Frank Frølich encontró el número de teléfono privado de Inge Narvesen en internet. Esperó hasta poco antes de las ocho y media para llamar.
—Hola, soy Emilie.
—Soy yo otra vez, Frank, el policía.
Una mano tapó el auricular del teléfono. De fondo, unas voces que murmuraban. Luego le salió de nuevo Emilie.
—Inge está algo ocupado. ¿Puede llamarlo él en otro momento?
—Dígale que sólo le tomará unos segundos.
Otra vez la mano tapando el auricular. Otra vez murmullos. Y a continuación, una voz masculina acalorada:
—¿Qué desea?
—Bueno, sólo quería preguntarle un par de cosas en relación con el robo de hace seis años.
—¿Y eso por qué?
—Son un par de cosas que aún no se han aclarado del todo.
—Usted está fuera de servicio. Lo que a usted le parezca poco claro o no es algo para mí muy poco interesante.
—Se trata únicamente de aclarar un par de cosas que tal vez podrían ayudarnos a…
—No servirá de ningún modo. Se trata, exclusivamente, de que anda usted merodeando por mi vecindario y molestando a gente próxima a mí.
—¿Molestando?
—Le ha hecho usted algunas preguntas a Emilie sobre cosas que ella no puede saber, y luego nos viene con sus sospechas.
—Lo que estoy haciendo es analizar otra vez aquel robo a la luz del hecho de que el dinero haya aparecido.
—Eso es falso —dijo Narvesen brevemente—. Y ahora pienso que deberíamos poner fin a esta conversación.
—Si me dejara usted explicarle… El dinero ha aparecido a través de una persona que no estaba incluida en las investigaciones. Eso significa que ahora podemos aclarar aquel robo…
—Usted está actuando a título privado, y no tiene ninguna competencia legal en este asunto. En este caso no hay nuevas investigaciones abiertas.
—¿Quién le ha dicho eso?
—Su propio jefe. Y para decírselo por última vez, Frølich, esta conversación es únicamente para que usted entienda al fin esto: aléjese de nosotros.
—Aquel robo en su casa fue demasiado pulcro —insistió Frølich—. No robaron nada más, no rompieron nada en su casa.
Se produjo un silencio en el otro extremo de la línea.
—Alguien sabía de la existencia de ese dinero, sabía dónde estaba, y también sabía que no había nadie en la casa. Eso significa que alguien les dio esa información a Ilijaz y a su gente, los mismos que luego dieron el golpe cuando usted estuvo fuera.
—¿Dónde vive usted, Frank Frølich?
—¿Que dónde vivo?
Frank guardó silencio. Narvesen había colgado.
Frank Frølich se quedó allí parado, mirando a la pared. Esa no era la mejor manera de poner fin a una conversación telefónica. Pero tampoco tenía sentido ahora volver a llamar.
Por la noche, cuando se disponía a dormir, se quedó sentado en el borde de la cama contemplando la almohada que estaba junto a la suya. El cabello largo y negro de Elisabeth resaltaba como una raya negra sobre el fondo blanco. «Un libro de poemas —pensó Frank—, un marcador de páginas, un único cabello». Frank abrió el libro en la misma página: «No olvido a nadie». Entonces cogió el cabello, lo levantó y lo colocó con cuidado, a modo de delgado marcador, dentro del libro. Pensó: «Huesos tubulares largos entre las cenizas de un incendio». Intentó evocar la imagen de su rostro. Pero la imagen había palidecido. «Soy un idiota sentimental», pensó, y se dirigió al cuarto de baño.
Mientras se cepillaba los dientes, tocaron a la puerta.
Frank encontró su propia mirada en el espejo, cerró de nuevo el grifo y dejó el cepillo. Miró el reloj. Eran más de las doce.
Volvieron a tocar.
Frank salió al pasillo y miró a través de la mirilla. No se veía a nadie. Abrió la puerta. No había nadie. Caminó hasta la puerta que conducía al hueco de la escalera y también la abrió. Tampoco allí había nadie.
Frank se quedó al acecho, pero no oyó nada.
Regresó a su piso. «Es probable que fuera algún mocoso que ha tocado el timbre y luego se ha marchado corriendo. Pero son más de las doce». Se detuvo entonces y miró el botón que abría la puerta de entrada al edificio, pero vaciló. En su lugar, cogió el auricular del telefonillo y dijo:
—¿Hola?
No se oyó nada. Sólo un crujido.
Colocó el auricular de nuevo en su sitio, se asomó a la ventana del salón y miró hacia fuera. Si alguien estaba ahí abajo, en la puerta, no podría verlo desde allí. Fuera todo parecía normal: coches aparcados, tráfico esporádico en la circunvalación3, algo más alejada. Pero en la hilera de coches aparcados brillaban las luces rojas traseras de un vehículo. Tenía el motor encendido.
Eso no tenía por qué significar nada. No obstante, Frank fue hasta el dormitorio y sacó sus prismáticos del armario. El coche era un Jeep Cherokee, pero desde esa distancia no podía ver la matrícula. Y las ventanas tenían el cristal opaco, eran superficies impenetrables.
Frank se sacó aquella idea de la cabeza, terminó de cepillarse los dientes y se fue a la cama. Permaneció allí tumbado, mirando al techo, hasta que sintió que el cansancio se iba deslizando por su cuerpo. Entonces apagó la luz y se colocó de costado.
En ese momento sonó el teléfono.
Frank abrió los ojos, miró a la oscuridad y escuchó el teléfono, que no parecía querer dejar de sonar. Finalmente, estiró la mano y levantó el auricular.
—Sí.
Silencio.
—Hola —dijo.
Sólo se escuchó un crepitar, hasta que colgaron del otro lado.