toda su rabia, hasta que él se quedó totalmente quieto entre sus piernas. Entonces ella tuvo su tercer orgasmo: un temblor despectivo del bajo vientre, llevado a una atontada expresión de triunfo, como una jinete al final de la carrera cuando hace girar al desenfrenado semental y lo coloca hacia el sol a fin de confirmar que la labor está hecha.

Frank Frølich abrió los ojos. Las sombras de la pared habían desaparecido. Había sido un sueño. No obstante, podía percibir el olor de ella: olor a perfume, a sudor, a hembra. Frank encendió la luz. Estaba solo. En pocas horas tendría que ir al trabajo de nuevo. Y el único rastro de Elisabeth era aquel cabello solitario metido dentro del libro que estaba en la mesilla de noche. Frank apagó de nuevo la luz, apoyó la cabeza otra vez en la almohada y se puso a contemplar la oscuridad con los ojos muy abiertos, al tiempo que pensaba: «¿Por qué estaba tan furioso?».

Hubo un júbilo contenido en el corredor cuando abrió su oficina a las ocho de la mañana. Emil Yttergjerde hizo una profunda reverencia y Lena Stigersand dijo:

—Tienes un aspecto de mierda… Perdona, no quise decir eso.

Frank Frølich se sobó la cara:

—He pasado unos días duros.

—Bueno —dijo Lena Stigersand—. Hoy está permitido violar el primer mandamiento del feminismo, así que, Frank, bienvenido a casa, ¿te traigo un café?

En ese momento, Gunnarstranda asomó la cabeza por la puerta, carraspeó y dijo:

—Frølich, tengo que hablar contigo.

Cuando estuvieron solos, Gunnarstranda le dijo:

—He tenido una conversación con el jefe de policía y con cierto abogado, y hemos estado de acuerdo en apostar por la relación entre Jim Rognstad y el asesinato en Loenga. Con ello, el vigilante asesinado es nuestro único caso. De lo de Elisabeth Faremo se ocupará la Policía Criminal, y también de lo de Jonny Faremo. Y ellos no quieren tener nada que ver con nosotros, al menos por el momento. El jefe de la policía recomendará que se haga una investigación conjunta, entonces ya veremos. Pero hasta entonces nos ocuparemos exclusivamente del asesinato de Arnfinn Haga. ¿Comprendido?

Frank Frølich asintió.

—Para nosotros, y en especial para ti, Reidun Vestli, su cabaña y los restos de huesos en el sitio del incendio son algo secundario, y sólo serán de interés si damos con alguna prueba de que fueron Rognstad o Bailo los que golpearon a Reidun Vestli y/o incendiaron la cabaña. El caso de Elisabeth Faremo (si es que puede hablarse de caso), sigue estando en manos de la Policía Criminal.

—El día que la cabaña ardió, alguien vio a Merethe Sandmo en Fagernes —dijo Frank Frølich.

—Los casos de Elisabeth y de Jonny Faremo son cosa de la Policía Criminal —repitió Gunnarstranda lentamente y con énfasis.

Frølich no respondió.

Ambos hombres se miraron en silencio.

Finalmente, fue Gunnarstranda el que rompió el mutismo:

—El allanamiento con robo en la casa de Inge Narvesen ya ha sido esclarecido. No es un caso nuestro, jamás lo fue.

—Esa mujer cenó en el hotel en compañía de un hombre.

—Lo sé —bramó Gunnarstranda, enfadado—. Pero ese no es nuestro caso. ¿Prefieres que te mande a casa de nuevo, dos minutos después de haberte reincorporado?

Ambos policías se miraron con desconfianza.

—El hecho de que tuvieras una relación con Elisabeth Faremo te ha hecho adoptar una actitud bastante parcial en las investigaciones por el asesinato en Loenga, por lo menos mientras ella vivía. Algunos afirman que sigues siendo parcial. Muchos, incluido yo, creen que pareces demasiado comprometido e involucrado en este conjunto de casos. La conclusión es que no te está permitido dar ningún paso por tu cuenta en esta investigación. A partir de ahora serás mi chico de los recados, ni más ni menos.

Frank Frølich no respondió.

—Pero cuando empecemos a ahondar en lo que vincula a Rognstad con el asesinato de Arnfinn Haga, no podemos andarnos con remilgos —dijo Gunnarstranda—. Tenemos que ponernos a trabajar, a interrogar a testigos, y para eso nos concentraremos en los sospechosos que tenemos.

—Puede que haya sido Rognstad el que cenó allí con Merethe Sandmo.

Gunnarstranda soltó un profundo suspiro.

—No sé por qué tengo la sensación de que ha sido un error pedirte que te presentaras hoy a trabajar.

Frank Frølich dijo:

—Estuve ayer allí, en el lugar del incendio, quería verlo con mis propios ojos. En Fagernes me encontré con Arándano, con Ramstad…

—Lo sé, me ha estado enviando correos electrónicos, faxes y no sé cuántas cosas más. Y ahora abre bien las orejas —dijo Gunnarstranda, y añadió chillando—: ¡Sí, ya sé que Merethe Sandmo cenó en Fagernes con un hombre desconocido, pero el maldito caso no es nuestro!

—De Fagernes me fui hasta mi propia cabaña en Hemsedal. Y allí alguien intentó prenderle fuego a mi casa mientras yo estaba en la sauna.

Gunnarstranda tomó asiento.

Frank Frølich sacó su móvil y bajó las fotografías que había tomado. Se puso de pie.

—Mira esto —dijo—. ¿Acaso estos tablones chamuscados son suficiente prueba para ti?

Gunnarstranda tomó aire dificultosamente y tosió. —Cuéntame— dijo con voz ahogada.

Diez minutos después, Lena Stigersand trajo el café que le había prometido a Frølich. En seguida se dio cuenta del ambiente que reinaba allí dentro y entró de puntillas.

—¿Molesto?

Ninguno de los dos hombres dijo nada.

—Bueno, parece que sí —dijo Lena Stigersand y volvió a salir.

Gunnarstranda esperó hasta que su compañera hubiera cerrado la puerta y dijo:

—Sigue contándome.

—De Fagernes me fui hasta Hemsedal con el coche, y allí alguien intentó que me achicharrara en la sauna.

—Alguien te siguió.

—Eso parece obvio.

—¿Durante todo el camino desde Oslo?

—O bien desde Oslo, o desde Fagernes.

—¿Pudo alguien pegársete a los talones durante todo ese largo trayecto sin que tú te dieras cuenta?

—Todo es posible. Además, tenía otras cosas en la cabeza. Estaba concentrado únicamente en el lugar del incendio y en ella. Ni siquiera miré por el retrovisor.

—Pero ¿por qué alguien iba a intentar quemarte vivo?

—No tengo ni idea. No entiendo el móvil.

—Desde hace treinta años investigo casos de asesinato, y los móviles para asesinar a alguien pocas veces encajan en la categoría de lo racional.

—Pero algún motivo tiene que tener esa persona. O bien es venganza o, sencillamente, alguien pretende pararme los pies.

—¿Pararte los pies? ¿En qué?

—Bueno, esa es una buena pregunta. La venganza, en cualquier caso, es algo sacado de la manga, pura invención.

—¿Crees que pudieron ser Bailo o Merethe Sandmo?

—¿Y qué ganan ellos con liquidarme? A fin de cuentas tú estás investigando el caso de Arnfinn Haga.

—Viste al hombre de la motocicleta, el que te atacó. Tal vez alguien quiera cerrarte el pico para siempre.

—Pero es que el de la moto era Rognstad. Y él ahora está en chirona por otra historia. El caso está cerrado. Además, si lo que pretendían hacer con el ataque de la moto era mandarme al otro barrio, el tipo hubiera podido terminar el trabajo de inmediato. Sencillamente, no se me quita de la cabeza la manera poco profesional con que lo han hecho todo: trozos de vigas oxidados, fragmentos de material aislante y cartón de techo húmedo embadurnado con petróleo.

—Sí, está bien, pero ¿qué otras alternativas tenemos?

—Sé de alguien que está bastante insatisfecho con mis actividades.

—¿Quién?

—Inge Narvesen.

Frølich y Gunnarstranda se miraron por un instante directamente a los ojos, con una expresión de duda en las comisuras.

—Y en este caso, sí que encaja el estilo de aficionado de todo esto —dijo Frølich.

—Bueno, de todas formas, ya pretendía intercambiar algunas palabras con Narvesen —dijo Gunnarstranda con tono pensativo—. Y tú también puedes venir.