Gunnarstranda, como siempre, llegó tarde a su cita. Iban a encontrarse en el restaurante Sushi de la calle Torggata. Tove adoraba el sushi, no quería comer nada más que sushi. A veces. Y el restaurante estaba anónimamente retirado en la primera planta de un edificio de la calle más internacional de Oslo. Por eso prefería comer allí. La comida era como en Japón, pero, a diferencia de los restaurantes de sushi en Aker Brygge o en Frogner, los clientes eran personas corrientes. Era realmente difícil encontrarse con especuladores financieros con complejos de Dow Jones o a adolescentes con estilo hip que soñaban con hacer algún papel de extra en un anuncio.
Gunnarstranda miró el reloj. Esto significaba que mantendrían una pequeña discusión entre ellos. Llegaba diez minutos tarde. El comisario Gunnarstranda subió la escalera de madera, atravesó la puerta de la primera planta y miró a su alrededor. Ella aún no estaba allí. Gunnarstranda hizo un gesto al camarero, un chico vestido de negro y con aspecto de japonés.
—Debe haber una mesa reservada junto a la ventana para las siete —dijo mientras colgaba él mismo su abrigo. Ese era el juego de ella. El no tenía ni idea de si ella había reservado la mesa y a nombre de quién. Sólo sabía una cosa. Cuando salían a comer platos exóticos, ella jamás hacía la reserva a su nombre.
El camarero buscó en el libro.
—¿Es Rollsen, una mesa para cuatro?
Gunnarstranda negó con la cabeza.
—¿Line? ¿Una mesa para dos? ¿Karl y Line?
Gunnarstranda asintió.
—Cari von Linné, Carlos Linneo. ¿Ya ha llegado la señora?
—Todavía no.
El hombre cogió dos cartas y caminó delante del comisario hacia el interior del local.
Apenas Gunnarstranda se hubo sentado y pedido, Tove entró por la puerta. Pocos segundos después ya estaba delante de la mesa, trayendo consigo el fresco aliento del frío invernal.
—Lo siento, tuve que buscar aparcamiento.
—Has ganado otra vez.
Ella sonrió y tomó asiento.
—Ya he pedido —dijo él.
Ambos se miraron. Ella lo miró sonriente, con lo cual siempre conseguía que él adoptara una actitud autoirónica.
—En cuanto a la reserva… ¿Querrá decir eso que la próxima vez serás Helen Keller?
—¿Acaso me parezco a Helen Keller?
—¿Y yo? ¿Me parezco acaso a Carlos Linneo?
—A veces te le pareces hablando. Además, pensé que te halagaría.
El camarero llegó con los platos de sushi.
—Te parecerías a él si hicieras algo con tu pelo. Podrías comprarte una peluca, en lugar de peinarte así —dijo Tove—. Las pelucas rizadas hacen sexys a los hombres.
—Tal vez entonces me parezca a Linneo —acotó Gunnarstranda—, pero no tendré un aspecto más sexy.
Ella sonrió de nuevo.
—Pues bien, ahora ya puedes decirme lo que pretenderás ser la próxima vez.
—No, eso tienes que determinarlo tú.
Una vez más, ella sonrió con picardía, ya que sabía que a él no le gustaban esos juegos.
—Meryl Streep —dijo Gunnarstranda.
—Gracias, pero no es muy seguro que el camarero te crea. Además… —continuó Tove—, ¿por qué no comes? ¿No tienes apetito?
Gunnarstranda miró hacia el sushi rojo de salmón que cubría la bola de arroz que tenía en la mano. El parecido era alarmante.
—Kalfatrus murió ayer —dijo, y levantó los ojos.
«Error», pensó el comisario.
Tove ya no pudo contenerse. Se reía con tantas ganas que se atragantó.