Capítulo 16

Esa noche Frank Frølich no pudo pegar ojo. La manta estaba empapada en sudor, como si tuviera fiebre. Cuando intentó levantarse, las piernas casi le fallaron. Le retumbaba la cabeza. Frank pensó que tenía que viajar hasta allí y encontrar la cabaña. No tenía ni idea de dónde estaba situada y tampoco sabía dónde debía buscar, pero no podía quedarse de brazos cruzados.

Tenía que averiguar dónde estaba esa cabaña. Y sólo había una persona a la que le podía preguntar.

Por eso se vistió y salió de la casa. Hacía un frío de perros, pero él ni lo sentía. El hielo acumulado sobre su parabrisas estaba duro como el asfalto. Buscó algo con que rascarlo, pero lo que encontró era demasiado endeble. Golpeó el hielo, lo martilleó un par de veces, pero sin éxito. En menos que nada se sintió sin aliento y exhausto. Se sentó en el coche, arrancó el motor y puso el descongelador al máximo. Con gesto apático, se quedó sentado tras el volante hasta que el hielo se derritió. Luego se puso en marcha. Condujo por la ciudad en dirección a Vækero, y allí dobló a la derecha buscando la Vækerovei.

Aparcó delante de las muchas empalizadas. El reservado del Westend estaba a oscuras, aparte de un par de farolas aisladas de las que caían unos conos de luz gris y amarillenta entre las hileras de casas. Frank bajó del coche y fue hasta la casa de Reidun Vestli. Era de madrugada, pero a él la hora no le preocupaba lo más mínimo. Durante un par de segundos estuvo contemplando sus manos. ¿Era correcto o no hablar con ella a esas horas? No tenía ni idea. Sin embargo, continuó avanzando mientras pasaba junto a coches con los cristales cubiertos de hielo. Poco después ya estaba accionando el picaporte. Nada ocurrió. Se puso a la escucha, pero no se oía nada en el interior de la vivienda. Bajó los dos escalones y dio la vuelta lentamente al conjunto de los chalés adosados. En la tierra de los canteros de flores la helada nocturna había bordado unos cristales de hielo. Frank se retiró. Se mantuvo alejado un par de metros y contempló la casa. Luego regresó al césped completamente helado. Sus pisadas dejaban huellas claras en la escarcha. Fue hasta la terraza. Estaba bastante descuidada; era un suelo de placas de hormigón con algún material impreso. La barandilla era de tablones barnizados que ya estaban podridos. Olvidadas en un rincón había un par de macetas con plantas marchitas, y en medio de la terraza había una maceta de arcilla verde llena hasta la mitad con colillas de cigarrillos y arena. «Huesos tubulares largos entre las cenizas». Frank se aproximó a la ventana y miró a través de una rendija. Vio dos pies lívidos elevados en el aire. Una de las uñas del dedo gordo del pie estaba pintada. El policía tocó a la puerta. No hubo reacción. Los pies no se movieron. Lo intentó en la ventana de la terraza, que estaba sin cerrar.

Ella yacía de espaldas. Su boca se había petrificado en una mueca y su mirada se dirigía hacia lo alto y hacia atrás, como si intentara establecer contacto visual con alguien que estuviera en la pared situada justo detrás de ella. Estaba muerta. Frank no necesitaba ningún médico ni ningún forense para determinarlo. Sin embargo, de repente se sentía cansado. «¿Quién llorará tu muerte?», pensó, y sintió que un malestar se apoderaba de él. «Huesos tubulares largos entre las cenizas en el lugar del incendio». Había pastillas para dormir dispersas alrededor de un vaso caído y por toda la mesilla. Algunas pastillas habían caído al suelo, otras estaban en las pequeñas manchas de vómito sobre la almohada. «Causa de la muerte: envenenamiento o asfixia por vómito, como reacción del cuerpo a la intoxicación». Las oportunidades eran de uno a dos. Frank apostaba por asfixia. Pero su propia sensación de asco no provenía de aquello, ni del hedor a cuerpo muerto o a vómito viejo; tampoco del hedor que causaba aquel aire enrarecido y el frío humo del tabaco. Su sensación de asco era la reacción de su cuerpo ante el universo de la muerte, ante la mutilación y la ausencia de luto, la ausencia de normalidad. «¿Dónde estaba el luto de Elisabeth después de perder a su hermano?». Frank se apoyó contra la pared. «¿Quién guardará luto por ti?», pensó nuevamente y observó aquellos pobres pies que sobresalían de debajo de la manta. Tu ex marido, que probablemente te odiará mucho más ahora que la cabaña por la que os habéis peleado ha quedado calcinada.

Hubiese sido mejor que vomitara. «Huesos tubulares largos». Frank se dejó deslizar hasta el suelo con la espalda pegada a la pared y suspiró profundamente. ¿Dónde estaba la carta de despedida de la suicida? No había ningún sobre, ningún papel con letra temblorosa, ninguna señal de despedida en el entorno más próximo. El policía lanzó una mirada al ordenador. Estaba apagado. Gunnarstranda, sin duda, lo confiscaría. Otra vez se apoderaron de él las ganas de vomitar. Pero esta vez era una reacción ante sí mismo. Ante su propio comportamiento repugnante. Su propia miseria. «Huesos tubulares largos». Estaba allí junto a la muerta, temiendo por la vida de otra persona. Era repugnante. ¿Y si realmente era Elisabeth la que había perdido la vida en el incendio? ¿Explicaría eso por qué Reidun Vestli se había suicidado? Frank pudo reprimir las ganas de vomitar, se incorporó, salió a la terraza y respiró grandes bocanadas de aire fresco. Se apoyó sobre la barandilla podrida, se sentó en el borde de la terraza y llamó a Gunnarstranda.