Capítulo 8

Esa noche se sentó delante del televisor con una cerveza fría. Sin embargo, no conseguía concentrarse. Empezó a zapear. Un hombre y una mujer estaban bajo una sábana y se decían cosas muy bajito al oído. Era un reality. Frank siguió zapeando. Un guepardo corriendo a cámara lenta. Aquel animal era una explosión de fuerza muscular y concentración. Parecía como si la mirada y el cuerpo del guepardo tuvieran cada uno vida propia. Dos vidas que se fundían para conformar un motor que funcionaba por sí solo. Un cuerpo que colgaba de la articulación de las caderas. El guepardo se arrojó sobre una gacela de Thomson, aprisionó al pobre animal contra el suelo y lo mató con una dentellada en el cuello. Luego se mantuvo tumbado sobre su botín, sin aliento. La voz en off de la tele explicaba que ese era el momento más crítico para el guepardo. Estaba demasiado exhausto para comer, pero si no empezaba de inmediato, vendrían un león o una hiena y le arrebatarían el botín. Apenas aquella voz terminó de pronunciar la última palabra, una criatura agazapada y extremadamente fea espantó al guepardo con un bramido. La hiena empezó a tragarse la presa, mientras el pobre guepardo, excluido, tenía que presenciar desde lejos cómo desaparecía su botín. Luego acudieron otras hienas y hundieron sus mandíbulas en la barriga de la gacela, levantaron la vista y mostraron sus dientes ensangrentados.

Frank apagó el televisor.

Con ademán vacilante, echó mano del auricular del teléfono. Marcó el número de Gunnarstranda y, al hacerlo, se sintió culpable por alguna extraña razón. Todavía no eran las diez de la noche. Probablemente, el viejo estaría en la oficina. Pero no, la voz oxidada de Gunnarstranda penetró en la habitación.

—Sea breve, por favor.

—He hablado con Reidun Vestli —dijo Frank Frølich, arrepintiéndose de inmediato de haber llamado.

—¿Y quién es Reidun Vestli?

—La amante de Elisabeth Faremo.

Hubo silencio en la línea.

—Creo que ella sabe cuál es el paradero de Elisabeth.

—¿Y qué más?

—Sólo una sugerencia: tal vez deberías hablar tú con ella.

—Muchas gracias.

Frølich no sabía qué decir.

Gunnarstranda carraspeó.

—Doy por sentado que has hablado con ella en calidad de persona privada.

—Por supuesto.

—Te aconsejo que dejes eso también. No estás de servicio, Frølich. Mantente al margen, tómate unas verdaderas vacaciones.

Con esta última frase se interrumpió la conversación.

Frølich se quedó sentado con el auricular en la mano. Si bien antes no se había sentido tan estúpido, ahora sí que tenía esa sensación. Además, había notado la frialdad de Gunnarstranda. Pero, en fin, eso formaba parte de su personalidad. El único problema era que él nunca antes lo había notado como hoy. No de ese modo.

Esa noche Frank Frølich soñó cosas incoherentes sobre Elisabeth y su hermano. Ambos poseían la misma mirada. En un momento parecía llena de deseo, en otros, se la veía presa del miedo. Pero ¿cuál era la de él y cuál la de ella?