El comisario Gunnarstranda había decidido coger el tren. Un vistazo al itinerario le había indicado que el viaje tardaría una hora. Quería estar allí aproximadamente a la hora que abriera el banco. Yttergjerde y Stigersand ya estaban apostados en los alrededores.
El viaje en tren era un trance tan largo como aburrido. Recordaba haberlo hecho antes alguna vez: había sido con motivo de un partido de Copa entre el Válerenga y un equipo de Sarpsborg. Imbuidos de arrogancia juvenil y llenos de confianza en la tecnología, él y un amigo habían cogido el tren, pero llegaron a Sarpsborg cuando el partido ya hacía rato que había comenzado. Entretanto, pasados ya cuarenta años, había olvidado que aquel tren solía detenerse casi en cada puesto de leche en la región de Østfold. Pero a esa hora de un día de octubre, antes de que saliera el sol, no había ninguna oportunidad ni tiempo para disfrutar de la vista de campos llenos de rastrojos, las granjas de campesinos y los campos negros y roturados. Gunnarstranda coordinaba la labor de sus hombres a través del teléfono y repasaba su calendario.
Cuando ya llevaba algo más de media hora de camino, su teléfono móvil sonó de nuevo. Era Lena Stigersand, que le dijo de manera concisa y breve:
—Acertamos.
—Cuéntame —dijo Gunnarstranda.
—Estoy aquí sentada con el director del banco. Tienen una caja de seguridad que fue contratada en 1998 para Jonny Faremo y Vidar Bailo.
—¿Con plenos poderes para alguien?
—Uno para Jim Rognstad y otro para un tal Ilijaz Zupac.
—¿Y dónde está la bóveda con las cajas de seguridad?
—En el sótano.
—¿Hay cámaras?
—No.
—De acuerdo. Crucemos los dedos para que esos chicos aparezcan hoy por allí. Si no lo hacen, conseguiré una orden judicial para que abran esa caja. Pero en cualquier caso me mantendré alejado. Tanto Bailo como Rognstad me conocen.
Lena Stigersand carraspeó, vacilante.
—¿Sí?
—Y si vienen, ¿los arrestamos?
—Por supuesto.
—¿Y qué motivo aducimos para detenerlos?
—Graves sospechas de haber cometido un ataque contra un agente del orden.
La estación de ferrocarriles estaba justo frente al edificio del banco. Era una construcción de ladrillos bastante moderna, que también albergaba un centro médico y una farmacia. Gunnarstranda se puso en la fila delante del cajero automático y vio a Yttergjerde, que estaba sentado en un coche aparcado en la plaza situada delante de la estación. Entonces le tocó el turno al comisario, que sacó quinientas coronas del cajero. A continuación, Gunnarstranda se puso a buscar un local donde desayunar. Caminó a lo largo de los árboles imponentes que crecían junto a la línea del tren. El follaje caído yacía sobre el asfalto resbaladizo, formando rosetas heladas. Del otro lado de las vías férreas encontró una cafetería en una galería que combinaba el negocio con una venta de marcos. El comisario comió un Ciabatta y lo acompañó con café negro. Mientras, no quitaba la vista a la zona peatonal por donde pasaban, de un lado a otro, personas aisladas vestidas con ropas de invierno. Un hombre barbudo pasó en una bicicleta con los dedos enrojecidos metidos vanidosamente en los bolsillos y la vista clavada al frente.
Ya había terminado su café y se molestaba una vez más por la nueva ley que prohibía fumar en restaurantes y cafés, cuando la puerta de cristal del local se abrió de golpe e irrumpió Yttergjerde, miró un instante la pizarrilla con la oferta que colgaba detrás de la joven de la caja y pidió uno de esos brebajes de café que estaban tan de moda.
—Acabo de ver a alguien que tiene una calva peinada de un modo aún más extravagante que la tuya, Gunnarstranda —dijo Yttergjerde.
—Te felicito —dijo el comisario jefe, y corrigió la disposición de los aislados mechones de pelo que le quedaban sobre el cráneo, al tiempo que contemplaba su imagen en el cristal de la ventana.
—Peder Christian Asbjornsen —dijo Yttergjerde.
—Pero ese murió hace más de cien años.
Yttergjerde blandió un billete de cincuenta coronas y dijo:
—Aquí está vivo.
Gunnarstranda echó una ojeada, al retrato del hombre que estaba grabado en el billete y respondió irritado:
—¿No tenías que estar vigilando el banco?
En ese preciso instante, su aparato de onda corta empezó a sonar. Era Lena Stigersand desde el coche que servía de puesto de mando.
Lena dijo:
—Tengo una buena y una mala noticia. ¿Cuál quieres oír primero?
—La mala.
—Sólo ha aparecido uno.
—¿Y dónde está ahora?
—Se ha acomodado aquí, en mi asiento trasero, con lo cual ya tienes la buena noticia.
Yttergjerde sonrió.
La mujer que estaba detrás del mostrador le pasó el café a Yttergjerde en un vaso de cartón. Los dos policías salieron al exterior. Gunnarstranda encendió un cigarrillo e inhaló el humo con avidez en medio de aquel ambiente frío. Yttergjerde se dio la vuelta y se detuvo.
—¿En qué piensas cuando haces eso?
—Pienso en una novela que leí una vez —respondió Gunnarstranda—. Ung má verden ennu vsere, «El mundo ha de ser joven», de Nordahl Grieg.
—¿Y por qué piensas precisamente en ese libro?
—Porque en alguna parte escribe sobre lo peligroso que es fumar en Moscú en medio del frío del invierno.
—¿Y eso por qué?
—El autor decía que era peligroso que el frío llegara a los pulmones, no el humo.
—De modo que el mundo ya no es tan joven —dijo Yttergjerde y sonrió a costa de su propio chiste.
—Eso lo dirás tú.
Ambos caminaron lentamente hasta las vías del tren. La luz azul del coche patrulla giraba y arrojaba su brillo contra la pared del edificio del banco situado enfrente.
—Gunnarstranda, ¿no te asombra que haya aparecido uno de esos tipos? Es casi como que te toque la lotería.
—Son muchas las cosas que me asombran.
Se aproximaba un tren. La campana del paso a nivel empezó a sonar y las talanqueras bajaron haciendo un ruido. Gunnarstranda se detuvo. Yttergjerde caminaba por encima de los rieles, pero se detuvo y regresó sobre sus pasos, a fin de esperar a que el tren pasara.
—¿Qué cosas, por ejemplo? —preguntó.
—Pues…, todo lo que la gente sabe acerca de los programas de televisión. Hablan de esta o aquella serie, pero no sólo la gente del trabajo, sino también alguna gente a la que entrevistan en los periódicos y que habla de televisión: gente en la televisión que habla de televisión.
—Pero eso no es algo por lo que uno pueda asombrarse.
—Siempre he sido de la opinión de que uno no debería someterse a tales cosas por propia voluntad.
Yttergjerde sonrió débilmente.
—Lo único en lo que se te podría obligar a ser moderado es en lo relacionado con el consumo de whisky y de tabaco, ¿no te parece?
—No lo sé, soportar una vida sin tabaco es algo que podría traerme problemas, pero una vida con demasiada mala televisión es aún peor. La mala televisión provoca, a corto plazo, que la gente pierda su sentido estético, y que a largo plazo se vuelva decadente.
El tren venía del oeste y subía lentamente la colina de un modo notoriamente silencioso. Pasó traqueteando, se detuvo delante del edificio amarillo de la estación, y la talanquera se levantó de nuevo con un chirrido.
Delante del banco había dos coches patrulla. Los habían solicitado al distrito policial de Folio. El tercer coche era normal, pero tenía una discreta sirena en el techo y otra sobre la tapa del radiador. En el asiento trasero había dos sombras encorvadas. La puerta del copiloto se abrió y salió Lena Stigersand.
—¿Quién es? —preguntó Gunnarstranda.
—Jim Rognstad.
Gunnarstranda se inclinó hacia abajo y miró dentro del coche. Allí estaba el corpulento de Rognstad, sentado sin moverse en el asiento trasero.
—¿Llegó con la motocicleta?
—Sí.
—Confiscadla, es material probatorio.
—Tú eres el jefe.
—¿Cuándo lo habéis pillado?
—Bajó sin ser molestado hasta la caja de seguridad, sacó lo que quería llevarse y luego, cuando regresaba, le echamos el guante.
—¿Qué le habéis confiscado?
—Un maletín lleno de dinero —dijo Lena Stigersand levantando un portafolio—. Mucho dinero.
Gunnarstranda volvió a mirar hacia el interior del coche por la ventanilla.
—¿Y la caja fuerte?
—Está vacía ahora.
—¿Dijo algo el prisionero?
—No lo hemos interrogado.
Ambos permanecieron unos segundos en silencio. Lena Stigersand fue la encargada de romper aquel mutismo.
—Y bien, ¿qué hacemos ahora?
—Lo encerraremos. El juez decidirá lo que se hará con el dinero.
Yttergjerde abrió la puerta del coche.
—¿Regresas con nosotros?
Gunnarstranda hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No —respondió—. Voy a coger el tren, necesito pensar.
Gunnarstranda permaneció allí de pie, viendo cómo se alejaba el convoy de coches. Finalmente se dio la vuelta, pasó junto a la estación ferroviaria y se dirigió a un gran aparcamiento. Allí se detuvo, levantó la mano y saludó.
Un coche arrancó el motor. Una berlina de color gris plata se apartó de la hilera de coches, se dirigió hacia donde estaba el comisario y se detuvo a su lado.
Gunnarstranda abrió la puerta y se sentó dentro del vehículo sin decir una palabra.
—¿Cómo sabías que yo estaba aquí? —preguntó Frølich.
—Creo que ni tú mismo comprendes lo ridículo que es todo esto —respondió Gunnarstranda—. Pero ya que estás, me podrías llevar hasta la ciudad.
—¿Qué había en esa caja fuerte?
—Dinero.
—Pues será toda una alegría para Inge Narvesen, ¿no te parece?
—Supongo. Esta caja de seguridad fue contratada inmediatamente después del robo de la caja fuerte de su casa. Y Zupac tiene un poder para usar la llave de esa caja.
—En ese caso, Narvesen podrá presentar una reclamación para ese dinero. Pero eso puede ser un proceso complicado, desenterrar un caso de 1998 y arrestar a otro hombre.
—A dos.
—¿Dos?
—Aunque Bailo se haya mantenido fuera esta vez, no es inocente.
Frølich partió. Tomaron la E18 en dirección a Oslo.
Gunnarstranda añadió:
—Pero creo que Rognstad se va a librar de esta.
Continuaron avanzando en silencio hasta que Frølich ya no pudo aguantar más.
—¿Y por qué se va a librar de esta?
—¿De qué lo vas a acusar? Tú no viste que fuera él quien te atacó, ¿no es así?
—Pero tenía la llave de la caja de seguridad. Y se puede demostrar que me la robó a mí.
—En ese caso, tienes que denunciarlo por el ataque.
—Pues lo haré.
—Por mí puedes hacerlo. Pero si lo haces, quedarías totalmente fuera del caso, y todas las pruebas que has venido acumulando serían inservibles en un proceso contra Jim Rognstad.
Frølich continuó conduciendo en silencio.
—Además, Rognstad puede afirmar que había tomado prestada la llave a Vidar Bailo y que no tiene ni idea de cómo Bailo la obtuvo. Y no podríamos verificar su versión, porque no encontramos a Bailo.
—Me maravilla tu optimismo.
—Te equivocas, Frølich, sólo estoy siendo realista. El hecho de que Rognstad haya sacado el dinero de esa caja fuerte no cambia en nada las cosas. Jonny Faremo y Vidar Bailo también han tenido acceso libre a esa caja durante seis años. Rognstad sólo necesita decir que se sorprendió tremendamente al encontrar ese dinero en la caja y que no sabe de dónde procede. El dinero pudo depositarlo Jonny Faremo, por ejemplo, y Jonny está muerto, así que no podrá responder a nuestras preguntas. ¿Entiendes? Probablemente, lo que ha sucedido hoy no es más que la recuperación del dinero de Narvesen. No tenemos elementos suficientes para colgarle algo a Rognstad.
Tras una nueva pausa, Frølich dijo:
—¿No puedes utilizar la cabaña quemada? ¿El asesinato de Elisabeth?
Gunnarstranda se encogió de hombros.
—Eso tendríamos que verlo: la policía local de Fagernes ha recibido fotografías de Bailo, de Faremo y de Rognstad, incluso una de Merethe Sandmo. Sólo podemos esperar y confiar en que encuentren algo. —Entonces Gunnarstranda miró a su colega y añadió—: Pero hay algo sobre lo que todavía no hemos discutido, Frølich.
—¿En qué estás pensando?
—¿No te parece que tu novia podría haber incendiado la cabaña ella misma?
—No.
—¿Y por qué no?
—¿Elisabeth? ¿Quemarse ella misma? Es una idea absurda.
—Déjame preguntártelo de otro modo. ¿Podría haber sido un suicidio?
—¿Y por qué razón iba Elisabeth a quitarse la vida?
—Esas cosas pasan.
—Sí, pero nadie decide voluntariamente achicharrarse dentro de una cabaña.
—Los suicidas son a menudo gente retorcida, Frølich, no todos son tan felices como Ofelia, con libre acceso a un estanque romántico, bajo la luz de la luna, cuando se presenta la fatalidad.
—Escúchame bien. Elisabeth no se quitó la vida. Y no me harás creer que ella misma se prendió fuego.
—Pero bien pudo haber tomado unos somníferos y haberse quedado dormida con la vela encendida.
—¿Cómo se te ocurre eso?
—El incendio de la cabaña empezó muy probablemente con una vela, una vela encendida y colocada sobre una botella.
Frølich guardó silencio.
—En eso están de acuerdo tanto la policía local de allí como los expertos en incendios —añadió Gunnarstranda—. Y tampoco se puede descartar del todo que Elisabeth estuviera deprimida por la muerte de su hermano. No tenía ninguna otra familia. Imagínate una cosa así: esa mujer huye de dos tipos brutales, entonces muere su único hermano, su protector y su único sostén en este mundo. Eso es más que suficiente para pillar una depresión.
Frølich reflexionó y dijo a continuación:
—Creo más bien que alguien ayudó a que esa vela se cayera al suelo, alguien que Elisabeth había considerado inofensivo de un modo u otro. Rognstad, por ejemplo. El incendio fue provocado porque alguien pretendía ocultar un crimen.
—Claro que eso es perfectamente posible, pero es también absolutamente hipotético.
—¿Hipotético?
—La Policía Criminal ha encontrado restos de huesos en el incendio de una cabaña. La causa del incendio parece ser una vela caída. Por lo tanto, de todo ello se infiere la siguiente evolución de los hechos: alguien está tumbado en una cama, leyendo, se queda dormido con una vela encendida y muere por intoxicación al inhalar dióxido de carbono antes de que el incendio se desate realmente a su alrededor.
—¿De verdad crees eso que estás diciendo?
—Yo no creo nada. Sólo te estoy repitiendo la teoría que ha desarrollado la Policía Criminal.
Frank Frølich hizo una profunda inspiración. Entretanto ya habían llegado a Spydeberg. Frank puso el intermitente y se incorporó a la derecha para entrar en una gasolinera.
—Quiero mostrarte algo —dijo por fin y sacó del bolsillo interior de su chaqueta la carta de despedida de Reidun Vestli.
Gunnarstranda leyó la carta, luego se quitó las gafas y las mordió por las varillas:
—¿Por qué no me has enseñado esta carta antes? —preguntó.
—Llegó hace un par de días. La clave está…
—¿Llegó? ¿A tu buzón de correos?
—Permaneció allí varios días, estuve mucho tiempo sin revisar el buzón. La clave está en lo que se dice entre líneas. Esas «personas horribles», etcétera. Reidun Vestli no encontró ningún estanque romántico, pero echó mano del frasco de las pastillas, porque…
—Sé leer —lo interrumpió Gunnarstranda—. Pero esto me recuerda una pieza teatral que escuché en la radio. —El comisario se puso de nuevo las gafas y leyó en voz alta—: «No sé si Elisabeth estará en condiciones de resistirse de esas horribles personas. Confío en ello, pero no me hago ilusiones. Tampoco me hice ilusiones cuando ellos vinieron. Elisabeth me previno contra ellos, contra esas personas horribles…». —Gunnarstranda se quitó las gafas otra vez—. ¡Jamás había leído tanta tontería!
Frølich no supo qué responder.
Gunnarstranda dijo:
—Si esta mujer fue golpeada con tanta saña, hasta el punto de que reveló a los atacantes el sitio donde se ocultaba Elisabeth Faremo, y luego es capaz todavía de enviar una carta por correo a un policía, ¿por qué, entonces, no nos cuenta quién está detrás de todo esto, para que los culpables sean castigados?
—No tengo ni idea —respondió Frølich cohibido—. Pero supongo que el motivo es la lealtad para con Elisabeth.
—¿Lealtad? Elisabeth Faremo ya estaba muerta cuando Reidun Vestli escribió esto.
—Pero no tengo ningún motivo para dudar de la autenticidad de la carta. Las frases iniciales, el encabezamiento, es como si uno la estuviera oyendo hablar. Reidun Vestli se quitó la vida, y nadie, ni siquiera tú, podrá hacerme creer otra cosa. Es cierto que la carta no contiene informaciones demasiado valiosas. Pero creo realmente que es auténtica. Ahora tienes a Rognstad, y estoy seguro de que es corresponsable de la muerte de Reidun Vestli.
—Pero Reidun Vestli ya no puede declarar en contra de Rognstad. Ahora bien, si tienes razón, y la carta es auténtica, ¿por qué entonces te la envía a ti?
—Pensé que podría tener un motivo absolutamente banal. Tal vez sintiera la necesidad de comunicarle a alguien la causa de…
—¿La causa de qué?
—De su suicidio.
—Tu versión de los hechos, por lo tanto, sería que alguien que estaba a la caza de Elisabeth, posiblemente Vidar Bailo y/o Jim Rognstad, le sacaron a Reidun Vestli, con una paliza, la información sobre el paradero de la hermana de Faremo, con lo cual averiguaron lo de la cabaña. Allí asesinaron a Elisabeth y prendieron fuego a la cabaña, ¿es así? Y ese hecho causa tal conmoción en Reidun Vestli, que esta se traga un montón de pastillas y se duerme para siempre. ¿Es eso?
—Sí. Creo que Vidar Bailo y Jim Rognstad golpearon a Reidun Vestli para averiguar el paradero de Elisabeth Faremo. Y creo también que tuvieron éxito. Creo que intentaron ocultar el asesinato de Elisabeth a través del incendio.
—Pero, ¿por qué razón mataron a Elisabeth Faremo?
—Buscaban la llave de la caja fuerte, pero ella la había dejado en mi casa.
—¿Entonces, según tú, ellos se cargan a Jonny Faremo, propinan una paliza a Reidun Vestli y luego se cargan a Elisabeth Faremo para echarle el guante al maletín con el dinero?
—Sí.
—¿Esos dos? ¿Rognstad y Bailo?
—Sí.
—Pues yo me pregunto únicamente dos cosas, Frølich —dijo Gunnarstranda, arrastrando las palabras y abriendo la puerta del coche. A continuación, puso un pie en el suelo, bajó, se abotonó el abrigo y encendió un cigarrillo antes de inclinarse hacia adelante y decir—: En primer lugar, si están tan jodidamente unidos como tú dices, ¿por qué fue uno solo el que te quitó la llave? ¿Y por qué sólo apareció uno para recoger el botín?
Frølich negó con la cabeza.
—Ya hemos hablado en alguna ocasión de ese misterioso y desconocido cuarto hombre.
—Desconocido o no, Frølich, tienes que despertar. Si estás lo suficientemente sano como para jugar a los detectives privados aquí en Askim, también puedes estar lo suficientemente sano como para sentarte tras un escritorio y trabajar —dijo Gunnarstranda, que se quedó de pie, fumando, mientras contemplaba el cielo con aire pensativo.
Fue Frølich el que no aguantó más aquel silencio y dijo:
—¿Qué haremos con la carta?
—¿Haremos? —dijo Gunnarstranda negando con la cabeza de un modo descompuesto—. Yo haré lo que hace tiempo deberías haber hecho tú. Entregaré una copia de esa carta de despedida a la Policía Criminal, luego veremos si es motivo suficiente como para que ellos revisen su opinión sobre las causas del incendio de la cabaña. Si lo hacen, puede ser que alguien le pregunte a Jim Rognstad dónde estaba en el momento en el que la cabaña ardió. Pero no me sorprendería especialmente que ese tipo se sacara de la manga una coartada.
—¿Y en segundo lugar?
—¿En segundo lugar?
—Sí, has dicho que hay dos cosas que te gustaría saber.
—Sí. La otra atañe a tu versión sobre cómo transcurrieron los hechos. Si Rognstad y Bailo dieron esa paliza a Reidun Vestli para averiguar el paradero de Elisabeth Faremo, ¿por qué entonces golpearon a Reidun Vestli después de que la cabaña ardiera?
Ambos guardaron silencio durante un momento.
Entonces Frølich dijo:
—¿Estás seguro?
—En cualquier caso, a ella la encontraron después de que la cabaña ardiese.
—Entonces no estás seguro, ¿no?
—Sólo estoy seguro de mí, Frølich. En teoría, Rognstad pudo haber logrado dar la paliza a la señora Vestli, conducir hasta Valdres, matar a Elisabeth Faremo y prender fuego a la cabaña antes de que encontraran a Vestli. Pero para ello no hubiera podido ni respirar, joder. Y luego tenemos esta frase de aquí, esas «personas horribles». Este anonimato me hace recordar a Hamlet, que tan buen olfato tenía para las cosas que olían mal en el reino de Dinamarca.