Frank Frølich se contempló en el espejo delante de la cama. Intentaba reconstruir en su mente la secuencia de los hechos:
«Había descubierto que alguien estaba en el piso. Elisabeth ya había abierto antes de que yo llegara. Se había duchado. Estaba de rodillas en el salón. Escuchaba música, sentada delante del equipo, sólo en ropa interior». Frank se levantó, salió al salón y contempló el equipo de música y la pantalla del televisor, que reflejaba su propia figura y los muebles que había puesto en la habitación. «Ella estaba sentada con la espalda hacia la puerta cuando yo entré, y dijo que había abierto la puerta con una llave que encontró en el cuenco de las llaves». Frank veía ante él la espalda de Elisabeth, mientras ella caminaba muy oronda hasta las ropas que colgaban de una silla. Recordaba cómo sus labios rozaron los suyos, veía el contoneo de sus caderas mientras atravesaba el salón en dirección a él. Escuchó el tintineo cuando la llave cayó en el cuenco situado sobre la mesa de la cocina. Frølich fue hasta allí y se detuvo en la puerta. Observó el cuenco lleno de llaves, monedas, diversos tornillos de madera y de metal, bolígrafos y otros cachivaches. No estaba la llave de la casa.
De modo que Elisabeth no había dejado lo llave.
Pero ¿por qué no? Él había escuchado el tintineo de la llave al caer en el cuenco. Si no había sido la llave, ¿qué era lo que había dejado caer en su lugar? Con mano temblorosa, Frank cogió el cuenco. Era un pedazo de abedul hueco, uno de esos nudos con unas vetas de finos dibujos, un cuenco que había comprado muchos años atrás en una feria de artesanía por la que había pasado casualmente durante una gira de pesca por Osensjoen, en Trysil. Frank vertió el contenido del cuenco sobre la mesa de la cocina: había monedas, algunos tornillos, un imperdible, un fusible defectuoso de diez amperios, una insignia contra armas nucleares, otra insignia contra la entrada de Noruega en la Unión Europea. Una de las monedas cayó de la mesa y rodó por el suelo: era un euro. Una canica antigua con dibujo en verde cayó tras la moneda. Frank la recogió. «Claro, esto es una llave —pensó, al tiempo que la tomaba en la mano—. ¡Pero esto no es mío!». No era la llave de una casa, y jamás la había visto. Era una llave alargada, estrecha y con un limado extraño, una llave para una cerradura especial. «¿Qué está pasando aquí?». ¿Por qué Elisabeth dejó esta llave extraña? ¿Y por qué no había dejado la llave de su casa en el cuenco? ¿Por qué le había mentido a la cara? ¿De dónde era esta llave?
«Una llave, sí, pero ¿qué oculta esa llave? ¿Dónde está la cerradura que esa llave puede abrir?».
Frank Frølich regresó al salón con paso rígido y se dejó caer en una silla. «Elisabeth no devolvió la llave». En una imagen rápida como un relámpago vio huesos delante de él, huesos que ardían entre cenizas. «La llave se ha quemado. ¡No, atente a los hechos! La llave de la casa es algo irrelevante. Lo importante es la llave que ella dejó en el cuenco».
Una vez más, Frank vio los contornos de su cuerpo delante de él, unos contornos que se alejaban a través de la habitación. Escuchó el tintineo en el cuenco. Todo eso había sido un bluff, una maniobra de despiste. O bien quería conservar la llave de su casa, o a lo mejor lo que le interesaba era dejar esa llave desconocida en su cocina. La tercera posibilidad era que pretendiera ambas cosas. Depositar aquella extraña llave y conservar la de su casa para luego venir a recoger la primera.
Ahí estaba la respuesta. Frank estaba seguro. Ella había escondido esa llave en su casa a conciencia, para luego venir a buscarla.
Pero no había conseguido llevar a cabo su plan. Había sido asesinada y se había quemado en la cabaña en la que se ocultaba.
Entonces Frank recordó aquella frase en la carta de despedida de Reidun Vestli: «Miedo al dolor. Por eso no lo conseguí». ¿Acaso aquellas personas horribles andaban detrás de esa llave? Y si así fuera, ¿quién está detrás de esa llave? ¿Y por qué?
Frank se sobresaltó cuando sonó el teléfono. Era Gunnarstranda, quien, sin perder tiempo en palabras introductorias, —dijo:
—La prueba de ADN ha dado positivo.
—¿Dónde?
—En el lugar del incendio, la cabaña de Reidun Vestli. La que allí se quemó fue Elisabeth Faremo. Mi más sentido pésame, Frølich. Recibirás una nueva visita de la Policía Criminal.
—Espera —dijo Frank.
—Mantén la sangre fría —dijo Gunnarstranda—. Descansa un par de días más o tómate una semana libre, con eso ya habrás superado lo peor.
—Tengo que hablar contigo.
—¿Sobre qué?
—Sobre una llave que he encontrado.
—¿Es tan importante?
—Sí que lo es.
—En ese caso, puedes venir esta noche, después de las once.
Tal vez sólo pretendiera matar el tiempo. ¿O acaso había algo más en él que le dio el estímulo para hacerlo? En cualquier caso, Frank regresó otra vez al antiguo lugar de trabajo de Merethe Sandmo. Eran casi las once de la noche. El local empezaba a llenarse. La clientela era muy variopinta. Un grupo, por lo visto, celebraba una despedida de soltero. Un hombre, probablemente el futuro marido, llevaba un disfraz de conejo. Estaba tan perdidamente borracho que necesitaba tres sillas para sentarse. Dos jóvenes yuppies vestidos de esmoquin sentados junto a él soltaban risitas e intentaban sumergirle la mano en una fuente con agua. Un cliente ya madurito, con perilla y un mentón como el de un chimpancé, los miraba de reojo mientras jugueteaba con un vaso de aguardiente.
Sobre el escenario había una mujer de pechos hermosos y de piel achocolatada, haciendo girar sus senos al ritmo de la canción de Tom Jones, She’s A Lady, que retumbaba por los altavoces. Frank Frølich se acercó a la barra y pidió media pinta a un chico joven picado de acné y vestido de esmoquin. Cuando el joven se la trajo, pensó que, a sus ojos, el esmoquin siempre había sido una prenda de ropa ridícula. «Otro punto para fardar: jamás he tenido un esmoquin. Un punto que debía ser borrado de esa lista de farde: jamás estuve en un espectáculo de striptease». La mujer de los pechos giratorios había acabado. Todas las miradas la siguieron mientras se alejaba del escenario y la luz iba menguando. Frank Frølich se abrió paso hasta una de las mesas que estaba situada directamente delante del escenario.
Miró a su alrededor. Fuera o no fuera aquella una despedida de soltero, esos tipos eran un caso serio. «Bienvenidos al país de los machos», pensó Frank al tiempo que miraba al techo, donde descubrió una parpadeante bola de discoteca muy distinta a todas las que había visto desde que algo parecido dio vueltas sobre la cabeza de John Travolta en una película de los años setenta. Frank echó un vistazo a los rostros que había en la sala. Sí, estaba en un anfiteatro de sombras, era la hora de las ratas, la marcha nupcial de las cucarachas. Bajo esa luz, todas las caras adoptaban el mismo color amarillento. Ahí no importaba demasiado estar enfermo, sano, ser ario, indio o chino, tampoco importaba que a alguien le fuera mal. Este no era un sitio para la reflexión o la valoración, a este lugar acuden las almas solitarias en busca de bajar la moral, en busca de amargura y desprecio por sí mismos para la mañana siguiente… O tal vez para otro día, más tarde, ya que aquí cualquiera podía imaginarse, durante un par de segundos, que la atención y los cuidados es un fruto que crece en el propio bolsillo. Ahí reinaba la consigna del vacío: «¡Ponme otra copa!».
«Y yo estoy aquí, sentado en primera fila», pensó Frank, al tiempo que alzaba su copa y bebía, mientras anunciaban el siguiente número. Con el vaso en la boca, sus ojos se posaron en la mujer que entró en ese momento al escenario. Se había cubierto la cara con una máscara que, a su vez, era como un vaciado de su propio rostro. No obstante, Frank la reconoció por la forma de guitarra de su cuerpo y las trenzas a lo afro. La mujer bailaba al ritmo de la canción de Percy Sledge When a Man Loves a Woman. Conocía a su público. Hasta los gritones de la despedida de soltero enmudecieron. Llevaba unos guantes ajustados que le llegaban hasta los brazos, pero el mayor efecto lo causaba el contraste entre la fría e inerte porcelana de la máscara y su piel viva, de la que iba dejando al descubierto cada vez más y más fragmentos. Al cabo de un rato, soltó la barra de bomberos y bajó del escenario. Mientras clavaba su mirada en los ojos de Frank, una mirada salida de detrás de los agujeros de la máscara, la mujer dejó caer la prenda que cubría su torso. Algunos hombres presentes en el local no pudieron contenerse y soltaron un grito de animal en celo. Un joven vestido con un traje gris y un imponente rizo en la frente lanzó en dirección a la mujer un billete de cien doblado en forma de pájaro. El billete acertó en la barriga de la bailarina. Ella hizo como si no notara nada y se deslizó con un movimiento sinuoso de nuevo hacia el escenario. Los ojos tras la máscara miraron a Frank fijamente. Y también mantuvieron el contacto visual mientras ella se quitaba los guantes. Su mirada no lo abandonaba ni un instante, hasta que la mujer hizo un movimiento hacia atrás y abandonó el escenario, al tiempo que la música se acallaba entre silbidos y aplausos. Sólo el novio vestido de conejo se perdió aquel final. Se arrastraba por el suelo a cuatro patas, bajo una mesa, y vomitaba.
Frank Frølich se sintió fascinado por el hecho de que la stripper no se hubiera quitado la máscara.
Entonces se dirigió al bar.
Ya casi había vaciado su segunda media pinta cuando ella se sentó a su lado, ya vestida, sin máscara, como una mujer completamente distinta de la que poco tiempo antes había abandonado el escenario sin un solo hilo sobre su cuerpo. Frank le preguntó qué deseaba beber.
—Sólo agua —gritó ella en medio del ruido.
—Debo decir que… —dijo el policía, y al instante se dio cuenta de que no estaba entrenado para hacer cumplidos en situaciones como aquella—. Eres buena.
Ella respondió:
—Te he estado buscando desde hace un par de noches.
—No pensé que la invitación siguiera estando en pie.
—Y yo no sabía quién eras tú.
—¿Y ahora lo sabes?
Ella asintió.
—¿Conoces a Elisabeth?
La mujer asintió de nuevo.
—Tengo que irme —dijo—. Dame la mano.
El tomó su mano.
—Este es mi teléfono —dijo y soltó la mano del policía—. No deben ver que estoy contigo.
Frank se guardó el papel en el bolsillo y preguntó:
—¿De quién tienes miedo?
Ella bebió su agua y no pudo responder. Cuando depositó el vaso sobre la barra, bajó del asiento.
—Si preguntan qué te he dicho —gritó Frank Frølich—, les dices que tenía un mensaje para ti. Tengo la llave.
Ella ya se había dado la vuelta, pero Frank la retuvo.
Ella le dedicó una mirada ofendida.
—Tengo que irme ahora. Lo digo muy en serio.
—Tengo la llave —repitió Frank Frølich.
Ella le oprimió ligeramente la muñeca y desapareció con su maquillaje exagerado y su bronceado de solárium, una chica de la clase trabajadora que se desnudaba por dinero en un bareto miserable. «¿Qué hago aquí?». Frank se asustó al escuchar el eco de pensamientos demasiado lejanos en el tiempo. Con manos temblorosas colocó el vaso sobre el mostrador y salió del bar. Luego subió las escaleras y se marchó. Fuera se detuvo y aspiró el aire frío y refrescante. Se subió al primer taxi que encontró. Eran más de las once.
Era una sensación extraña la de subir precisamente esa escalera, percibir aquel olor, al tiempo que iba dejando, una tras otra, aquellas puertas con mirilla en el pasillo de un edificio al que se sentía tan unido sin haberlo pisado nunca. Frank se detuvo y contempló la arañada y anticuada puerta, el cartel de latón con el nombre, el buzón de periódicos fabricado de aluminio. Frank levantó el dedo a la altura del blanco botón del timbre y lo oprimió. El sonido chirrió como un teléfono de los años sesenta. El eco del timbre se quedó flotando en el pasillo hasta que Frank oyó a su jefe toser tras la puerta. Poco después esta se abrió.
Gunnarstranda lo miró fríamente sin mostrar ninguna expresión.
—Esta vez me toca a mí —dijo Frank Frølich tímidamente.
Gunnarstranda le sostuvo la puerta para que pasara.
—¿Te apetece un whisky?
—Sí, gracias.
—¿Qué marca prefieres?
—¿Cuáles tienes?
—Todas.
Frank Frølich enarcó las cejas.
—En cualquier caso, todas las que tú conoces.
—Un Islay —dijo Frølich mirando a Gunnarstranda, que se dirigió a un viejo y gastado baúl en el que todavía podía leerse la borrosa etiqueta del M/S Stavanger. Gunnarstranda abrió la tapa. Dentro había varias botellas de color ámbar muy apretadas unas junto a otras.
—¿Bowmore?
—De acuerdo —dijo Frank Frølich mirando a su alrededor. Casi cada centímetro cuadrado de pared estaba tapizado de libros. Literatura especializada, diccionarios, libros de balística, de botánica. Frank leyó los títulos. Alpine Flowers in the North («Flores alpinas del norte»), Flowers of the Alp («Flores de los Alpes»), Flowers of Iceland («Flores de Islandia»), Flowers of the Faroese Islands («Flores de las Islas Feroe»). La única variación entre las hileras de libros era una esfera de cristal en la que había un pequeño goldfisch de cola roja que se pasaba todo el tiempo escupiendo agua. Frølich se plantó delante de la pecera y contempló al pez a través del cristal.
—Aquí tienes —dijo Gunnarstranda alcanzándole el vaso.
Frank Frølich lo cogió.
—Cuestan treinta y cinco coronas —dijo Gunnarstranda.
—¿Hum?
—Me refiero a un pez como ese. ¿Es barato, no te parece?
—Parece un poco pachucho.
Gunnarstranda no respondió.
—No tienes mucha literatura —afirmó Frank Frølich.
—¿Literatura?
—Sí, novelas, poesía…
—¿Arte…? —Gunnarstranda negó con la cabeza, sonriendo—. No me gusta el arte —dijo, levantando el vaso—. Skal.
Ambos bebieron un sorbo de sus vasos.
Frølich bebió el whisky saboreándolo.
—Lo que acabas de decir encaja bastante mal con tu habilidad para soltar citas literarias.
Gunnarstranda se encogió de hombros, dejó su vaso y preguntó:
—¿Tienes la llave?
Frank Frølich revolvió en el bolsillo de su pantalón y le entregó la llave a su jefe.
Se sentaron en dos hondos sillones que databan por lo menos de 1972, la época del primer referéndum para entrar en la Unión Europea.
Gunnarstranda estudió la llave.
—Es de la caja fuerte de un banco —dijo.
—¿Por qué lo crees?
—Porque tiene exactamente el mismo aspecto que la de mi banco —dijo Gunnarstranda, devolviéndole la llave. Frank la sopesó en la mano—. No hay ningún nombre de banco ni número de taquilla.
—La mayoría de las veces es así.
—De modo que tenemos un par de millares de bancos y varios cientos de miles de cajas de seguridad para escoger —soltó Frølich con tono resignado.
Gunnarstranda asintió.
—No va a ser tan sencillo.
—Pero estos bancos… ¿por qué no marcan sus llaves?
Gunnarstranda se encogió otra vez de hombros.
—Probablemente porque una caja de seguridad como esa es un asunto bastante solemne. En una ocasión en que me abrí una, me entregaron una llave y me informaron de que el banco poseía una copia. Si quería entregarle un poder a alguien para abrir la caja, habría que registrarlo en el registro de poderes del banco.
—Pero ¿qué diablos voy a hacer con esta llave si no hay posibilidad de averiguar a qué banco pertenece ni a qué caja de seguridad?
En el rostro de Gunnarstranda se dibujó una sonrisa torcida. Entonces dijo:
—¿De dónde ha salido la llave?
—Ella la dejó en mi casa.
—¿Quién?
—Elisabeth.
—¿Estás seguro?
—Al ciento por ciento.
—Son muchas las probabilidades de que la llave esté registrada a nombre de Elisabeth Faremo o de alguien de su entorno, por ejemplo, del hermano, Jonny Faremo. O tal vez esté registrada a nombre de los dos. El único problema es el hecho de que no existe un registro central de dueños de cajas de seguridad, y si la situación fuera distinta, sin duda lo agradecerías.
Frank Frølich bebió un sorbo del whisky mientras su jefe reflexionaba.
—¿Y me has dicho que descubriste un estudio de tatuajes en Askim donde un tipo le decoró a Elisabeth la cadera?
Frank Frølich asintió.
—¿Lo averiguaste tú solo?
—Por supuesto.
—¿Y cómo se te ocurrió indagar en Askim?
—Porque fue allí donde encontraron a Jonny Faremo.
—¿Te interesa saber que Ilijaz Zupac vivió un tiempo allí?
—¿Dónde?
—En Askim. —Cuando Gunnarstranda notó la confusión en el rostro de su colega, añadió—: Me he tomado la molestia de indagar un poco en todo lo que atañe a Ilijaz Zupac. Por lo visto, asistió a una escuela de formación profesional en Askim, en el curso básico del ramo técnico. En los años setenta, su padre trabajaba en la fábrica de artículos de goma de allí. Al parecer había toda una colonia de inmigrantes yugoslavos en la ciudad.
—¿Yugoslavos?
—Eso fue antes de la muerte de Tito y de las guerras de los Balcanes. Esos antiguos yugoslavos son, en la actualidad, croatas, bosnios, serbios, eslovenos o montenegrinos. Pero sólo Zupac sabe de dónde son oriundos sus padres. Ambos están muertos. Él, sin embargo, posee la nacionalidad noruega y visitó esa escuela entre 1989 y 1991, donde terminó un curso de formación profesional. Hizo un FP como mecánico de camiones y no por gusto trabajaba en la gasolinera cuando lo arrestaste.
Gunnarstranda hizo un gesto de aprobación mientras miraba la llave.
—Tengo una caja de seguridad en el DnB NOR, en Grefsen. Como te he dicho, esta llave es bastante parecida a la mía.
—¿Quieres decir que deberíamos viajar hasta Grefsen y probar en todas las cajas de seguridad?
Gunnarstranda negó con la cabeza.
—Faremo fue asesinado en Askim, y su hermana se hizo el tatuaje en Askim. Su novio también vivía allí. Y sé, por casualidad, que en Askim también hay una filial del DnB NOR.
Ambos se sumieron en el silencio. Frølich seguía sopesando la llave en una de sus manos.
—Vale la pena intentarlo —dijo finalmente.
—Pero tenemos que proceder de manera oficial.
—¿Cómo?
—Me aprovecharé del caso que estoy investigando. Citaré a Jim Rognstad y a Vidar Bailo para nuevos interrogatorios en relación con el asesinato de Arnfinn Haga, y también sobre la muerte de Elisabeth Faremo. Tengo la firme sospecha de que ninguno de los dos aparecerá en esos interrogatorios. Si no lo hacen, ya no se nos interpondrá nada —dijo Gunnarstranda, dándose unos golpecitos con el dedo sobre el pecho—, ya no habrá nada que se nos interponga para que acuda donde los empleados de la filial del DnB NOR en Askim y les muestre esta llave —dijo inclinándose hacia adelante, quitándole la llave a Frank de entre los dedos y guardándosela. A partir de ahora, tú y yo volvemos a formar un equipo en este caso— concluyó el comisario. —Espero que vengas mañana a trabajar.
Frank Frølich reflexionó. El desarrollo que Gunnarstranda había esbozado no le gustaba nada. Entonces dijo:
—¿Y si la llave no encaja con ninguna caja fuerte en ese banco?
—En ese caso, tendrás trabajo para los próximos días.
Frank Frølich se puso de pie y le extendió la mano a su jefe.
Gunnarstranda alzó la vista.
—¿Qué pasa ahora?
—La llave. Si esto tiene que hacerse por la vía oficial, está bien. Pero la entregaré mañana.
Cuando Frank dejó a Gunnarstranda, decidió ir andando desde Bjolsen hasta el centro de la ciudad. Pasó junto a las casas de madera de la Maridalsvei y luego dobló a la derecha en dirección al antiguo molino de Akerselv. El puente sobre la cascada estaba iluminado en medio de la oscuridad. Frank lo cruzó y continuó rumbo a Grünerlokka. Tenía muchos motivos para pensar. Le había irritado el modo en que Gunnarstranda le quitó la llave de entre los dedos. Pero ¿qué significaba esa sensación? ¿Era acaso una especie de arraigada alergia contra todo lo que fuera sentirse dirigido, una alergia a que le entregaran la llave y se viera comprometido a aparecer mañana por el trabajo, recién afeitado y bien desayunado, dispuesto a seguir todas las normas de la A a la Z? Tal vez esa fuera la causa de su mal humor, de su apocamiento. Su relación directa con el caso dificultaría en adelante el trabajo en el mismo. Posiblemente todavía no estuviera dispuesto a reincorporarse al trabajo. La llave pesaba mucho dentro del bolsillo de su pantalón. Alguien la había llevado a su piso. Concretamente ella. Era su llave. Y esa presión de Gunnarstranda para que se incorporara de nuevo al trabajo, para que se sometiera de nuevo a las normas de la orquesta y se dejara dirigir… No, no estaba dispuesto a aceptarlo. Por lo menos no ahora. Aún no.
El otoño había escogido aquella noche para mostrar su lado más húmedo. Las farolas de las calles en el parque de Birkelunden tenían una aureola de color rojizo y naranja bajo la bruma de la niebla. Un hombre vestido con una parca y pantalones de pijama había sacado a pasear al perro. Un coche oscuro pasó lentamente. Frank Frølich caminó más de prisa y puso rumbo hacia la estación de Gronland para coger el tren.
Le dio tiempo a coger el último. Era más o menos la una de la madrugada. Todavía no estaba seguro de si debía aparecer a la mañana siguiente por el trabajo. Un problema sería despertarse y levantarse dentro de muy pocas horas. El otro problema era aguantar las miradas, los silencios, las palabras no dichas… y no sólo durante todo el día, sino cada día a partir de ahora. ¿Conseguiría adaptarse de nuevo al trabajo alguna vez?
Frank bajó en Ryen y caminó muy despacio a lo largo de la Havrevei. El frío había amainado y llovía ligeramente. Entonces se detuvo y estiró la mano abierta para sentir las gotas de lluvia. Pero no notó nada.
Escuchó el ruido de la motocicleta, pero no la vio venir. Sólo sintió que volaba por los aires. Luego notó el asfalto áspero y frío en las manos, cuando amortiguó la caída. Tampoco sintió el golpe en la cabeza. Pero sí que lo escuchó, y también notó que ese golpe lo inmovilizaba. Cuando el aire de sus pulmones se comprimió, vio la luz trasera de la moto, la corpulenta figura con ropa de cuero y casco que aparcaba la moto. Había sido atropellado. Sintió el aire contra su cara. Aquel hombre, sencillamente, le había pasado por encima. Frank intentó incorporarse, pero no lo consiguió a tiempo. Un puntapié lo derribó de nuevo al suelo. El hombre con el casco de motociclista sostenía algo en la mano. Una voz en la cabeza de Frank le gritaba. «¡Levántate! ¡Corre!», pero las piernas no le respondían. Frank se llevó las manos a la cabeza cuando el hombre lo golpeo. Se le nubló la vista y sintió que unas manos palpaban su cuerpo. Yacía allí, con los ojos abiertos, y de pronto reinó una absoluta quietud. Frank intentó parpadear, pero no pudo ver nada. Se pasó la mano por la cara. Estaba mojada. «Es sangre. ¡Tengo que pedir auxilio!». Consiguió ponerse a cuatro patas, pero se mareó y cayó. Volvió a pasarse la mano por la cara, vio un tramo de la calle y las ruedas de los coches aparcados. Vio la moto que arrancaba. La roja luz trasera y la nube de gases de escape sobre el tubo. Vio los contornos de un motociclista que no miró hacia atrás. Frank consiguió arrastrarse. Lentamente, logró llegar a rastras hasta la acera, mientras el ruido de la moto iba desapareciendo poco a poco. Sus cosas estaban totalmente empapadas. Apoyó la espalda contra un coche, se palpó el cráneo con los dedos y sintió la herida. Los retiró de inmediato. Palpó sus bolsillos. La cartera estaba en su sitio. ¿Qué le había robado aquel tipo? Frank sabía la respuesta, por eso no se tomó ni siquiera el trabajo de meter la mano en el bolsillo. En su lugar, buscó su teléfono móvil. Probablemente allí, entre los bloques de edificios, nadie hubiera visto nada. Tendría que llamar a la ambulancia él mismo.
Todavía no eran las cinco de la mañana. Gunnarstranda no había comido nada, no había tomado café. Estaba irritado y de muy mal humor. Y tampoco el lamentable aspecto del colega sentado junto a él en el coche servía para animarlo. Entretanto, lo habían zurcido un poco en la ambulancia de acuerdo con las normas de los primeros auxilios, pero todavía estaba bajo el efecto del shock y olía a cerveza y a vómito.
—¿Y no pudiste echar al menos un vistazo al número de la matrícula? —preguntó.
~No.
—¿No tienes ni idea de quién ha sido?
—No.
—Dices que era un solo hombre. ¿Estás seguro de que no había más?
—No estoy seguro, pero creo que era un solo hombre.
—Y ese hombre, ahora, se ha quedado con la llave. La verdad es que ha sido jodidamente inteligente por tu parte llevártela.
Frølich no respondió.
—Lo que más me molesta es que sabían el momento en que podían dar el golpe ——dijo Gunnarstranda.
—¿Por qué lo dices?
Gunnarstranda abrió la puerta del coche y dijo:
—Ven.
A continuación, ayudó al corpulento Frølich a salir del Skoda y le sirvió de apoyo en dirección a la puerta de su edificio. Había amanecido. Un repartidor de periódicos pasó volando en su bicicleta. Un hombre que salía presuroso a través de una puerta puso ojos como platos al ver el lamentable aspecto de Frank Frølich.
Ambos policías entraron torpemente en el ascensor. La puerta se cerró de golpe haciendo un ruido molesto. El ascensor se puso en movimiento.
Frank Frølich repitió:
—¿Por qué dices eso?
La mirada de su jefe adoptó una expresión de irritación.
—¿Me tomas por tonto, Frølich? Esos tipos han dado el golpe precisamente esta noche, han robado la llave. Sin embargo, no les interesó ni tu dinero, ni tu móvil, ni tu reloj. ¿Cómo podían saber que tenías la llave encima? Hasta esta noche no habían hecho nada. Yo no he hablado con nadie acerca de esa dichosa llave. Si cuentas con mi simpatía en toda esta historia, entonces quiero saber cómo esos tíos podían saber que tenían que atacarte justo a esa hora y precisamente esta noche.
—Era un solo hombre. Te propongo que le preguntes.
—Maldita sea, estás en una situación deplorable.
Frank Frølich guardó silencio. El ascensor se detuvo. Gunnarstranda abrió la puerta y la sostuvo. Salieron al pasillo. Frank Frølich buscó el mazo de llaves en su bolsillo, lo encontró y abrió la puerta.
—¿De modo que esa llave sí que podías quedártela?
Frank Frølich le lanzó a su jefe una mirada severa.
—Por desgracia no tengo nada que pueda ofrecerte —dijo mientras se hundía en el sofá.
Gunnarstranda se quedó parado en la puerta. Sus ojos centelleaban a causa del enfado.
—Acudiste a mí con la llave en busca de ayuda. Y cuando pretendes marcharte, me das una explicación idiota sobre por qué quieres conservar la llave contigo. Luego te dejas dar una paliza con la que casi te matan para luego llamarme y despertarme en lugar de llamar a la ambulancia. Bien, ya has contado con mi ayuda. ¡Pero si eres realmente la persona que pienso que eres y, al mismo tiempo, quieres mi ayuda, tengo que saber lo que has hecho! ¡Joder!
—No puedo.
—¿Por qué no?
Frølich guardó silencio de nuevo y se puso un cojín bajo la nuca.
—¡Responde! ¿Por qué no puedes?
Frølich cerró ambos ojos y suspiró con dificultad.
—Antes de acudir a verte anoche, estuve en el local en el que trabajaba Merethe Sandmo. Hablé con alguien que trabaja allí, una mujer.
—Con una mujer. —Gunnarstranda torció el gesto, como si hubiera mordido un limón—. Una mujer —repitió lleno de asco—. Tú y las mujeres. ¿Qué coño pasa contigo?
—Aguarda. Ella fue la única que me dio una pista sobre el paradero de Ilijaz Zupac. Estuve allí hace un par de días por mera curiosidad y ella me entregó su nombre en bandeja de plata. Así fue, y anoche fui allí otra vez. Pero ya alguien le había dicho que se mantuviera alejada de mí. Sencillamente, me arriesgué, pensé que podría hacerles una jugarreta y le pedí a esa mujer que le dijera a esa misma gente (de cuya identidad no tengo ni puñetera idea) que yo tenía la llave. Por lo visto, lo hizo. En todo caso, sólo transcurrieron unas pocas horas hasta el momento en que esa motocicleta me atropello.
—¿Cómo se llama la mujer?
—Ni idea.
—¡Frølich!
—De verdad, no tengo ni idea. Tiene el pelo rojo, o negro teñido de rojo. Tiene un peinado bastante llamativo, unas trenzas tipo afro, ya sabes. Tendrá unos veintiocho o veintinueve años. Pero lo más importante es que los bancos abrirán pronto.
—Lo sabía —dijo Gunnarstranda enfadado—. Tú me tomas por tonto.
Frank Frølich soltó el aire.
Gunnarstranda se dio la vuelta en la puerta y dijo:
—He reflexionado mucho sobre los trabajos que hemos hecho juntos, Frølich, y la mayoría de las veces las cosas han salido bien. Siempre he pensado que nos complementamos estupendamente. Pero ahora… Esto, sencillamente, no puede ser. No puedes ocultarme cosas y comportarte como un perfecto idiota. Ya hay demasiados muertos en este caso. Arnfinn Haga, Jonny Faremo, Elisabeth Faremo. Si sumas a esa profesora de Blindern que se quitó la vida, ya tenemos cuatro. Tú eres policía. Jamás hubiera creído posible que te vería, por así decirlo, con un pie en la tumba y que, al mismo tiempo, te dedicarías a contarme historias en una investigación.
—Yo tampoco lo hubiera creído posible —dijo Frank Frølich—. Pero yo sé quién fue.
Gunnarstranda negó con la cabeza.
—Aunque arrestáramos a un hombre con una motocicleta, no habría ninguna seguridad de que fuera el que te atropello.
—¿Cuánto quieres apostar? —murmuró Frank Frølich—. Apuesto cien pavos a que fue Jim Rognstad.
—También podría haber prestado su moto —dijo Gunnarstranda—. Si lo ha hecho, entonces serás tú el que pierda esas cien coronas —dijo el comisario, cerrando la puerta a sus espaldas.