Capítulo 12

Frank durmió mal y estaba cansado cuando el despertador sonó. En su cabeza sólo había un pensamiento: «Tengo que sacarme del cuerpo esa cabaña ardiendo. Tengo que viajar hasta allí y verla con mis propios ojos». Partió bien temprano, antes de las siete, y estaba en Steinshogda antes de las ocho. Condujo a lo largo del camino que llevaba a Honefoss, siempre cerca del límite de velocidad, y sólo al llegar al lago Leira y al valle de Benga empezó a pisar el acelerador. Chris Rea cantaba y tocaba The Road to Hell. «Una ironía», pensó Frank, al tiempo que subía el volumen. Los valles noruegos estaban bajo la sombra del invierno. El sol brillaba en las cumbres de las montañas. En Bengadalen, las crestas de las montañas descollaban como astas de banderas a ambos lados de la carretera. Frank intentó imaginarse el rostro de Elisabeth, su cuerpo, pero lo único que le venía a la mente eran aquellas palabras: «Huesos largos tubulares». Alguien había prendido fuego a la cabaña y la había quemado. Alguien había estado allí en la oscuridad, viendo cómo el fuego devoraba las planchas de madera, alguien levantó un brazo para protegerse de aquella pared de fuego, había escuchado explotar los cristales de las ventanas en un crescendo de alaridos de llamas y crepitantes explosiones de incontables fibras que se rompían en los tablones cuando eran devorados por el fuego. Alguien había estado allí, respirando con la boca abierta para no percibir el olor de la carne quemada, el humo negro amarillento del cartón del techo quemándose, los libros, los tejidos, las lámparas de parafina que explotan, las duchas de fuego concentrado que escupen otras llamas, las cuales, a su vez, devoran los edredones, los enseres de la cocina, el depósito de leña en su cobertizo, llamas que hacen derretirse la tapa de un váter ecológico, antes de encender otros utensilios de la cabaña y una única vela volcada. Piel carbonizada, carne que se derrite, que atrapa el fuego, pelos que se encienden con un breve y seco sonido, casi imperceptible.

Frank sudaba. Sus manos, aferradas al volante, estaban completamente blancas, y tuvo que detener el coche y bajarse. Frenó junto a una parada de autobús, se bajó del coche y cogió aire, jadeando, como si hubiera caminado varios kilómetros con una carga sobre la espalda. «¿Qué pasa, qué demonios está pasando conmigo?».

Tenía que ir hasta allí, visitar el lugar del incendio. Quería verlo todo con sus propios ojos. Estaba de pie, apoyado en el techo del coche como un prisionero en una película americana. Lo mejor hubiera sido vomitar, pero tenía el estómago vacío. Un coche pasó por la carretera, dos ojos lo miraron con desconcierto y le hicieron enderezar la espalda y tomar aire.

Al cabo de un rato, cuando estuvo otra vez en condiciones de respirar con normalidad, subió de nuevo al coche y continuó. En esta ocasión ahogó su melancolía con rock latino: Maná, «Unplugged», la dosis justa de arpegios de guitarra, la dosis justa de emociones. Y puesto que no sabía español, era absolutamente imposible comprender de qué hablaban aquellas canciones. Frank entró a la plaza del Mercado de Fagernes antes de que dieran las doce. Tenía hambre, pero no conseguía sosegarse. Se compró algo de fruta en un gran quiosco y continuó a toda prisa. La oscuridad de diciembre se anunciaba ya. Habría luz, como máximo, hasta las tres y media de la tarde.

Frank continuó conduciendo en dirección al norte, esta vez acompañado de Johnny Cash, «The Man Comes Around», con intensos arpegios de guitarra. Fue como una vacuna de vitaminas. Cada verso lo hacía más fuerte. Frank dobló en dirección a Vestre Slidre y entró por la Panoramavei rumbo a Vaset. La nieve en las cumbres montañosas más altas cobraba poco a poco un color invernal azulado. A ambos lados de la carretera descollaban los abedules, desnudos hacia el cielo. Llegó a Vaset. Aún no había alcanzado del todo la frontera de árboles. Condujo hasta la zona de cabañas y dejó rodar el coche lentamente por entre las casitas, en dirección al lugar del incendio.

Una chimenea de unos cinco metros de altura se elevaba como un obelisco clavado sobre aquel montón de restos carbonizados.

«Aquí te ocultaste, y aquí vinieron a buscarte. Desde aquí pediste auxilio».

El lugar del incendio estaba rodeado de cintas policiales de color rojo y blanco. Se percibía un olor ácido a hollín y a humo helado. Frank miró a su alrededor. No había vistas. La cabaña estaba situada en una especie de hondonada. Las demás cabañas no estaban a más de veinte o treinta metros de distancia. Ahora la visibilidad estaba bloqueada a causa de una impenetrable madeja de abedules torcidos que destacaba en el cielo como un chamuscado y espinoso alfiletero. Frank pisó las cenizas. Su pie chocó contra un tiznado cubo de colores que salió rodando y se detuvo más allá. Alrededor del cubo había algunos muelles carbonizados. «Aquí, justo aquí, había una cama».

Frank sintió ganas de vomitar y se retiró.

Durante un rato contempló aquel montón de cenizas negro y de repente sintió que estaba harto de todo aquello: de la violencia, de los incendios, de la muerte.

Se dio la vuelta, caminó hasta el coche y partió. Tenía su propia cabaña. Podía ir hasta allí.

Se sentía mucho más tranquilo mientras recorría el breve trecho de regreso hasta Fagernes. Allí se detuvo para repostar. Cuando ya tenía la pistola de gasolina en la mano, alguien gritó su nombre. Frank Frølich se dio la vuelta y, en un primer momento, no reconoció al hombre. Pero luego lo recordó, cara roja como fuego, cabello rojizo y una dignidad sacerdotal: era Arándano, o Per-Ole Ramstad, que era su nombre oficial.

—Per-Ole —exclamó Frank. El hombre ya pretendía dirigirse a la caja y le hizo señas para que se acercara. Frølich también le hizo una seña indicándole que sólo terminaría de repostar.

Él y Per-Ole, alias Arándano, habían ido juntos a la academia de policía. El apodo le venía por su pelo rojo y sus mejillas rojas como tomates. Per-Ole trabajaba en la comisaría de policía de Aurdal Norte. Era un alma firme en un cuerpo firme, una especie de Pat el Cartero en versión policía, alguien que lo sabía todo acerca de su ámbito de trabajo y les deseaba lo mejor a todos. Frølich sacudió las últimas gotas del grifo de la gasolina, cerró la tapa del tanque, se escudó contra posibles preguntas que fueran dolorosas y fue a pagar.

—He oído decir que has tenido algunos problemas serios —dijo Per-Ole tras la cháchara inicial.

—¿A qué te refieres? —preguntó Frank Frølich al tiempo que metía el cambio en el bolsillo.

—Me dijeron que estabas con la mujer que perdió la vida en el incendio de la cabaña de Vaset.

—¿Y qué más te han dicho?

Per-Ole sonrió.

—He oído hablar de unas vacaciones imprevistas, de un asesinato a un vigilante, una absolución poco oportuna y todas esas cosas. Pero, aparte de eso, ¿estás bien?

La mirada de Per-Ole tenía cierto matiz de preocupación y de sincera solidaridad. Frank Frølich respiró con dificultad.

—¿En realidad, parezco tener todos esos problemas?

—A decir verdad, pareces necesitar vacaciones de estas vacaciones, Frank.

—Eso es cierto. Y eso es así a pesar de que llevo casi dos semanas intentando descansar.

—¿Y ahora? ¿Has estado ahí arriba? —dijo Per-Ole, haciendo un gesto con la cabeza en esa dirección—. ¿En el lugar del incendio?

Frølich asintió.

Ambos intercambiaron miradas muy elocuentes.

—¿Puedo revelarte un secreto? —preguntó Per-Ole—. Acabo de obtener una declaración que, en cualquier caso, puede interesar a tu jefe. ¿Conoces a una mujer llamada Merethe Sandmo?

Frølich asintió de nuevo.

—Lo suponía. Acaban de preguntarnos al respecto desde Oslo. Esa mujer, la tal Sandmo, fue vista aquí, en Fagernes, el mismo día en que se quemó la cabaña.

—¿Estás totalmente seguro?

—Totalmente seguro —respondió Per-Ole con voz pausada—. Estaba en un restaurante. Pero en realidad no puedo decirte mucho más.

—¿Estaba sola?

Per-Ole negó con la cabeza.

—Cenó en el hotel con un hombre.

—¿Se hospedaron en el hotel?

—No.

—¿Y quién era el hombre?

—Todavía no se sabe, pero tu jefe, de cuyo nombre ahora no me acuerdo, ese tipo acalorado con los pelos peinados por encima de la calva, nos ha enviado por fax un montón de fotografías.

Ambos se miraron otra vez a los ojos con expresión seria.

—Podrías quedarte un par de días —le propuso Per-Ole—. Podríamos viajar a las montañas, pescar en Vaekkers, ya sabes, pescar unos salvelinos bien gordos, ahumarlos y comerlos, acompañados de aguardiente. No existe en este mundo nada mejor para cargar las pilas.

—Suena tentador, Per-Ole, pero…

—¿Pero?

—Tengo que echarle un vistazo a mi propia cabaña. Precisamente voy hacia allí. Está en Hemsedal. —Frølich pudo leer en la mirada de Per-Ole que su colega lo estaba calando. Pero Per-Ole era un buen tío, por eso no dijo nada más—. La próxima vez será —continuó Frank Frølich. No estaba en condiciones de mostrarse sociable—. Creo que ha sido demasiado para una vez, me refiero a ver el sitio del incendio.

Estaba ya oscuro cuando Frank empezó a subir el camino de montaña que lo conduciría hasta la cabaña de su familia. Los conos de luz acariciaban a ambos lados del camino las paredes de abetos rojos y le causaban una impresión como si todo el universo no fuera más que un largo y estrecho camino envuelto por paredes de abetos. Sin embargo, en este lugar había algunas casas y granjas dispersas, había fauna salvaje y aves. «Tal vez mi problema sea que observo este caso como un chófer que cree que la realidad se limita a los objetos que iluminan los faros de su coche. ¿Será, tal vez, que debería cambiar la perspectiva, adoptar otro punto de vista?».

En la cabaña, como de costumbre, hacía más frío que fuera. Frank abrió todas las puertas y ventanas a fin de crear corriente, la suficiente para cambiar el aire frío. Mientras tanto, fue hasta el pozo para traer agua fresca. Bueno, a lo que llamaban pozo. Era un manantial que había sido convertido en un pozo. El y su padre habían sacado la turba y la tierra y cavado un hueco, de modo que el agua de la superficie se acumulara en él, después de filtrarse a través de una pared de arena purifica dora. Luego habían hecho un anillo de cemento que le habían comprado a un campesino abajo, en el pueblo. Con ello habían creado un pozo de un metro y medio de profundidad.

Un pozo que jamás se secaba y que, además, se mantenía siempre más tiempo despejado de hielo que los alrededores. Como tapa del murito de cemento habían hecho una de pizarra, le habían montado unas charnelas y fundido una manija. De ese modo, sólo había que apartar la piedra y dejar caer el cubo en aquellas aguas oscuras. Era un agua transparente, llena de minerales y de sabor.

Como siempre, Frank calmó primero su sed antes de regresar a la cabaña con el cubo lleno.

Una vez allí, cerró las puertas y las ventanas y encendió la vieja estufa de leña. Tardaría su tiempo para que la enorme habitación, con su alto puntal, se caldeara como era debido. Por eso salió al porche y abrió la sauna. La estufa de leña haría que en una hora la sauna estuviese hirviendo. Frank fue a buscar un par de ramas de abedul, les arrancó la corteza y las utilizó para avivar el fuego. Cuando las llamas empezaron a saltar hacia lo alto, puso la rama entera y contempló cómo el fuego aumentaba, antes de cerrar la puertecilla de la estufa. Ahora sólo cabía esperar. El policía salió al porche y se puso a contemplar el lago que estaba abajo, que todavía no se había congelado. Frank sacó del cobertizo su caña de pescar, un par de linternas y un cuchillo de excursionista. Luego se dirigió con paso lento hasta el agua a fin de matar el tiempo. La luna colgaba del cielo como una blanca lámpara de papel de arroz. Los abedules ya habían perdido todas sus hojas. La luna se reflejaba sobre la negra superficie del lago, del que se elevaba el vaho del frío. Probablemente el agua estuviera demasiado fría como para capturar peces. Hasta las hojas de los nenúfares habían empezado a prepararse para el invierno. Frank lanzó un par de veces el sedal, el carrete traqueteó y la plomada provocó unas ondas en el agua, como si se tratara de una trucha que saliera a toda prisa a la superficie. Pero nada picó. De todos modos, no importaba. Frank continuó lanzando el cebo. El agua estaba fría y los peces debían de haberse refugiado en las profundidades.

Frank dejó caer la plomada hasta que el sedal se depositó sobre el agua formando unas ondas aisladas, antes de recoger de nuevo, lentamente. Era su plomada preferida, con su plumilla roja y las manchas también de color rojo. Frank hizo girar la manivela, elevó la cuerda, lanzó de nuevo, dejó hundir la plomada, volvió a accionar la manivela, y entonces algo picó. El fuerte tirón en la cuerda era inconfundible. Era una trucha. Nadaba llevándose su botín, y Frank la dejó hacer. El sedal cortó la superficie del agua creando una forma en zigzag, antes de que el policía pusiera el tope al carrete y recogiera la cuerda. Ahora el pez estaba atrapado. Tal vez pesara medio kilo, el tamaño perfecto para freírlo en la sartén.

El pez tomó una decisión y nadó en dirección a la orilla. Frølich lo dejó nadar y fue recogiendo la cuerda hasta que se produjo el siguiente tirón. Medio minuto después, trajo la presa a tierra. La trucha daba coletazos frenéticos, saltaba y pegaba brincos y saltó hacia unos arbustos de enebro. Frank la cogió con ambas manos, la sostuvo. Se había tragado todo el cebo. Luego le partió el cuello con un rápido movimiento y sopesó al animal en la mano. Entonces alzó los ojos hacia la luna y notó de repente que esta se había apartado demasiado —por lo menos para esa época del año— y que él no había pensado en nada más, sólo sentía la alegría de estar allí, en lo oscuro, a orillas del lago.

Frank regresó a la cabaña y pensó que tal vez ya la sauna estuviera lo suficientemente caldeada. Sin embargo, el termómetro de la pared sólo señalaba sesenta grados. Puso otras ramas de abedul seco y algo de abeto rojo. El abeto seco ardía como la paja, lo hacía rápido y con fuerza, con llamas que avivarían el fuego rápidamente. Luego bajó de nuevo hasta el pozo para traer agua y hervirla sobre las piedras en la estufa de la sauna. A continuación, cuando miró al cielo, este estaba cubierto de nubes. Frank, de pie en el porche, bebió unos sorbos de una botella de whisky Upper Ten, Cuando el vapor de la sauna alcanzó los ochenta grados, cayeron las primeras gotas de lluvia.

Frank Frølich se desvistió y se tumbó desnudo en el banco. El sudor empezó a brotar. Pensó en Elisabeth, en sus manos, que habían recorrido su cuerpo como ardillas nerviosas. Vertió agua sobre las piedras. Se produjo un siseo y el vapor empezó a pegarse a su piel como un dolor quemante. No obstante, se obligó a permanecer quieto. A través de la ventanilla de cristal contemplaba las llamas de la estufa de la sauna y pensaba en aquellas otras llamas saliendo de unos huesos tubulares largos. Pronto no podría soportar el calor. Frank se sentó. El termómetro indicaba casi noventa grados cuando abrió la puerta y se sentó desnudo bajo la lluvia, sobre el tocón de un árbol. Esa era una de las alegrías complementarias de utilizar la sauna, dejarse lavar luego por la lluvia, que estaba a tan sólo uno o dos grados de convertirse en nieve, y al mismo tiempo sentir todavía el mismo calor que dentro. La lluvia y el sudor se convertían en la misma materia. Estaba empapado por la lluvia, pero cuando se pasó la lengua por el brazo, sintió un sabor salado. Las gotas caían por su cuerpo, sobre la barriga, los muslos, y luego lo abandonaban y se depositaban a descansar sobre las hojas de los arándanos. Pero entonces una ráfaga de viento acarició su cuerpo, una nueva forma de bienestar que hacía descender un poco la temperatura, lo suficiente para ponerse de pie y caminar hasta el agua. Entonces se dejó caer suavemente en la helada agua del bosque y nadó durante un par de segundos entre los nenúfares, atrapado en una blanca red de ondas. Enfriado y temblando, regresó descalzo hasta la cabaña, entró en la sauna y en aquel calor abrasador, se tumbó sobre el banco y, como siempre, empezó a planificar lo que haría de cenar: asaría la trucha con un poco de sal y pimienta, le añadiría algunos de los champiñones que había traído y le pondría a todo un poco de nata, luego alguna seta o una botella de vino blanco de la bodega, situada bajo el suelo. Tumbado en el banco, pensó de nuevo en Elisabeth. Tenía que haberla traído aquí, mostrarle todas las cosas que hacían que fuera como era. Esto era un fragmento de sí mismo, algo que añoraba a veces y a lo que acudía con intervalos regulares a fin de aplacar esa añoranza.

De nuevo estaba bañado en sudor. Su cuerpo estaba casi en las últimas cuando escuchó un ruido en el porche. Frank levantó la cabeza y se puso a la escucha. Posiblemente algo hubiera caído. Aunque, a decir verdad, allí no había nada que pudiera caerse. ¿O sí? Bueno, estaban la caña de pescar, la media botella de Upper Ten. Frank Frølich se levantó y se dispuso a empujar la puerta de la sauna, pero esta no quiso abrirse. Empujó con más fuerza. La puerta permaneció cerrada. Entonces escuchó otra vez aquel ruido. Era un ruido de pasos. Frank se sentó en el banco. Estaba desnudo, abrasado por el calor, chorreando sudor. Dentro hacía unos noventa y ocho grados. Fuera predominaban el aire fresco, el frío, y allí estaban también las llaves del coche, la ropa, el dinero. Y una persona desconocida había cerrado la puerta por fuera. «¿Qué está pasando aquí?». Frank se incorporó y empujó fuertemente la puerta con el hombro, pero esta no se movió.

Estaba bloqueada.

«Alguien me ha encerrado aquí. Pero ¿cómo?».

Frank volvió a enfrentarse a la puerta, pero esta ni se inmutó. Entonces alzó la vista hasta la pequeña ventana de la pared, que tendría unos quince por treinta centímetros. Imposible. «¡No puedo más!». El policía lanzó todo el peso de su cuerpo contra la puerta, pero esta no se movió. Entonces empezó a oler algo extraño: «¡Humo!».

Miró a través de la pequeña ventana. Estaba clarísimo. Unas llamas lamían las paredes y se deslizaban hacia arriba. «¡Pretenden que me achicharre aquí dentro!». El sudor le quemaba en los ojos. La puerta amarilla vibraba en su campo visual. Frank arremetió contra ella. Nada sucedió. A través de la rendija del suelo se filtraba un humo gris amarillento. Las planchas de madera del suelo estaban ahora más calientes que hacía dos minutos. Le quemaban las plantas de los pies. «Huesos tubulares largos». Vio ante sí el titular de los periódicos: «Hombre muerto en el incendio de una cabaña». Frank tomó impulso de nuevo y se lanzó contra la puerta con todas sus fuerzas. Le dolió todo el hombro, pero el marco de la puerta crujió. «Aquí estoy yo —pensó—. Es mi maldita cabaña. ¡Y esta no se va a quemar, maldita sea!». Frank volvió a lanzarse contra la puerta. El humo le hirió la nariz y los ojos. Ya no veía nada, se tambaleó y cayó sobre la estufa ardiente. Gritó de dolor cuando se escuchó el siseo de la carne quemándose en su hombro. Pero la quemadura lo despertó. Tomó impulso una vez más. Y esta vez sí que la puerta cedió. Crujió con un sonido grave y hueco. Frank aspiró el aire que entraba en sus pulmones y movilizó todas las fuerzas de sus músculos, sus noventa y cinco kilos de peso y se abrió paso con el puño a través de la puerta. Le sangraban los nudillos y el antebrazo, pero su mano estaba al aire libre y palpó fuera en busca del picaporte.

Habían utilizado la pala quitanieves. El mango estaba atrancado bajo el pomo de la puerta. La hoja estaba metida en una ranura entre dos de los tablones de la terraza. Con eso habían bloqueado la puerta.

Pero el que lo había hecho no sabía lo endeble que era esa puerta, no sabía lo tacaña que era la hermana de Frølich, ni sabía tampoco que había comprado aquella puerta en unas rebajas, y que esta no era de madera pura, sino de un enchapado. Una vez se conseguía perforarla, el resto era fácil. Frank agarró la pala, la arrancó del suelo y abrió la puerta. Cayó de bruces sobre la terraza y tomó aire. Entonces esperó recibir una paliza, pero no hubo nada de eso. Miró a su alrededor. Bajo el suelo de la sauna ardía un fuego hecho con cartones viejos y restos de planchas de madera carcomida, todo sacado del montón situado junto al cobertizo de la leña. Frank Frølich corrió hacia donde estaba su ropa y la utilizó para apagar las llamas. Estaba solo frente al incendio, desmido en medio de la montaña, un día de diciembre. Sin embargo, consiguió apagar el fuego, y en eso le ayudó la lluvia. «¿Cómo pueden arder con tal violencia esas planchas de madera tan podridas?», se preguntaba, al tiempo que percibía el olor a petróleo. El frío sólo necesitó unos pocos minutos para colársele por las plantas de los pies, mientras él empleaba toda su energía para sofocar el fuego. Su enorme chaqueta devoraba las llamas. Frank no percibía el transcurso del tiempo. Tenía los pies insensibles. Pero finalmente, cuando se detuvo para tomar aire, vio que sangraba, que estaba cubierto de hollín y desnudo, como un Gaspar Hauser en Hemsedal, y pudo entonces comprobar que el maldito fuego no había causado mayores daños, salvo chamuscar un poco la pared exterior de la sauna, tiznar el cristal de la ventana y destruir las planchas de madera del suelo. Entonces se sintió feliz como un crío en Navidad. Temblaba de frío. Se puso las ropas húmedas y pensó que había estado ofreciéndose como el blanco más fácil del mundo, no se sabía por cuánto tiempo, a la persona que había querido quitarle la vida.

Frank miró a su alrededor con ojos despiertos. Pero no vio nada salvo los contornos de los negros árboles en la oscuridad. Todo parecía tan jodidamente poco profesional: concebir un asesinato a través de un incendio, bloquear la puerta de la sauna, hacer un fuego con tablones y petróleo y luego largarse antes de que el hecho estuviera consumado. Frank lo sabía: la persona en cuestión no había desaparecido. «En alguna parte, ahí fuera, hay alguien que me observa justo en este instante». Congelado y temblando, Frank giró sobre su propio eje y vociferó:

—¡Sal de ahí! ¡Da la cara, maldito hijo de puta!

Hubo silencio. Sólo se veían los negros abetos, el rumor de la lluvia.

—Maldito cobarde. ¡Sal de ahí!

Nada.

Frank Frølich temblaba de frío. Metió como pudo sus pies mojados e hinchados en las botas de montaña, que le quedaban demasiado estrechas. Le temblaban los dedos. Frank se puso al acecho. Entonces oyó el ruido de un motor. Tras la pared de abetos se encendieron unos faros.

Entonces el policía corrió hacia su coche, tropezó con una raíz y cayó cuan largo era sobre la hierba, pero de inmediato se incorporó de nuevo.

Intentó abrir la puerta del coche. Mierda. ¡La llave! ¿La había dejado puesta? No tenía ni idea. Corrió a través del camino de grava. Era un camino pésimo, así que el otro tendría que conducir muy despacio. Pero el ruido del motor se perdía ya en la distancia, y la luz de los faros desapareció tras los árboles. Frank cayó sobre la grava, jadeando y con sabor de sangre en la boca. Entonces sintió el peso de su teléfono móvil en el bolsillo del pantalón. ¿A quién podía llamar? No tenía ni idea de cuál era el distrito de policía en el que se encontraba. No obstante, sacó el teléfono del bolsillo y lo sostuvo con sus dos manos temblorosas. La pantalla se iluminó. Pero no tenía cobertura. Entonces dejó caer las manos al suelo, sin fuerzas.

Estuvo tumbado allí durante largo tiempo, temblando y anhelando disponer de calor y de ropas secas. Tal vez estuvo una hora, o tal vez una hora y media, no lo sabía. Finalmente, consiguió incorporarse, se sentó y buscó la botella de whisky que estaba en el bolsillo de su chaqueta. Allí estaban también las llaves del coche.