Cuando Gunnarstranda entró en su despacho, le dio tiempo todavía a hacer un gesto de saludo a Yttergjerde y a quitarse el abrigo antes de que sonara el teléfono. El comisario levantó el auricular y rugió, como de costumbre:
—Sea breve, por favor.
—Soy Frølich.
—Buenos días. ¿Tan temprano y sin lágrimas?
—Ayer estuve hablando con Langas, el ex marido de Reidun Vestli.
—Tú, por lo visto, no sueltas prenda.
—Me habló de una cabaña. Elisabeth estuvo con Reidun Vestli en una cabaña en Valdres.
—¿Y? —Pensé que debía jugar con las cartas boca arriba. Tú mismo me lo pediste. Tengo planes de ir hasta allí y comprobar si Elisabeth se oculta en ese lugar. Podría ocurrir que… Es decir…
—Ya sé lo de la cabaña —lo interrumpió Gunnarstranda, pero se arrepintió al instante. Se produjo un silencio en el teléfono, y era él quien debía ponerle fin. Entonces dijo—: Estaba en Vestre Slidre.
—¿Estaba?
—La cabaña quedó reducida a cenizas hace un par de días.
—¿Reducida a cenizas?
—Lo supe por casualidad.
—¿Qué tipo de casualidad?
Gunnarstranda se apoyó hacia atrás, pescó un cigarrillo del bolsillo y se lo puso entre los labios. No sabía qué palabras debía elegir.
—Hola —rugió Frølich, impaciente—. ¿Estás ahí todavía?
—Frank, ¿tienes cerca algo donde sentarte?
—¡Venga ya, hombre, dime qué es lo que ocurre!
—Tal vez deberías sentarte. Ayer recibí una carta. Estaba dirigida al Instituto de Medicina Forense, y yo no hubiera reaccionado si no hubiese leído la inscripción en el catastro. Lugar del incendio. Una cabaña en propiedad de Reidun Vestli. La policía local de Aurdal del norte comunica el hallazgo de huesos tubulares largos entre las cenizas en el lugar del incendio.
De nuevo reinó el silencio.
—Huesos tubulares largos, Frølich. Ya sabes lo que eso significa, ¿no?
—Pero no tiene por qué ser ella necesariamente.
—Por supuesto que no.
Un nuevo silencio.
—En fin, que la cabaña de Reidun Vestli se quemó hace un par de días. Lo especial de este asunto es que, en el momento en que se produjo el incendio, había alguien dentro de la cabaña. Si, por ejemplo, Reidun Vestli no puso la cabaña a disposición de Elisabeth Faremo, entonces podría tratarse de un ladrón que entró y se quedó dormido con un cigarrillo en la boca, lo cual, a su vez, desencadenó el fuego. Pero no es eso lo que nosotros dos liemos pensado, ¿no es cierto? Ambos hemos visto la posibilidad de que ella le haya prestado la llave a alguien, ¿no es así?
Se oyó entonces la voz de Frølich, claramente compungida:
—¿Y qué vas a hacer ahora con eso?
—Pues el clásico procedimiento. Buscar muestras de ADN a fin de determinar la identidad de los restos.
—¿Y cómo lo harás?
—Hemos estado en el piso de Elisabeth Faremo y de su hermano.
—¿Y qué habéis encontrado?
—Un cepillo para el pelo. Estaba sobre la cama de ella. Mandé que me hicieran un perfil de ADN y lo compararé con el de los restos óseos de la cabaña.
Esta vez transcurrió mucho tiempo hasta que Frølich dijo:
—¿Para cuándo esperas la respuesta?
—De un momento a otro.
Cuando Gunnarstranda colgó, se quedó contemplando todavía un rato el teléfono con gesto malhumorado. Yttergjerde se volvió hacia él y le dijo:
—¿Cómo se lo ha tomado?
Gunnarstranda se dejó caer hacia atrás, contra el espaldar de la silla y contestó:
—¿Y tú qué crees?