Era el primer día, después de dieciocho años, que el comisario Gunnarstranda se ausentaba de su puesto de trabajo. La noche anterior había comprobado que Kalfatrus estaba nadando de lado. Luego se había sentado en un sillón con un vaso de whisky en la mano y contemplado cómo la cola en forma de velo entraba y salía a través de la ampliación que se producía por la convexidad del cristal. Pero estaba torcida. Gunnarstranda se había quedado dormido en el sillón. Sin embargo, cuando despertó, no se fue a la cama. Sencillamente, se había quedado sentado, observando a su goldfisch iluminado por el brillo de las farolas de la calle situadas delante de la ventana. Algo no andaba bien, ya se había dado cuenta. Pero no sabía qué era. Bueno, ¿y qué más daba? A fin de cuentas no era más que un pez. En un diminuto segundo de locura se vio a sí mismo con el pez metido en una bolsa de plástico y sentado ante el veterinario con aquel animalito de cola roja en forma de velo:
«¿Y qué le pasa a nuestro amiguito?».
«Bueno, verá, está nadando un poco de lado».
La situación parecía poco atractiva. No obstante, Gunnarstranda no había podido quitarse de encima aquella preocupación. Siempre había tenido la certeza de que el diminuto goldfisch lo sobreviviría. Y resultaba preocupante que, al parecer, las cosas fueran a ser justo al revés. Al mismo tiempo, el comisario había intentado aclararse la mente sobre el origen de aquella preocupación. ¿Estaba preocupado por el pez o por sí mismo? ¿Era esa preocupación una expresión de miedo ante la soledad —a una vida sin Kalfatrus— o era un gesto altruista muy particular, al preocuparse realmente por el estado general del pez? «¿Acaso un pez siente dolor?», se había preguntado.
El había probado casi todo: cambió el agua, limpió el cristal, lavó la arena del fondo, le dio la comida recomendada. No obstante, el pez siguió nadando ladeado, y sus característicos movimientos de la boca se habían vuelto mucho más lentos. «Si muere ahora —pensó el comisario— puede que lo haga por ser demasiado viejo». ¿Era eso probable? Gunnarstranda había intentado acordarse. ¿Cuándo había comprado aquel pez? Ya no lo sabía. Ni tenía idea tampoco de cuántos años podían llegar a cumplir esos animalitos. Sólo sabía que le había costado diecisiete coronas. En el instante siguiente, se había visto sentado junto al teléfono, marcando un número y haciendo la siguiente pregunta: «Hola, sólo quiero saber cuándo costaba un goldfisch unas diecisiete coronas y cuánto pueden vivir esos animales».
Gunnarstranda se metió un cigarrillo entre los labios y, con expresión pensativa, empezó a soltar anillos de humo contra el cristal de la pecera. Por primera vez en mucho tiempo sentía que su compromiso con el trabajo palidecía. Y lo que relegó ese compromiso fue ver a un pequeño pez de color rojo amarillento nadando un poco ladeado. «Vete al diablo —pensó Gunnarstranda—, vete al diablo si te mueres ahora, delante de mí».