Capítulo 1

Frank Frølich se sentó en su cama matrimonial demasiado grande y contempló las almohadas y la manta que estaban a su lado. Nadie se había acostado en esa cama desde que Elisabeth desapareció… de madrugada, la noche en que Arnfinn Haga fue asesinado en Loenga. Frank no había cambiado la ropa de cama, y los pliegues de la sábana las había hecho su cuerpo. Sólo le había dejado un solitario cabello negro que trepaba serpenteante por la almohada como un sendero trazado en el mapa de un inhóspito paraje de montaña. En la mesilla situada junto a la cama había una botella de vino vacía y el resto de una vela. Una lámpara provisional que había sido obra de ella, algo surgido en una noche en que falló la electricidad. La luz titilante había terminado por proyectar las dramáticas sombras de su cuerpo contra la pared.

Este recuerdo de Elisabeth bien podía ser algo que había leído en un libro o que había visto en alguna película muchos años atrás. El cajón de la mesilla de noche del lado de ella no estaba correctamente cerrado. Frank se levantó y le dio la vuelta a la cama. Sobre la mesilla no había ningún anillo ni pendientes olvidados. Frank estiraba la mano hacia el tirador del cajón para cerrarlo cuando su mirada se posó en un objeto que había dentro. Abrió el cajón. Era un cuaderno, un libro. Eran poemas. Era su libro, el libro que solía estar leyendo siempre. Por un momento se vio a sí mismo saliendo del cuarto de baño y entrando al dormitorio: Elisabeth yacía desnuda en la cama, con la cabeza apoyada sobre el codo, entonces lo vio a él y cerró el libro.

Era su libro. Las imágenes no se habían borrado. Era como si retuviera en sus manos un fragmento de Elisabeth. Tuvo que sentarse por la propia tensión.

Con manos vacilantes abrió el cuaderno. Había un marcador de páginas en él. Aquella visión le provocó un escalofrío que recorrió toda su espalda. Era un marcador bordado —algo inusual—, de seda blanca con símbolos en negro y salpicado con diminutas puntadas. Lo que le hizo estremecerse fue la imagen que arrojaban aquellos puntos. Era el mismo motivo del tatuaje de Elisabeth. Frank apartó el marcador y leyó:

No olvido a nadie;

el dolor roza también

la rama rota;

no olvido a nadie

cuando te beso.

Frank se dejó caer en la cama. Aquellas palabras evocaban en él el decisivo encuentro de ambos: la noche en que él la siguió hasta su casa. El tumulto en el tranvía, y más tarde el ruido de pasos sobre el asfalto, la imagen de su silueta delante de la farola. Percibió de nuevo el cálido aliento que rozaba su mejilla.

Frank pasó algunas páginas hacia atrás. Las líneas formaban la última estrofa de un poema de Gunvor Hofmo. Leyó la primera estrofa:

He perdido mi rostro

entre esos ritmos frenéticos,

y sólo un cuerpo blanco baila.

¿Era esa la imagen que ella tenía de sí misma? ¿Un cuerpo sin rostro? Frank leyó otra vez: «No olvido a nadie cuando te beso». La imagen de Elisabeth se iba diluyendo a medida que él leía. ¿Acaso había dejado el libro allí a propósito? ¿O tan sólo lo había olvidado? Una imagen del tatuaje de Elisabeth —tan único, tan poco parecido a cualquier otra cosa—, una firma íntima de su cuerpo, abierta sobre ese verso que había utilizado para definir su relación: «No olvido a nadie cuando te beso». En la mente, sin embargo, Frank escuchaba la voz de Gunnarstranda: «Huesos tubulares largos». Esas palabras quedaban difuminadas de inmediato en su mente por el crepitar de las llamas. Una imagen: un incendio gigantesco, una casa en llamas, un calor abrasador, cristales que se rompen. No se veía nada, sólo los contornos de un cuerpo envuelto en llamas. La imagen se fue acercando. Esos contornos se fueron convirtiendo en materia: fragmentos de carne cubriéndose de ampollas, devorando la grasa con un siseo, carbonizándose entre llamas amarillas. Sus pensamientos se detuvieron, paralizados por esa idea, hasta que volvió a sentir el libro entre sus dedos.

Si lo que había entre las cenizas de la cabaña de Reidun Vestli eran los restos de Elisabeth, si ella estaba muerta, ¿cómo podría superarlo jamás?

Frank Frølich leyó de nuevo el poema. Nuevas imágenes afloraron en su mente: se vio a sí mismo haciendo el amor, hace mucho tiempo, en una imagen aún más borrosa, descolorida. Veía a Elisabeth apartando el libro y diciendo que era imposible leer un mismo libro dos veces.

Él lo sabía muy bien: se trataba de un viejo amor. Ese verso se refería a una persona en especial. Frank se levantó y se puso a mirar fijamente por la ventana sin ver nada en concreto. Que Elisabeth hubiera iniciado una relación con él tuvo que haber significado para ella una traición para con otra persona. Pero, ¿a quién había traicionado? ¿A Reidun Vestli? ¿Serían las cosas así de simples? ¿Era ese verso la manera que tenía Elisabeth de pedir perdón? No. Eso no podía ser. Ese verso hablaba del olvido. Era algo que estaba en el pasado. Pero ¿quién era la persona que no debía ser olvidada?

Y, sobre todo, ¿quién podía darle una respuesta a esa interrogante? El hermano de Elisabeth estaba muerto. Reidun Vestli: también muerta. Frank sopesó en una mano el marcador de páginas. Era un trabajo de bordado. Un motivo que también estaba tatuado en la cadera de Elisabeth. Posiblemente alguien reconocería el tatuaje.

Después de haber estado largo rato bajo la ducha y de haber desayunado algo, Frank encendió su ordenador y buscó en las Páginas Amarillas de internet la sección de tatuajes. La lista era extensa: El dolor púrpura, en Heimdal; Odins merke, en Lillesttrom; ¡Au! Tattoo og Piercing, en Bergen; Hole in one, en Bodo. Se decidió por la región de Oslo, imprimió la lista y la repasó. «Era casi como trabajar de nuevo en calidad de policía de a pie, yendo de puerta en puerta». Tal vez debería hacerlo. Presentarse de nuevo al trabajo y realizar aquella búsqueda como parte de su labor de siempre. Frank descartó la idea, salió de casa y se dirigió a su coche.

Fue todo un viaje por estudios de tatuajes con paredes llenas de objetos kitsch: motocicletas, calaveras, espadas y llamas, rosas y escorpiones. En la mayoría de aquellos locales había chicas muy jóvenes acostadas boca abajo mientras se hacían decorar la zona lumbar. En otros estudios yacían de espaldas, donde se tatuaban rosas o símbolos caligráficos en la región inguinal o de los muslos. Un hombre quería una corona de espinas alrededor del brazo, y otro quería a Leif Eriksson en la pierna. Aquello se convirtió en rutina: Frank primero mostraba la fotografía de Elisabeth Faremo y luego enseñaba el marcador con aquel motivo tan particular. Tenía cierto parecido con las patas de una urraca: unos extraños trazos con garabatos al lado. En ninguna parte encontró nada que se le pareciera ni de lejos. Muchos de los tatuadores documentaban sus ornamentos corporales con fotos. Casi todos parecían provenir del ambiente de los moteros. Pero en ningún lugar encontró aquel motivo.

Entre visita y visita, se iba a casa y buscaba en internet. Buscó las palabras del poema, buscó también las distintas combinaciones de palabras, pero sin éxito alguno. Cuando repasó por tercera vez las listas que había impreso, su mirada se posó en un local llamado Personal Art Tatoo Studio. Lo que aquel estudio tenía de especial era que se encontraba en Askim.

Era un tiro a ciegas, pero a fin de cuentas, en Askim habían encontrado a Jonny Faremo. Podía intentarlo allí como en cualquier otro lugar.

Frank terminó de prepararse, cogió las llaves del coche y tomó el ascensor hacia la planta baja. Salió a la calle y respiró un aire pesado y húmedo. Había subido la temperatura de nuevo. Unas nubes cubrían la ciudad. No estaba lloviendo, pero el aire se componía de bruma, cierta materia gris formada por la humedad, diminutas gotas de agua que flotaban en la niebla y luego caían al suelo muy lentamente.

Una vez más se acomodó en el coche. Frank viajó primero en la dirección equivocada y terminó en una calle que llevaba hacia el casco histórico en lugar de a la zona de esquí. Por eso dobló hacia Simensbráten y subió por la Várvei hasta llegar a lo alto de la colina; de allí dobló a la derecha y bajó por la Ekebergvei. Antes de llegar a la entrada del complejo de edificios donde vivía Elisabeth, frenó el coche. Siguiendo o respondiendo a cierta inspiración divina, casi paró el coche en seco. «No estás muerta. Me niego a creerlo». Aquella sensación lo torturaba, pero era demasiado intensa. De repente estaba seguro de que ella estaba allí dentro, en el piso. Entró como pudo en una plaza de aparcamiento, se bajó del coche y bajó las escaleras hacia el piso de Elisabeth y Jonny Faremo. La puerta no había sido sellada. Frank se detuvo un instante y tomó aire trabajosamente. Tocó el timbre. Ningún ruido. Volvió a llamar, se puso al acecho; llamó otra vez. El piso parecía muerto.

Sin embargo, sí que escuchó un ruido tras la puerta del piso del vecino. Frank se dio la vuelta. Los ruidos se acallaron. Entonces se acercó a la puerta vecina y llamó. Dentro se escuchó un ruido de pasos. Una sombra se movía tras la mirilla. Sólo transcurrieron un par de segundos hasta que se escuchó el tintineo de una cadena y la puerta se abrió.

—Hola, ¿me reconoce? —preguntó Frank Frølich.

El anciano lo miró fijamente. Le temblaban los labios, su rostro se había deformado en una mueca, un parpadeo rígido bajo un imaginario sol que hacía mucho tiempo se había puesto.

—Nos encontramos aquí hace algunos días. Yo preguntaba por Elisabeth Faremo, y usted me dijo que se había marchado con una mochila a la espalda. Luego usted les habló a mis colegas de la policía acerca de esa conversación que sostuvimos. ¿Me recuerda?

El hombre asintió.

—Quisiera hacerle otra pregunta —dijo Frank Frølich—. Porque seguramente usted vive aquí hace mucho más tiempo que los hermanos Faremo, ¿no es cierto?

El hombre asintió de nuevo.

—¿Sabe usted cuánto tiempo llevaban ellos viviendo juntos aquí? ¿O es que se mudaron en la misma época?

—¿Por qué…? —El hombre no pudo evitar toser para aclararse la voz—. ¿Por qué me pregunta eso?

Frølich reflexionó un instante y después respondió:

—Por motivos personales.

El hombre lo examinó largamente con los ojos medio cerrados. Pero finalmente pareció aceptar la respuesta del policía.

Frank Frølich, por lo menos, no pudo vislumbrar ningún tipo de escepticismo en la mirada del anciano cuando este respondió:

—Ella se mudó primero aquí. Su hermano llegó un par de años después.

—¿Recuerda en qué año fue exactamente?

El hombre hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Haga un esfuerzo.

—Hará sin duda unos diez años.

—¿Y al principio ella vivía sola?

El hombre negó con un gesto.

—Hubo algunos hombres, sobre todo uno, poco antes de que llegara el hermano.

—¿Un hombre?

—Sí, claro, es una chica muy guapa, y siempre había hombres, ya sabe. Pero con uno de ellos la cosa duró bastante tiempo. No creo que tuviera su domicilio aquí, sólo vivía por temporadas. Lo recuerdo porque se mostraba un poco escéptico. Ya sabe, era uno de esos, de nuestros «nuevos conciudadanos». Gracias a Dios que luego desapareció. Al principio creímos que Jonny había venido a sustituirlo, pero Jonny sólo era su hermano.

—¿Me ha dicho uno de nuestros «nuevos conciudadanos»?

—Sí, no era un negro, sino más bien un turco, un eslavo. Con el cráneo redondo y la nariz larga. Pero ya no me acuerdo cómo se llamaba, algo con I o con A… Ika, quizá… o Aka. No, no lo sé —dijo el hombre, sacudiendo la cabeza—. El tiempo pasa y nos vamos volviendo viejos.

Aquella información no le servía de mucho. Frank Frølich era de nuevo un policía. Tenía una misión que cumplir. «Elisabeth Faremo, antiguo amante, huesos tubulares largos». No sintió ninguna resonancia en la cabeza, ni fiebre, ninguna imagen perturbadora, ningún crepitar de llamas. Se pellizcó el brazo y sintió un dolor.

Todavía era temprano por la mañana cuando continuó conduciendo a través de la Mossevei en dirección a Fiskvo Ubukta y Mastemyr. El viaje hasta Askim duraba tres cuartos de hora. Conducía con el tráfico en contra de los que acudían al trabajo y en dirección al tardío amanecer invernal. Cruzó el puente de Fossum y la obra de la autovía. Cuando se apartó del tráfico de la circunvalación y dobló hacia la avenida de Europa, conduciendo a través de ella hasta la estación y hasta el centro de Askim, se dirigió directamente al estudio de tatuajes. El local colindaba con la peluquería Lilleng, y estaba situado en un solitario patio interior de color amarillo, junto al paso del tren que dividía la pequeña ciudad en dos partes. Al otro lado de las líneas del ferrocarril —frente a frente al comienzo de la zona peatonal— había una cafetería muy parecida a un barracón militar pintado de rojo.

El estudio de tatuajes aún no había abierto. Frank Frølich decidió dar una vuelta por la ciudad. Caminó a lo largo de la zona peatonal y dobló a la derecha, adentrándose en una calle sinuosa que terminaba a lo lejos en un cruce con semáforo. Grandes edificios rectangulares marcaban el paisaje. Este lugar se parecía a cualquier otro sitio de encuentro en la región de provincias, tierra llana, atmósfera relajada con una arquitectura en forma de barracones y comestibles a precios especiales. Sin embargo, había algo a lo lejos en lo que podían distinguirse ciertas pretensiones: un spa ubicado en los antiguos terrenos de una fábrica —las industrias Viking— construido como un típico centro comercial.

Diez minutos después, cuando Frank cruzó la línea del tren a la vuelta, resonó en la curva, junto a la estación del ferrocarril, el ronroneo bien conocido de una Harley.

El hombre era un tipo jovial y algo rechoncho con el pelo rizado. Frank Frølich le mostró la foto de Elisabeth Faremo, pero no tuvo éxito. Luego le mostró el marcador de páginas con el tatuaje de Elisabeth. Eso sí lo reconoció.