Frank Frølich se había tumbado en el sofá y tenía de nuevo la vista clavada en el techo, concretamente en una mancha negra que estaba junto a la lámpara. Por lo menos un millón de veces había mirado al techo desde esa posición, había visto la mancha y pensado: «Puede que sea una mosca». Pero tampoco esta vez pudo decidirse a ponerse en pie y comprobar lo que era en realidad.
Tumbado de espaldas, pensaba en silencio: «Sabes que hace unos cuatro o cinco años se hizo ese tatuaje en Askim. ¿Qué más sabes? No sabes lo que representa ese símbolo ni por qué se lo tatuó». Ella sólo le había mostrado un dibujo al hombre que le había grabado la imagen, pero este último no tenía ni idea de lo que representaba. De modo que no había avanzado ni un paso. El hombre se había acordado del dibujo, pero no del rostro de la mujer.
Frank comprendió que se encontraba en una de las esquinas de una especie de puzle que había estado conformando y en el que ya nada encajaba. Tenía que dirigirse hacia la otra esquina. Pero ¿hacia cuál?
¿Qué pasaba con los elementos que lo habían desencadenado todo? Aquella noche. El asesinato en Loenga. El arresto sobre la base de una pista.
Pregunta: ¿Quién proporcionó aquella pista?
Respuesta: Merethe Sandmo.
Pregunta: ¿Por qué?
Respuesta: Ni idea. Era un enigma. Posiblemente tuviera que ver con que Merethe Sandmo había sido primero la novia del hermano de Elisabeth y luego se había juntado con Vidar Bailo. De modo que probablemente hubiera un factor desconocido en el grupo, una fuerza que actuaba de forma interna y que se ocultaba tras esos dos sucesos: Merethe Sandmo, que se mueve de un hombre al otro y establece contacto con la policía cuando los tres hombres son sospechosos de homicidio. Pero, si ella le entrega la pista a la policía, ¿por qué sólo les revela el nombre de tres hombres y se calla el del cuarto?
A eso sólo podía responder una persona: la propia Merethe Sandmo.
Y Merethe Sandmo trabajaba como camarera.
Frank Frølich estaba tumbado en el sofá, contemplando la mancha negra junto a la lámpara del techo, y tuvo la sensación firme de que debía ir a la ciudad.
Buscó una camisa y una corbata. Y cuando soplaba el polvo del traje, se dio cuenta de que hacía dos años por lo menos que debería haberlo mandado a la tintorería. Lo dejó colgado en el armario y, en su lugar, escogió un oscuro pantalón de lino y una chaqueta que pegara con él. Se plantó delante del espejo, en pose, y vio que le vendría bien un poco de gel en el pelo. Cogió el único taxi que estaba aparcado en la parada de Ryen. El conductor estaba sentado con un periódico sobre el regazo y se alarmó cuando Frølich abrió la puerta.
Le pidió al hombre que lo llevara al centro. Se bajó antes de llegar al Bliss, que se distinguía ya junto a la muralla por su luz de neón de color rosa. Todavía era demasiado temprano para la vida normal de los bares en un día entre semana. El portero aún no había ocupado su posición, y fuera de él sólo había otro cliente en el local. El hombre intentaba entablar conversación con la camarera. La mujer tenía un exagerado bronceado de solárium y se había hecho en el pelo unas trenzas estilo afro. Llevaba puesta una minifalda verde, medias de redecilla rosa y nada más. Frank estimó que tendría unos veintiocho o veintinueve años. Bajo los pechos se le veía una barriguita simpática. Frølich se sentó en una de las mesas de un rincón. Un cartel anunciaba que el espectáculo comenzaría a las nueve. El texto estaba ilustrado con la típica imagen de una stripper en el punto culminante de su danza, con la barra de bomberos.
La mujer con las medias de red se acercó a su mesa y le preguntó qué deseaba tomar. Sus pezones tenían el mismo color que el flan de chocolate. Frank Frølich no sabía dónde mirar.
El atontado hombre de la barra los miró de reojo. Por lo visto, le desagradaba la competencia.
Frank se propuso concentrarse en los ojos de la mujer, que brillaban como las señales de un tren desde aquella piel bronceada en el solárium. Pidió una jarra de cerveza y preguntó si podía hablar con Merethe.
—¿Qué Merethe?
—Sandmo.
—Ha dejado el trabajo.
Frank decidió exagerar un poco su reacción.
—¿Lo ha dejado?
—Sí, en realidad es una estupidez. Aquí ganaba bien.
—¿Y dónde trabaja ahora?
—En Grecia, creo. En un club de Atenas o en algún lugar de allí. Ha encontrado un buen trabajo. Yo, por supuesto, sentí un poquito de envidia. Trabajar en Grecia, qué pasada… Allí hace ahora más calor incluso que el que hace aquí en verano.
—¡Vaya, maldita sea! —Frank sintió que se iba metiendo en el papel—. Hubiera entendido muchas cosas si me hubiera dicho que pretendía irse a Grecia. Pero eso de trabajar en Grecia, joder… ¿Hace mucho que se marchó?
—Hace una semana más o menos. Espera, te traeré la cerveza.
Como una bailarina, la mujer atravesó el local y sus pechos saltaron cuando se dio la vuelta para coger una jarra y servir la cerveza. El hombre de la barra se vio en grandes problemas para mantenerse sobre la banqueta.
«Me recuerda a mí mismo», pensó Frølich malhumorado.
—¿Conoces bien a Merethe? —preguntó la mujer cuando volvió con la cerveza.
—No, soy un colega de Vidar, de Vidar Bailo.
—La pobre Merethe, lo siento tanto por ella, la pobre.
—Y conozco también a la hermana de Jonny —dijo Frank Frølich—. Elisabeth Faremo.
El hombre de la barra vociferó algo.
La mujer volvió la cabeza y le respondió con un grito.
—Ese hombre me pone auténticamente de los nervios —susurró dirigiéndose a Frank.
—Sí, yo estuve un tiempo saliendo con Elisabeth. Fue después de que ella anduviera con ese… Joder, cómo se llamaba aquel tío… ese iraní o marroquí, ya no sé de dónde era.
—¿Ilijaz?
—Eso, Ilijaz, exactamente.
—Creo que es croata.
—Cierto.
El hombre del bar volvió a gritar algo.
—¡Ya voy hombre! —la camarera volvió sobre sus pasos en dirección a la barra y le sirvió al hombre una media pinta que este tomó con mano insegura.
Poco tiempo después regresó a la mesa donde estaba Frank.
—Qué bueno ver un par de nuevos clientes por aquí —dijo—. ¿Te interesa el espectáculo?
—Bueno, en realidad quería hablar con Merethe.
—A mí me toca salir a las once. A esa hora hay mucha más gente. Luego hay despedidas de soltero y esas cosas. Pero si quieres puedes venir y ver si te gusta.
Frank se descubrió estudiando las duras líneas en torno a su mentón, los primeros síntomas de un rostro devastado y el fulgor del acero tras esos ojos como los faros de un tren.
—¿Sabes qué ha sido del tal Ilijaz? —preguntó el policía, y al instante comprendió que había cometido un error. Ella lo observó ahora con una mirada muy particular. Todas las cicatrices y los hilillos poblados que él había estado espiando en su rostro salieron a relucir de pronto, del mismo modo que los paisajes en otoño cobran sus contornos tras la niebla matutina que se levanta. Y en este caso él era el único ante el que ella se ocultaba. El silencio entre ambos se hizo pesado e incómodo. La camarera caminó hasta el mostrador y se quedó por allí.
«¿Con qué mina me he encontrado?», se preguntó Frank al tiempo que bebía.
Ella no volvió a su mesa.
Cuando se disponía a marcharse, puso un billete de cien en el mostrador y le dijo a la chica que se quedara el cambio. Ella miró en otra dirección.
Mientras viajaba sentado en el tranvía, llamó a Yttergjerde y le preguntó si le resultaba conocido algún delincuente llamado Ilijaz. Frank le propuso varias formas de escribir el nombre. Yttergjerde le contestó que lo miraría.
Pero su colega no le devolvió la llamada.
El propio Frank lo averiguó.
Eran las tres de la madrugada. Se levantó de golpe. Había soñado con Ilijaz.