El comisario jefe Gunnarstranda miraba ensimismado la pared sentado en la silla giratoria de su despacho. La muerte del pez ocupaba todavía su mente. Yacía en el fondo de la pecera, sobre las piedras y la arena. Estaba muerto. Esa visión había puesto fin a su idea sobre la muerte de los peces. Siempre había creído que los peces muertos flotaban en la superficie y no se hundían en el fondo. Pero Kalfatrus estaba muerto, y eso era más que evidente. No movió la boca ni tuvo ninguna reacción cuando lo sacó del acuario con la espumadera. También eso había sido un poco macabro: su goldfisch reposando sobre una espumadera, casi como una porción de pescado frito. Pero lo que ahora ocupaba sus pensamientos era la despedida. Había arrojado el pez a la basura, algo que ahora, en una mirada retrospectiva llena de arrepentimiento y duda, era una despedida bastante poco digna para un compañero de tantos años. Esa idea lo atormentaba. Por otro lado, enterrar al pez hubiera sido ridículo. La alternativa hubiera sido arrojarlo al váter. Entre esas dos posibilidades de actuar, Gunnarstranda consideraba que la respuesta surgiría por sí sola, y arrojó al pez a la basura cuando iba camino del trabajo. Pero el pensamiento sobre la dudosa dimensión ética de ese acto le hacía perder el hilo en el trabajo y sumirse en la reflexión. Cuando sonó el teléfono, se sintió como si fuera arrancado de golpe del sueño por un despertador muy estridente. Gunnarstranda se estremeció y cogió bruscamente el auricular.
—Sea breve, por favor.
Silencio al otro lado.
—Hola —bramó Gunnarstranda, impaciente.
—Soy Narvesen. Inge Narvesen.
—¿Sí?
—Quería expresarle mi gratitud por…
Gunnarstranda lo interrumpió:
—En ese caso, debería llamar a un periódico. Yo solamente hago mi trabajo.
—Por otro lado…
—No hay ningún otro lado. Hasta la próxima.
—¡Pero espere un momento, hombre!
—Narvesen. Estoy muy ocupado.
—Yo también soy una persona muy ocupada, ¿estamos? ¿Cree que lo llamo para pasar el rato?
—Bueno, muy bien, vaya usted al grano.
—Estoy muy agradecido por haber recibido de vuelta mi dinero, si bien he perdido los intereses de quinientas mil coronas en seis años. —Esto último lo dijo acompañado de una carcajada.
—Pensé que habíamos dicho sobre el dinero todo lo que había que decir —dijo Gunnarstranda para cortarle la palabra.
—Sólo quiero cerciorarme de que ese asunto ya está liquidado.
«Ábrete Sésamo». De repente Gunnarstranda cobró interés en la conversación. Sus dedos palparon en busca de los cigarrillos. Sabía que no se fumaría el cigarrillo que encontrara, pero esta era una ocasión bastante especial. Los nerviosos dedos del comisario juguetearon con el cigarro mientras reflexionaba y esperaba las siguientes frases del interlocutor. A aquel tipo asqueroso le habían devuelto medio millón de coronas y empleaba el valioso tiempo para apisonar un agujero que ya estaba bien cubierto de tierra. Inge Narvesen había encendido una luz azul en la mente de Gunnarstranda, una luz con un único y claro mensaje: «¡Saca una pala y empieza a excavar!». Pero Narvesen debió de haberse dado cuenta de inmediato, porque a continuación dijo:
—Pero en fin, estoy abusando de su tiempo. He recuperado mi dinero y los culpables están en prisión.
—Y entonces, ¿por qué llama?
—Como le he dicho, para…
—Esa parte ya la escuché. Usted pretendía poner fin a este asunto. ¿Por qué?
El silencio de Narvesen duró exactamente dos segundos. Dijo:
—Me entiende usted mal. Como le he dicho al principio, lo llamo para expresar mi gratitud sincera…
—Eso también lo escuché. ¿No tiene ninguna importancia para usted que el caso aún no esté cerrado?
Una vez más se produjo un silencio de dos segundos.
—¡Ah! ¿Es que no lo está?
—Ese caso nunca ha sido retomado de nuevo. El dinero apareció en el transcurso de unas investigaciones de otro caso muy distinto. Un asesinato. Y estas investigaciones están en plena marcha.
—Ah.
Gunnarstranda guardó silencio.
Narvesen también guardó silencio.
El comisario estaba satisfecho.
—Ha sido un placer hablar con usted —dijo con amabilidad y colgó.
Entonces reflexionó durante unos segundos.
La puerta se abrió y entró Lena Stigersand.
—Me gustaría que me hicieras un favor —dijo Gunnarstranda—. Revisa las listas de pasajeros de todas las compañías aéreas a ver si encuentras el nombre de Merethe Sandmo. Según una testigo del lugar donde trabaja, esa mujer debe haber viajado a Atenas hace poco tiempo, así que repasa las listas de las últimas dos semanas. No tiene por qué ser Atenas necesariamente.
Lena Stigersand suspiró con dificultad.
—¿Y tú? —preguntó la mujer.
—Hablaré con Sorlie Seso de Gallina y le contaré que Inge Narvesen está intentando proteger desesperadamente su castillo de naipes contra el viento y contra cualquier movimiento desagradable del terreno —dijo Gunnarstranda sonriente.
Alguien tocó suavemente a la puerta. Yttergjerde asomó la cabeza.
—¿Soy inoportuno?
—No más de lo habitual —respondió Gunnarstranda con tono chistoso.
—¿Conoces a una abogada llamada Brigitte Bergum?
—Si la conociera, tendría que llamarla Bibbi, y jamás me gustaría tener que llamar a nadie por ese nombre, mucho menos a una rubia cincuentona que se deja entrevistar en los suplementos semanales acerca de sus experiencias con la liposucción.
Lena Stigersand alzó los ojos.
—No sabía que leías tales suplementos, Gunnarstranda.
—Del mismo modo que es imposible encontrar un lugar en este mundo que no tenga defectos, también resulta imposible no enterarse de lo que los periodistas culturales noruegos consideran lo suficientemente importante como para comunicárselo a la mayoría silenciosa de la población.
—¿Intuyo en esa respuesta cierto prejuicio contra los periodistas o las mujeres que se someten a la liposucción?
—Son prejuicios contra la estupidez generalizada. ¿Qué se puede esperar de una persona que anuncia con absoluta autoridad que la vida es demasiado corta como para no rodearse de cosas bonitas?
Yttergjerde y Lena Stigersand intercambiaron una mirada.
—¡Vaya hombre comprometido!
—¡Vayamos al grano!
—Brigitte Bergum es la que defiende a Rognstad —dijo Yttergjerde.
—Habla tú con ella. Yo no podría.
—Ya lo hice. Dice que Rognstad quiere negociar una reducción de condena. Rognstad tiene algo que contarnos. Esta Bibbi es sólo una intermediaria.
Gunnarstranda estaba poniéndose el abrigo.
Lena Stigersand encontró todavía el valor para preguntarle directamente a su jefe:
—¿Qué tiene de malo rodearse de cosas bonitas?
—¿Te interesa realmente lo que la gente hace con las cosas?
—Sí.
—¿Y te interesa lo que Brigitte Bergum hace con sus cosas?
—No.
—¿Por quién te interesas entonces?
—Por ti, por ejemplo —respondió Lena Stigersand.
—¿Por mí?
—Sí.
Gunnarstranda la miró fijamente durante un rato.
—Yo, personalmente —dijo el comisario con expresión adusta— aprovecho todo el tiempo del que dispongo para mantenerme fresco y sano, y ahí están el deporte, la moderación, los cursos de desintoxicación antitabaco, las nuevas dietas y las horas de sueño adecuadas por las noches, cosas, todas ellas, que yo evito.
Yttergjerde dijo:
—Sobre eso se me ocurre una cosa.
Los otros dos policías se dieron la vuelta hacia él.
—Si Rognstad sabe algo… No, olvidadlo.
—¿Qué estabas pensando? —insistió Gunnarstranda.
—Olvídalo, podría ser cualquier cosa. Quiero decir, que Rognstad está pillado, y ahora quiere librarse de una. Puede venirnos con cualquier cosa.
—Pero tú pensabas en algo concreto.
—Pensaba que lo único que ha ocurrido desde que le dio la paliza a Frank es su arresto, de modo que ahora está solo. Quiero decir que Bailo, por ejemplo, no apareció por el banco…, así que…, ¿puede que Bailo sea…?
—¿Sí?
Yttergjerde se encogió de hombros.
—No tengo ni idea. De todos modos, no sabemos lo que Rognstad quiere vendernos.
Gunnarstranda reflexionó.
—Ahí hay gato encerrado —dijo el comisario—. Bailo se ha largado. Merethe Sandmo también —dijo mientras miraba a Lena Stigersand—. Cuando revises las listas de pasajeros de todas las compañías aéreas, busca también el nombre de Bailo.
Una vez dicho esto, Gunnarstranda regresó a su escritorio con paso firme. Se sentó, agarró el teléfono y marcó un número.
Los otros dos colegas se quedaron allí, mirándolo. Lena Stigersand se encogió de hombros cuando Gunnarstranda pidió hablar con el director del banco.
Ambos intercambiaron de nuevo una mirada cuando lo oyeron decir:
—¿Podría preguntar entre sus empleados si hay visitas registradas a esa caja de seguridad en el transcurso de los últimos tres meses? Sí, espero su llamada.