A la mañana siguiente no pudo llegar lo suficientemente temprano a la Jefatura de Policía. Lena Stigersand le salió al paso en el pasillo. Primero hizo un gesto negativo con la cabeza, pero luego lo tomó por el brazo y le dijo aparte:
—Claro que conocemos a ese hombre, me alegra verte de nuevo.
—No tan de prisa —balbuceó Frank Frølich, al tiempo que sentía sudoraciones en todo su cuerpo—. Sólo vengo a recoger un par de cosas antes de que empiece la siguiente semana de vacaciones.
Frank abrió la oficina y cerró la puerta a sus espaldas. Gunnarstranda aún no había llegado. No había nadie. No estaba de humor para hablar con nadie. Le había costado un enorme esfuerzo físico cambiar apenas unas palabras con Lena Stigersand. Frank sacudió la cabeza como un boxeador exhausto y se sentó a la mesa del ordenador. Se conectó a internet y buscó un informe redactado por él mismo con fecha 4 de noviembre de 1998 sobre el robo a Inge Narvesen en Ulvøya. A continuación buscó un informe de la unidad de policía de Baerum sobre un tiroteo en la Snaroyvei, ocurrido un par de días después.
Ya había sacado una copia impresa de esos papeles y los había grapado cuando entró Gunnarstranda. El comisario no movió un músculo del rostro, se limitó a quitarse el abrigo y a colgarlo de la percha.
—¿Se te han acabado las vacaciones? —preguntó escuetamente.
Frank Frølich negó con la cabeza.
—¿No hubiera sido más práctico encontrar el cadáver de Reidun Vestli en tu condición de policía y no de turista? —dijo Gunnarstranda—. He estado pensando sobre eso —continuó en tono ausente—. Hablé con ella acerca de su cabaña quemada, y en cuanto salgo de la casa, se traga un montón de pastillas y se duerme. Es descabellado.
—No creo que haya sido la pérdida de la cabaña lo que colmó el vaso.
—¿Estás pensando en los restos de huesos?
Frank Frølich asintió. Sentía cómo el sudor le cubría la frente. Le repugnaba que se hablara de Elisabeth como de aquellos «restos de huesos».
—Seguramente le tendría un apego enorme a esa chica.
Nuevo gesto de asentimiento.
—¿Qué llevas ahí? —preguntó Gunnarstranda señalando con la cabeza a los papeles que Frank Frølich se había metido bajo el brazo.
—Es un caso antiguo, de hace seis años. El asesinato de Snaroya.
Gunnarstranda se quedó pensativo.
—Folkenborg —murmuró—. ¿Era ese el hombre que trabajaba en la gasolinera?
—Era el dueño y el encargado.
—¿No lo habían tomado como rehén?
—No. Debía ser un arresto de lo más normal. Folkenborg fue asesinado por el hombre que debíamos arrestar. Yo estaba allí con los chicos de Sandvika para arrestar a ese tipo. Trabajaba en la gasolinera de Blommenholm. Yo había llevado las investigaciones previas del caso, un robo en una villa en Ulvøya y por el que teníamos que pillarlo entonces. Cuando llegamos, nuestro hombre estaba detrás del mostrador, pero el tipo sacó una pistola del bolsillo —Frølich echó una ojeada al informe—. Una Cok Python de cañón corto. Empezó a sacudirla de un lado a otro y corrió por entre el tren de lavado de coches en dirección a la nave con la zanja para el engrasado, donde Folkenborg estaba haciendo un cambio de aceite. Ninguno de nosotros había contado con que aquella misión pudiera entrañar ningún riesgo. Nadie había exigido llevar armas. Y sólo pudimos quedarnos allí parados y ver cómo el tipo corría de espaldas con la pipa en una mano. Por eso nos retiramos. Para desgracia nuestra, Folkenborg entró en acción. Creía que conocía al tipo y que lo tenía todo bajo control. Entonces sonó el estallido. Un disparo a Folkenborg en el pecho. El hombre sufrió un ataque de pánico, arrojó el revólver y salió huyendo de allí, directamente a nuestros brazos.
Gunnarstranda estaba profundamente sumido en sus pensamientos.
—El hombre que disparó se llamaba Ilijaz Zupac.
—¿Un inmigrante?
—De segunda generación. El padre y la madre son oriundos de los Balcanes. Ambos están muertos. Zupac es ciudadano noruego.
—¿Y por qué desempolvas ahora un caso tan antiguo?
Frank Frølich guardó los papeles en el bolsillo y dijo:
—Por entonces a Zupac había que arrestarlo porque estaba detrás de un robo con fuerza en Ulvøya. Lo había hecho en casa de un tipo llamado Inge Narvesen y había robado una caja fuerte que estaba en un armario del dormitorio. Había en ella medio millón de coronas. Participaron varios hombres, pero Zupac había sido reconocido por su aspecto.
—Sí, sí —dijo Gunnarstranda impaciente—. Pero ¿por qué andas revolviendo ahora en ese caso?
—Fue condenado por robo y por homicidio premeditado. Aunque no había realizado el robo él solo, no se arrestó a nadie más. A Zupac no se le pudo sacar nada. Me interesan los testigos y la investigación en sí.
—¿Por qué? —preguntó Gunnarstranda, irritado.
Frank Frølich vaciló.
La irritación de Gunnarstranda iba en aumento, como revelaba la arruga cada vez más profunda sobre sus ojos.
—Ilijaz Zupac y Elisabeth Faremo eran pareja cuando él fue arrestado y condenado —dijo Frank rápidamente.
Ambos policías se miraron. Frølich sonrió.
—Parece que he conseguido despertar tu curiosidad —dijo, murmurando.
—Hace mucho que estoy pensando una cosa —dijo Gunnarstranda en tono pausado.
—¿Qué es?
—La relación entre esa mujer y tú fue algo fabricado de antemano.
Ambos guardaron silencio. Fue Frank Frølich quien rompió el silencio:
—Si tienes razón, entonces no entiendo la lógica que se oculta detrás de todo esto.
—Sin embargo, aunque no entiendes la lógica, le sigues el rastro a ese… Ilijaz Zupac.
—Por supuesto.
—¿Por qué?
—Por el asesinato del guardia jurado. Me parece que esa pista elimina un pequeño problema.
—¿Qué problema?
—El del cuarto hombre. Ilijaz no estaba solo cuando robó aquella caja fuerte de Narvesen. Ilijaz era el amante de Elisabeth, hermana, a su vez, de Jonny Faremo. Estoy dispuesto a apostar cien coronas a que por lo menos otro de los que participaron era Jonny Faremo. Y si eso es cierto, Faremo colaboró en una o más ocasiones con otros que no eran Bailo o Rognstad. Ya no es ningún misterio que estuvieron juntos los cuatro aquella noche en que asesinaron al guardia. Tenemos a un cuarto hombre que tuvo que ver con el asesinato en Haga, pero no tenemos ni idea de quién es.
—Cuando empieces de nuevo a trabajar —dijo Gunnarstranda en tono pensativo—, es posible que tengas un caso.
—No lo creo. Seguiré siendo un testigo parcial mientras esta pista nos lleve hacia Elisabeth Faremo.
—No debes inmiscuirte más en este caso mientras estés de vacaciones.
—Pues no he hecho otra cosa desde que las cogí.
Una vez más estaban cara a cara, en silencio. Se conocían tan bien, que ninguno de los dos tenía ganas de gastar palabras innecesarias sobre cosas obvias. Frank Frølich estaba violando todas las normas, pero continuaría haciéndolo, sin importarle lo que el otro hiciera para detenerlo.
—Ha aparecido el coche —dijo Gunnarstranda de repente.
—¿Qué coche?
—El Saab de Jonny Faremo, el mismo que creemos que fue visto junto al Glomma el día en que lo soltaron de la prisión preventiva.
—¿Y qué pasó con él?
—Estaba en un camino solitario del bosque, cerca de Solliliogda, a cien kilómetros de Askim. Un campesino que recorre todos los días ese camino con su tractor, se cogió un tremendo cabreo al encontrar el coche atravesado y llamó a la policía.
—¿Ya han inspeccionado el coche?
—Los de la Policía Criminal están en ello. Pero deberías evitar hacer ninguna estupidez… —dijo Gunnarstranda—… y mantenerme al tanto.
Frank Frølich asintió. Juntó sus papeles y abandonó el despacho.
Gunnarstranda esperó a que la puerta se hubiera cerrado a espaldas de Frølich y entonces se dio la vuelta y se abalanzó sobre el teléfono.
Llamó al investigador del Departamento de Delitos Económicos, al que conocía muy bien: Sorbe Seso de Gallina. Pero antes de que Sorbe descolgara el teléfono, a Gunnarstranda le entró un inesperado ataque de tos.
—¿Eres tú? —preguntó Sorlie, con su voz abriéndose paso a través de la tos—. ¿Estás bien, Gunnarstranda?
Gunnarstranda asintió e intentó coger aire.
—Sólo son mis pulmones oxidados.
—Tal vez deberías dejar de fumar.
—Sí, y tal vez las ovejas deberían dejar de balar —respondió Gunnarstranda, sin aliento, al tiempo que estiraba de nuevo la espalda—. Quería preguntarte algo.
—Dime.
—Inge Narvesen. ¿Te dice algo ese nombre?
—Es un hombre de negocios.
—¿Es lo único que sabes?
—Sé que se ocupa de cosas relacionadas con el arte.
—¿Qué clase de arte?
—Pintura. Ha invertido en eso un montón de dinero. Su colección tiene un nivel altísimo, y de hecho se ha especializado en obras antiguas.
—Sí, pero ¿de qué vive?
—Es comerciante. Compra y vende en la Bolsa.
—¿Compra y vende?
—El tipo está podrido de dinero —dijo Sorlie—. Invierte mucho en la compra de terrenos. Lo último que oí decir es que había comprado grandes zonas boscosas que Norske Skog había puesto en el mercado. Creo que tiene planes de instalar minihidroeléctricas en muchas de las cascadas de la zona. Eso es algo muy popular ahora, cuando los precios de la electricidad se disparan y las autoridades se preocupan un bledo por las necesidades del medio ambiente.
—¿Tiene algo ilegal?
—Lo dudo. Es un hombre correcto. Jamás he oído que se haya visto envuelto en ninguna irregularidad. Tiene buena reputación incluso en la Bolsa.
—¿No tiene ningún punto flaco, no ha tocado a ningún niño jamás ni se ha desnudado delante de unas girl scouts…?
—Inge Narvesen está limpio, créeme.
—Entonces es un hombre fuera de lo común.
—Si hubiera algo incorrecto con ese hombre, serían cosas de dinero. Pero no he oído decir nada.
—Está bien —dijo Gunnarstranda visiblemente insatisfecho—. En ese caso, hasta la próxima.
Cuando Frølich entró al pasillo del edificio, se dirigió directamente al buzón de correos. Estaba tan repleto, que la cerradura se movía. Cuando lo abrió, se le vinieron encima un montón de facturas. Una carta se deslizó un poco más abajo y cayó al suelo de baldosas. Su nombre y su dirección podían leerse en el sobre, escritos con pulcra caligrafía. No había remitente.
Frank consiguió dominar su curiosidad mientras estuvo en el ascensor. ¿Sería acaso una carta de Elisabeth? El policía cerró los ojos y no pudo pensar con claridad. «Huesos tubulares largos. Llamas».
Empezó a sudar cuando el ascensor se detuvo. Sostuvo la carta entre los labios para liberar una de sus manos y abrió la puerta de su piso. Apenas estuvo dentro, rasgó el sobre y leyó:
Lo peor de las cartas es la manera de abordar a la persona, solía decir Elisabeth. Ella siempre reflexionaba en profundidad durante mucho tiempo antes de escribir alguna cosa: «Hola» o «Querida» o a veces, incluso, lo hacía sin interpelación. Las primeras palabras de una carta expresaban tanto como la carta en su totalidad, decía ella, ya que esas palabras le indicaban al destinatario la disposición sentimental del remitente. Para mí siempre fue tranquilizador leer sus cartas. Siempre las iniciaba diciendo: «Querida Reidun». Así conseguía sosegarme de tal modo que siempre lograba asimilar su mensaje, aun cuando lo que a menudo tuviera que decirme fuera difícil de digerir. Fue en una carta donde me habló por primera vez de usted. Pero no quiero ponerme sentimental ahora, y le aseguro que he quemado todas las cartas que Elisabeth me envió. Como ve, esta vez he dejado totalmente fuera la interpelación. Me parece bien así. Aún no he empezado a ingerir las pastillas. Antes quiero despachar esta carta. No sé quién va a encontrarme, y en el fondo me da absolutamente igual. Pero le escribo a usted porque veo que lo mueven los mismos sentimientos con los que yo he tenido que lidiar durante mucho tiempo. Por eso tengo la ínfima esperanza de que me entienda hasta el punto de satisfacerme un último deseo. No sé si Elisabeth estará en condiciones de resistirse a esas horribles personas. Confío en ello, pero no me hago ilusiones. Tampoco tenía ilusiones cuando ellos llegaron. Elisabeth me previno de ellos, y arrogante como suelo ser a menudo, le di poca importancia al asunto y creí que podría enfrentarlos. Sin embargo, siempre tuve mucho miedo al dolor. Por eso no lo conseguí. Aunque sabía que sólo sería el principio de lo que estoy haciendo ahora cuando le revele el lugar donde se oculta, no lo conseguí. Fui yo la que le reveló dónde se ocultaba ella. Visto así, soy yo también la responsable de lo que pueda pasarle. Con eso queda sellado mi destino. Espero que ella salga airosa de esto, pero no me hago ilusiones ni tengo el valor de esperar la respuesta. Si esta pesadilla acabase bien para Elisabeth, entonces dígale de mi parte lo siguiente: «Amor mío, perdóname, lo he intentado, lo he intentado realmente».
Reidun.
Frank Frølich se derrumbó en una silla. Le costaba poner orden en sus sentimientos. Antes de empezar a leer la carta, había creído que se la había enviado Elisabeth. Pero escuchar la voz de Reidun Vestli en su mente fue todo un shock. «Perdóname», pensó Frank. «Esas personas horribles», pensó. «Un último deseo», pensó de nuevo y se sentó. Entonces leyó la carta otra vez.
Cuando sonó el teléfono, Frank se sobresaltó y levantó el auricular bruscamente.
—He estado charlando un poco con Sorlie, el de delitos económicos, sobre ese ricachón al que Ilijaz Zupac le robó, el tal Narvesen —dijo Gunnarstranda.
«Últimamente me ha estado llamando muy a menudo», pensó Frank.
—¿Ah, sí? ¿Y tenía algo útil que darnos?
—Nada, como es habitual, salvo que Narvesen está podrido de dinero. Hace negocios en la Bolsa de Valores, es coleccionista de arte y posee terrenos boscosos en Hedmark.
—Eso ya lo sabía.
Gunnarstranda tosió.
—Sin embargo, hace un momento Sorlie me ha devuelto la llamada. Tenía todavía el nombre en la cabeza cuando terminó de hablar conmigo, pues en una lista de grandes reintegros de dinero que el Departamento de Delitos Económicos recibe de los bancos ha aparecido el nombre de Inge Narvesen. En Nordea, para ser más exactos.
—¿Grandes reintegros?
—Sí, cinco millones.
—¿Y por qué razón va a parar esa información al Departamento de Delitos Económicos?
—Es mera rutina, así lo establece la ley. Los bancos están obligados a comunicar grandes transacciones, reintegros y cosas parecidas, a fin de prevenir el blanqueo de dinero.
—¿Y pudo Narvesen explicar para qué necesitaba cinco millones?
—No creo que nadie se haya ocupado del asunto. Pero lo que me da mucho que pensar es el hecho de que ese reintegro de dinero se realizó un día muy especial.
—¿Qué día?
—El mismo día en que Jonny Faremo fue liberado de la prisión preventiva y su hermana se estableciera en el bosque.
Frank se quedó mirando a través de la ventana un coche que estuvo a punto de colisionar con otro en la calle, a muchos metros por debajo de donde él estaba.
—¿Qué crees tú? —preguntó—. No hablarías conmigo si no tuvieras tu propia teoría.
—Tal vez no exista ninguna relación, pero ya sabes la opinión que me merecen las llamadas casualidades.
—El teorema de Gunnarstranda sobre el azar —dijo Frank, sonriendo débilmente—. No existen las casualidades. La palabra «casualidad» es una construcción que sustituye a la explicación lógica de un suceso y la encubre.
—Eres aplicado, Frølich, y si muero, serás tú el que escriba mi oración fúnebre. Si mi teoría es cierta, Narvesen sacó ese dinero por una razón muy concreta, y estoy pensando en un chantaje.
—¿Por qué?
—Narvesen ya fue chantajeado antes.
—¿Qué?
—He estado rebuscando un poco en los archivos el nombre de Narvesen. La historia que te cuento data de 1991. Tiene que ver con un crucero. Narvesen era el accionista principal de una de las navieras que viajaban por el Caribe con turistas americanos. Y todo ocurrió poco después del incendio en el Scandinavian Star. Todos hablaban de la seguridad en los casos de muerte de pasajeros en los barcos. Alguien intentó chantajear a Narvesen por la suma de diez millones de coronas. Si no pagaba, saldrían a la luz pública ciertas informaciones sobre la falta de seguridad de los cruceros. El chantajista era un noruego, antiguo capitán de uno de los barcos. El hombre había sido despedido por alcohólico y, por lo que parece, quería vengarse.
—¿Y cómo acabó todo?
—Lo pillaron. Le echaron tres años.
Los dos coches que estaban abajo, en medio del tráfico, se habían convertido entre tanto en un atasco de primer orden. Alguien tocó la bocina. Pero al poco rato, los coches se pusieron de nuevo en movimiento. Alguien sacó un puño por la ventanilla con gesto amenazante, y a continuación los coches se perdieron en medio de una larga fila.
Frank dijo:
—Y dado que el tipo fue arrestado, Narvesen tuvo que acudir entonces a la policía. Sin embargo, esta vez no lo ha hecho.
—Está claro. Pero ¿cuál es el motivo para que alguien vaya al banco y retire de pronto cinco millones?
—¿Y qué sé yo? Pero si Narvesen, como dicen, es un crac de la Bolsa, hubiera actuado de un modo mucho más refinado si el asunto estuviera relacionado con el blanqueo de dinero. En ese caso, hubiera utilizado la cuenta de cliente de algún abogado con el que colabore. La retirada de dinero en efectivo nos lleva a dos conclusiones: o bien tiene buenos propósitos o nos indica que corría mucha prisa.
—Prisa, esa es la palabra correcta —dijo Gunnarstranda—. Sobre todo si se tiene en cuenta el día en que se retiró el dinero.
—¿Qué dice Sorlie?
—Sorlie opina que Narvesen está tan limpio como un bebé recién lavado. Y en realidad así lo cree. Pero yo jamás he tenido trato con ese tipo de gente. Creo que todo es posible. Tal vez en algún momento se haya puesto a posar con un tanga y una manzana en la boca y que alguien tenga una foto de esa reunión. ¿No te parece?
—Con eso ya no se escandaliza a nadie.
—Tal vez tenga debilidad por los niños pequeños y haya sido pillado con las manos en la masa por el detective privado de su esposa.
—Por esa fecha no estaba casado —aclaró Frank—. Y dudo que se interese por otra cosa que no sean las mujeres. Ahora bien, casado o no, cuando uno echa un vistazo a los anuncios de contactos en el periódico de la Bolsa le da la impresión de que allí sólo trabajan hombres solteros y cachondos que matan su tiempo libre fornicando entre ellos y bebiendo champán en los recesos. No, el sexo está demasiado pasado de moda. Yo apostaría por algo sucio en sus negocios.
—El problema es que a Narvesen se lo considera un hombre honesto —dijo Gunnarstranda—. Un modelo para muchos, incluso en la Bolsa.
—En la Bolsa de Valores de Oslo no existe la honestidad, y Sorlie debería saberlo mejor que nadie.
—Cierto, pero estamos hablando de esa parte del espectro de honestidad que se mantiene dentro de los márgenes de la ley. Inge Narvesen ha sido constante al mantenerse del lado correcto de esa frontera, y lo ha hecho a distancia sólida. De modo que sólo nos quedan pocas posibilidades para explicar esa extracción de dinero.
—¿Y qué tal un secuestro? —preguntó Frølich.
—El hombre no tiene hijos ni valiosos caballos de carreras ni perros de caza premiados. Pero… Tengo entendido que Sorlie lo interrogará formalmente al respecto, así que debemos esperar a ver lo que responde el propio Narvesen.
Una vez Gunnarstranda hubo colgado, Frank permaneció un rato de pie mirando al vacío. Pensaba en Narvesen y en ciertos procedimientos financieros, en Sorlie y en los interrogatorios formales. «Tic tac —pensó, irritado—; el tiempo pasa y todo avanza de manera lenta y espesa. Nada sucede». Frank miró el reloj de la pared. Daba casi la una, de modo que era la hora de comer para los que trabajaban. Pensó en Inge Narvesen. Todavía recordaba con exactitud un detalle de todo el revuelo en torno al robo perpetrado contra Narvesen en el año 1998, y que fue una conversación casi surrealista la que sostuvo en la pausa para comer del propio Narvesen, en su mesa fija del Café del Teatro.
«Mediodía. Café del Teatro. La hora justa». Se trataba de un disparo a ciegas, pero ¿qué otra cosa tenía que hacer?
Frank tomó un tranvía en dirección a la estación del Teatro Nacional. Cruzó a toda prisa la Stortingsgate y pasó con la cabeza gacha por delante de los ventanales tras los cuales estaban comiendo los clientes del Café del Teatro, ocupados consigo mismos. Cuando rodeó la esquina del café que daba hacia la Klingenberggate, echó un vistazo dentro y comprobó que Inge Narvesen estaba sentado a su mesa de siempre, solo, como lo había estado en aquella otra ocasión. Estaba tomando el café, de modo que casi había acabado.
Frank echó una nueva ojeada al reloj. Eran las dos menos cuarto. Dio la vuelta a la manzana y se colocó en la fila de las personas que esperaban el tranvía frente al Teatro Nacional, frente al hotel Continental y a las ventanas del pabellón del Café del Teatro. El aire olía a nieve. Unos copos de nieve diminutos y secos volaban al viento y se depositaban en los hombros y las mangas de las personas. Al otro lado de la calle, Frank podía distinguir el pelo marrón de Narvesen a través de la ventana. A las dos en punto el hombre se puso de pie e hizo algún comentario jocoso al camarero que estaba recogiendo la mesa. «Buenos amigos, buenas propinas». Frank Frølich esperó hasta que Narvesen saliera al corredor y fuera hasta el guardarropa.
Entonces se apartó del grupo y cruzó la Stortingsgate. Cuando Narvesen se echó por encima su abrigo de invierno y caminó hacia la puerta de salida, Frank Frølich puso un pie en el bordillo de la acera.
Entonces dijo:
—¡No puede ser! Hola, cuánto tiempo sin vernos. ¡Hace mucho tiempo!
El policía tomó la mano que Narvesen le ofreció con gesto mecánico.
—¿Nos conocemos?
Su imponente figura irradiaba cierta confusión. Con su abrigo de invierno, el cuerpo inclinado hacia adelante y los guantes enrollados en la mano izquierda, el corredor de bolsa se parecía a una vieja fotografía de John F. Kennedy. Unos pequeños copos de nieve aterrizaron en su pelo.
—Soy policía. Nos conocimos hace algunos años, con motivo de un robo cometido en su casa en una caja fuerte.
La confusión en el rostro de Narvesen se convirtió en enfado.
—¿El dinero que jamás apareció?
—¿Qué es para usted medio millón —dijo Frank Frølich sonriendo—, comparados con cinco millones en efectivo?
Los ojos de Narvesen se entrecerraron. No dijo nada.
—Hace menos de una semana, Nordea comunicó una extracción de dinero de cinco millones en billetes pequeños, todo a su nombre.
—¿Y eso a usted qué le importa?
—A mí quizá no, pero sí al Departamento de Delitos Económicos.
Narvesen se detuvo y lo miró con gesto pensativo. Los guantes que sostenía enrollados en la mano pasaron de una mano a la otra y después empezó a sacudirse los copos de nieve de los brazos.
—¿Es usted policía? —dijo—. ¿Cuál es su nombre?
—Frølich.
—Correcto. Ahora sí que me acuerdo de usted. Pues bien, seguramente también sabe que soy un hombre rico.
Frølich asintió y pensó: «Este hombre vuelve a ver al poli que se encargó de investigar la desaparición de medio millón de coronas, y todo lo que se le ocurre decir es: “Correcto, ahora sí que me acuerdo de usted”». Inge Narvesen se puso de nuevo en movimiento. Caminaron uno al lado del otro a lo largo de la acera. Narvesen dijo:
—Si le digo una cifra, digamos, por ejemplo, un millón ochocientos mil, ¿eso le dice algo?
—Un piso de lujo en algún barrio de las afueras, por ejemplo, donde yo vivo.
—Y si hablo de ocho mil millones de coronas, ¿qué le dice?
—Me resulta sumamente difícil tener una noción realista de esa cantidad.
Narvesen, alias Kennedy, arrojó a Frølich una mirada y sonrió torciendo la boca. Doblaron hacia la Roald Amundsens Gate y caminaron en dirección a la Klingenberggate y a la calle Haakon VII.
—A mí me ocurre exactamente igual —dijo Narvesen—. Hace justo catorce horas, una pequeña parte de mi monedero ha multiplicado su valor en ciento cincuenta millones de coronas. Mañana, a esta hora del día, ese mismo portamonedas tendrá un valor de trescientos millones de coronas más. Eso no depende de mí, sino de una serie de factores: el bajo tipo de interés actual, mis propias inversiones a largo plazo, la dispersión del capital y, no en último lugar, la situación económica y del mercado en general. Y esto no sucede por primera vez. He experimentado varias subidas como esa, aparentemente infinitas, en esta montaña rusa que es el mercado de acciones. Pero de las crisis posteriores siempre he salido bien parado y con una muy buena base para otros negocios. Y en ese sentido me gustaría revelarle un pequeño secreto.
Narvesen se detuvo. Habían llegado a la esquina de la Klingenberggate y la Haakon VII.
—Pues dígamelo —dijo Frank, impaciente.
—Una buena medicina contra el eterno optimismo en la Bolsa consiste en ir al banco de vez en cuando. En esas ocasiones, extraigo un montón de dinero, lo meto todo en una bolsa de plástico del supermercado y lo dejo en un armario de mi oficina. La última vez que lo hice fue hace menos de una semana. Sí, he sacado cinco millones en efectivo. Están en mi despacho. En una bolsa de plástico. Cada vez que realizo alguna transacción que alcanza la dimensión de lo irreal, voy hasta ese armario, contemplo la bolsa y me digo a mí mismo: «Inge Narvesen. De esto se trata, esto es dinero real. Con el contenido de esta bolsa puedes comprarte un piso acogedor, un coche que está por encima de la media y una modesta cabaña, y luego puedes depositar el resto del dinero y vivir de los intereses».
—¿Tiene cinco millones de coronas guardados en un armario de su despacho?
Narvesen asintió.
—Y ahora tengo que volver allí y ganar aún más dinero. Ha sido un placer encontrármelo, querido. Que tenga un buen día.
Frank se mantuvo allí de pie y lo siguió con la mirada. Dos minutos de conversación sobre dinero y el «¿nos conocemos?» del principio se había transformado en un «querido». «¿Cinco millones en un armario en la oficina? No me hagas reír».
Frank hizo un cálculo mental: cinco millones de coronas eran cincuenta mil billetes de cien. ¿Cabía todo ese dinero en una bolsa de plástico? O, en caso de que hubiera cogido solamente billetes de mil coronas, serían cinco mil billetes. ¿Cuántas bolsas de plástico necesitaba para esa cantidad? Y si Inge Narvesen pretendía tener una relación realista con el dinero, ¿por qué no se daba por satisfecho con cien mil pavos? ¿O con doscientos mil? ¿Y cuántas bolsas necesitaba para eso? Ello se correspondería mucho más con la lógica oculta tras todo aquel lio. Primero hacer un negocio que causaba vértigo y a continuación ver cuántos billetes son cien mil. Pero, ¿cinco millones?
Frank recordó entonces la historia de hacía seis años. Recordó la atmósfera que reinaba en la casa de Narvesen, aquella seriedad mortal. El miedo en los ojos de la madre, que había salido en representación de su hijo. Sí, así había sido: Narvesen estaba de vacaciones en alguno de los destinos populares por entonces —las Bahamas o Pitcairn o algo por el estilo—, y su madre había tenido que ocuparse de todo a raíz del robo. Habían entrado en la casa de su hijo. Había sido de madrugada o muy temprano por la mañana, y la madre de Narvesen había permanecido sentada en un rincón del sofá, como un pájaro pequeño y solitario, imaginando escenas de horror, mientras Narvesen daba instrucciones por teléfono desde los mares del Sur.
Frank Frølich pensó en Ilijaz Zupac. Ya había cumplido entretanto cinco años de condena por un delito de otra índole, mucho más serio. «Tal vez ya vaya siendo hora de hablar con Ilijaz Zupac».