Era una mañana muy fría. Por encima de la cresta de las colinas, una orla de nubes anunciaba el día, una orla que hacía pensar de inmediato en la lava incandescente. Frank Frølich viajaba por la E6 en dirección norte. Iba con el tráfico mayoritario en contra y, mientras tanto, el sol salía por el este. Cuando el coche pasó a toda velocidad por la altura situada tras Karihaugen y la región de Nedre Romerike y el paisaje se reveló como una enorme alfombra tejida de campos de cultivo despertados del sueño invernal, Frank sacó las gafas de sol de la guantera. Tres carriles, ciento veinte kilómetros por hora, y con los demás coches viajando en la dirección contraria. Todo aquel cuadro tenía cierto aire estadounidense. Frank puso un CD de Bob Dylan, «Slow Train Corning», y oprimió la tecla para rebuscar hasta la canción que daba título al disco. Era larga, y la guitarra producía un sonido fuerte que encajaba muy bien en la imagen. Además, la reiteración del estribillo sobre el tren que pasaba tenía algo de fatal y de revitalizador. A Frank le parecía que estaba subido a aquel tren. Se movía lentamente, pero avanzaba. Cuando Dylan acabó, apretó la tecla para repetir la canción y dejó la pieza puesta hasta que se detuvo delante de los altos muros de Ullernsmo.
Después de haber pasado la puerta de seguridad que lo conducía al interior de la prisión, le salió al paso un joven de pelo abundante, rubio y rizado, y le dijo:
—¿Es usted el que viene a visitar a Ilijaz Zupac?
Frank Frølich asintió.
—Soy Freddy Ramnes, el médico de esta penitenciaría.
Su apretón de manos era firme, y el médico miró a Frølich directamente a los ojos. Entonces añadió:
—¿Conoce a Ilijaz Zupac de antes?
Frank Frølich enarcó ambas cejas, reflexionó un instante y decidió decir las cosas con la exactitud correspondiente al caso.
—Fui el agente de policía que arrestó a Zupac en el otoño de 1998 y ese mismo día lo sometí a un breve interrogatorio. Luego fui testigo en el juicio. Son las únicas veces que he visto a ese hombre.
Ramnes vaciló:
—¿Viene usted en calidad de policía?
——En estos momentos estoy tomándome unas vacaciones.
—¿Y puedo preguntarle por qué ha venido?
—Por motivos personales.
Ambos se mantuvieron de pie y se miraron en silencio.
Frank Frølich esperó la incómoda pregunta: «¿Cuáles son esos motivos personales?». Pero la pregunta nunca llegó.
Finalmente, dijo:
—¿Hay algún problema? ¿Acaso no quiere hablar conmigo?
El médico se tomó su tiempo para responder:
—Yo no tengo nada que ver con eso —dijo por fin, al tiempo que metía las manos en los bolsillos, como si en ellos estuvieran las palabras que estaba buscando—. Es más bien la situación. Ilijaz está enfermo. En realidad, debería ser sometido a un tratamiento psiquiátrico que nosotros no podemos ofrecerle.
El médico guardó silencio como si buscara ahora otras palabras.
—¿Ah, sí? —dijo Frølich, en tono inquisitivo.
—Estamos hablando de una persona que necesito un tratamiento con urgencia. Sólo quería prevenirle —dijo y, tras una pausa, añadió—: Bueno. ¿Vamos?
Sus pasos resonaban en las paredes de hormigón. «Esto va a ser engorroso. El médico estará presente durante la conversación. Pero es todavía joven, tal vez sea un idealista».
Llegaron a una de esas salas de visita algo más agradables en las que los reclusos podían reunirse con sus parejas y en las que hay condones en el armario. No obstante, el recinto, en general, era poco acogedor. Un sofá para dormir de mala calidad, una mesa y un sillón. Las paredes estaban desnudas. Delante de la calefacción, entre la pared y el sillón, había una persona sentada en el suelo. Frank Frølich no lo reconoció. La piel, otrora tan dorada, era ahora de color gris. Su cabello era un caos grasiento y afieltrado que recordaba un gran nido de palomas; la espalda se le encorvaba de un modo lamentable bajo una camiseta agujereada. La figura estaba agachada, como un hindú en pleno proceso de meditación a orillas del Ganges, y tenía el rostro oculto entre las manos.
Frank Frølich y Freddy Ramnes intercambiaron una mirada.
—Ilijaz —dijo el médico.
Ninguna reacción.
—¡Ilijaz!
La figura se movió. Una mano sucia, con dedos muy delgados y uñas inusualmente largas, empezó a rizar unos mechones de pelo.
—Ilijaz, ¿te apetece una cola?
La situación era idiota. Frank miró al médico, cuya expresión facial seguía siendo seria y empática.
—Ilijaz, tienes visita.
La cabeza de la figura no se movió.
Frank Frølich carraspeó.
—Ilijaz, ¿recuerdas quién soy?
Ninguna reacción.
—Fui yo el que, hace seis años, te arrestó en la gasolinera. Soy el policía que luego habló contigo.
Ninguna reacción.
—Tenías una novia noruega que se llamaba Elisabeth —dijo Frank Frølich—. Quiero hablar contigo sobre…
Frank guardó silencio cuando la figura que estaba en el suelo se movió. El cuerpo, encorvado sobre sí mismo, se volvió totalmente hacia un rincón.
Frank y el médico se miraron. Entonces Frank Frølich dijo:
—Elisabeth Faremo, Jonny Faremo, Vidar Bailo, Jim Rognstad… —Frank guardó silencio, no había ninguna reacción por parte de Ilijaz. El policía se aclaró de nuevo la garganta y continuó—: Tengo una fotografía de Elisabeth Faremo, ¿quieres verla?
Ninguna reacción.
Frank Frølich y el médico intercambiaron nuevas miradas. Ramnes estaba allí de pie, esperando, con las manos en los bolsillos.
—Tal vez esto no sea una buena idea —dijo Frank Frølich.
Freddy Ramnes sacudió la cabeza. Sacó entonces del bolsillo de su ancha chaqueta una botella de cola de medio litro y la puso encima de la mesa.
—Hasta luego, Ilijaz —dijo mientras se dirigían a la puerta.
Ambos hombres regresaron en silencio a lo largo del mismo pasillo.
—Si yo muriera mientras trabajo aquí —dijo Freddy Ramnes con la voz temblorosa por la rabia—, deberían poner sobre mi lápida que me ha matado la política carcelaria de Noruega. Los que tienen las responsabilidades políticas de esto me han dejado el maldito dilema de atar a ese pobre diablo a la cama o drogarlo de tal modo que sea incapaz de quitarse la vida.
—¿Estaba drogado ahora?
—Por supuesto.
—¿Significa eso entonces que tiene problemas para recordar nombres?
—No. Eso significa que está sedado, pero también se muestra indiferente ante cualquier cosa que usted o yo le digamos. Puede compararse con una lobotomía, dice la gente entendida en estos casos.
—¿Y qué enfermedad tiene?
Freddy Ramnes continuó caminando un par de metros más en silencio. Parecía estar reuniendo fuerzas de nuevo después de haber soltado su rabia, como si intentara recobrar su dignidad, que había quedado dañada debido a aquel arranque de sentimientos.
—Si yo fuera especialista en psiquiatría, tal vez podría decirlo. Lo único que puedo hacer es buscarle un sitio en un manicomio y recibir una y otra vez una respuesta denegatoria. A fin de cuentas, ya está en un manicomio. ¿Me entiende? —Ramnes puso cara de amargura.
Frank Frølich no supo qué decir.
—En fin, no lo sé —continuó Freddy Ramnes en un tono más moderado—. Se trata sólo de etiquetas, trastorno psicótico de la personalidad, trastorno bipolar, esquizofrenia, y todas esas cosas. Un cínico podría definirlo como una psicosis carcelaria.
—Como ya le dije, hace seis años tuve cierto contacto con Ilijaz, y en aquella época era un hombre muy distinto.
Ramnes tomó aire.
—Todo lo que sé es que la enfermedad y los síntomas se desarrollaron aquí, durante el cumplimiento de su condena. Y todo empezó cuando yo llegué. Un miedo enorme, ensimismamiento, paranoia. Y cada vez se pone peor.
—¿Recibe visitas?
Ramnes se detuvo y miró a Frank Frølich con escepticismo.
—Frølich, usted parece ser una persona estupenda. Pero ahora estamos adentrándonos en un terreno en el que estoy sujeto al silencio profesional. Para averiguar eso tendrá que dirigirse a otras personas.