Capítulo 6

Cuando el teléfono sonó, Frank intentó permanecer tumbado y tranquilo para no tener que sacar demasiado repentinamente su cuerpo de aquel estado de coma. A juzgar por la luz, debía de ser por la tarde. Había estado tumbado en el sofá durante varias horas como un saco de patatas, tieso, pesado y atontado. Frank giró la cabeza y miró el teléfono. Aquel movimiento sacó de nuevo a relucir el dolor de cabeza, la sensación de mareo y las ganas de vomitar. El dolor en el hígado era punzante, como un lecho de agujas colocado del reverso. «Mi hígado es un trozo de carne adolorido —pensó el policía—, y el aire es una aguja, o no, el timbre del teléfono es como una perforadora que martillea contra mis sienes». Frank se incorporó y volvió a sentir aquellos mareos. Se puso en pie, se tambaleó, se sostuvo del marco de la puerta y agarró el auricular.

—Así que estás en casa…

—¿Y qué pensabas?

—Uno nunca sabe.

Frank Frølich volvió a sentarse en el sofá. «Si muero —pensó—, la voz del ángel que venga a buscarme será la misma que la de Gunnarstranda. Ese hombre es como un castigo divino». La punzada en el trozo de carne de su hígado continuaba. No podía pensar. Entonces dijo:

—¿Me llamas porque hay poco que hacer o, sencillamente, me echas de menos?

—Jonny Faremo está muerto.

—¿Muerto?

—Sí, muerto. Se ha ahogado.

Jamás Frank Frølich había sentido un deseo tan fuerte de tomar un vaso de agua. Aquellas palabras se le quedaron atragantadas en el cuello, en la cabeza.

—¿Dónde? —soltó a duras penas.

—Un trecho más allá de las afueras de la ciudad, en Askim. Se ahogó en el río Glomma. Lo encontró alguien que trabaja en una central eléctrica llamada Vamma. Su cuerpo se quedó atrapado en una red.

—¿En una red?

—¿Eso quiere decir que sabes dónde está esa central eléctrica de Vamma?

«Maldita sea, ese tono». —No tengo ni idea. ¿Dónde está la central eléctrica de Vamma?

—Te lo he dicho, en Askim. A cincuenta kilómetros al este de la linde de la ciudad.

—Oh.

—Esas centrales eléctricas tienen que contar con que las ramas y otras porquerías se les metan en las turbinas. Por eso tienen una red que recoge esas cosas. Esta noche al que recogieron fue a Jonny Faremo.

—¿Fue un accidente?

—Si fue un accidente, entonces se conocerían un montón de circunstancias. Pero no se han encontrado circunstancias.

—¿Un suicidio, tal vez?

—En cualquier caso, se ahogó.

—¿Y qué crees tú?

Gunnarstranda rio bajito en el teléfono.

—¿Que qué creo? He recibido hace diez minutos una llamada de la Policía Criminal. Sí… A fin de cuentas yo arresté al tipo y lo llevé hasta el juez de instrucción porque pensaba que era posible que hubiera asesinado a un vigilante nocturno en Loenga, donde alguien acababa de robar un contenedor lleno de aparatos eléctricos. Lo dejaron en libertad por una coartada que es tan débil como un vello púbico, y luego transcurren dos días y él se llena los pulmones de agua en la represa de una central eléctrica. ¿Estaría deprimido y saltó al agua? Pero ¿por qué iba a hacerlo? ¿Porque tú tenías contacto con su hermana? Y si estaba deprimido y se marchó para quitarse la vida, ¿dónde está el coche? ¿Dónde está la carta de despedida?

—Conduce un Saab 95 de color gris plateado.

—¿Y tú cómo lo sabes?

«Ese tono, la desconfianza».

—Como tú mismo has dicho, conozco un poco a la familia.

—Si lo hubieran lanzado al río, hubiera tenido menos oportunidades. La corriente es muy violenta, y el agua está, a lo sumo, a cuatro o cinco grados.

—Faremo era un tío fuerte. Era todo músculos.

—El cadáver, por lo menos, tenía muy mal aspecto. El médico que participó en el levantamiento del cuerpo cree que para entenderlo, se deben tener en cuenta las condiciones del lugar. Directamente por encima de la central eléctrica hay una cascada que se llama Vrangfoss. Hay por allí un estrecho desfiladero de rocas, y en ese mismo sitio, el río hace una curva. Eso quiere decir que toda el agua que unos metros más arriba fluye tranquilamente a lo ancho y largo, se comprime al pasar por ese desfiladero. Se trata de una cascada en vertical, es decir, una especie de infierno de agua y de corrientes, un fenómeno parecido a un maelstrom. Si Faremo fue a parar al río por encima de ese desfiladero, su cuerpo quedó atrapado en un remolino y se golpeó durante bastante tiempo contra las rocas antes de salir a la superficie unos cien metros más abajo. La mayoría de los huesos de su cuerpo estaban hechos papilla a causa de los golpes.

Frank Frølich vio ante sí a aquel hombre de uno noventa, vestido como un soldado de Hopas especiales y con la misma mirada de su hermana.

—¿Se sabe en qué parte del río cayó?

—¿Cayó, dices?

—O fue lanzado. ¿Se sabe algo sobre el lugar de los hechos?

—Esa central eléctrica (Vamma) es la última de una serie de tres centrales contiguas. La más alta se llama Solbergfoss. Un poco más abajo hay otra, llamada Kykkelsrud, y abajo del todo está la de Vamma, donde pescaron a Jonny Faremo con una especie de red de recogida. Ya puedes imaginarte el cuadro tú mismo. Lo encontraron en el embalse más bajo. De modo que se trata del tramo entero entre Kykkelsrud y Vamma. Pero ¿y tú, Frølich?

—¿Sí?

—¿Es que no quieres saber por qué te he llamado?

—No había pensado en eso.

—Este no es mi caso. Los responsables son la Policía Local de Folio y la Policía Criminal. Y tienes que estar preparado para dar cuenta de tus movimientos en las últimas veinticuatro horas.

«Por fin. Ha sacado el gato de la bolsa».

—¿Y eso por qué?

—Tú lo sabes.

—¡No, Gunnarstranda, no lo sé!

—¡Por favor, no me hables en ese tono! Ambos sabemos que probablemente Jonny Faremo haya perdido la vida en un accidente. Tal vez se peleó con alguien, y ese alguien lo arrojó al agua. Y tal vez lo hiciera con toda intención, en algún arranque de ira. Y a ti te han visto enfrascado en una discusión con Faremo. Delante de su propio domicilio.

—¿Has estado espiándome?

—No. Pero estoy investigando un caso de asesinato. Tú tienes muy buenos amigos aquí, Frølich, pero ninguno puede ni quiere tapar lo que es evidente. Hasta esta noche, Jonny Faremo pertenecía al grupo de los sospechosos por el asesinato de Arnfinn Haga. Pero tu discusión con Faremo en el aparcamiento ha sido recogida en el acta, como era mi deber.

—De acuerdo, pero ¿me crees si te digo que no puedo haber sido yo el que arrojó a ese río a Jonny Faremo?

—Inténtalo.

—Es cierto lo que dices. Estuve delante de su piso. Después de que Faremo y sus compinches quedaran en libertad, hice lo que me dijiste: pedí una semana libre por las horas extra. Y cuando lo hice, fui directamente hacia allí. Hablé con Faremo. Pero sólo alcé la voz, no hubo discusión alguna.

—En ese caso, cabe preguntarse qué hacías persiguiéndolo.

Frank Frølich miró con ojos vacíos hacia la pared. El había estado allí, delante del piso de Faremo, de madrugada. Por alguna razón, había tomado un taxi hasta allí y había vomitado en un arcén. «¿Por qué fui hasta allí? ¿Qué demonios estaba buscando en ese sitio?».

—¿Estás ahí todavía?

—¿Sí?

—Habrá otras personas que te pregunten por lo mismo, Frølich. Sólo te estoy dando un par de metros de ventaja.

Frank ya no se sentía mal, sólo tenía sed. Se levantó con algún esfuerzo y fue dando tumbos hasta la cocina. No había nada en la nevera, salvo dos botellas de cerveza. No. Cerró la puerta y bebió agua del grifo.

Fue tambaleándose hasta el cuarto de baño y se metió bajo la ducha. Se enjabonó y pensó en Elisabeth, que había declarado a favor de su hermano y de los otros dos. Vio su figura delante de él, la vio saliendo con paso rápido del edificio de los juzgados y desaparecer en dirección a Grensen. Sin darse la vuelta. «¿Por qué no la detuve?, ¿por qué no hablé con ella?». Se aclaró el cuerpo con agua caliente mientras evocaba en su mente la imagen de Elisabeth: la veía caminando de prisa hacia su casa, rápida como una gacela. Veía la grácil figura que andaba nerviosamente por el piso, abriendo y cerrando cajones, metiendo vestidos y otras cosas en una mochila y un maletín. Veía a Elisabeth, llevándose el móvil a la oreja.

«Elisabeth se ha marchado, pero ¿adónde? ¿Y por qué?».

Sus pensamientos giraban lentamente en círculos, demasiado lentamente. Cuando él llegó allí, ella ya había desaparecido. Luego vino su hermano. «¿Acaso se marchó huyendo del hermano? Y si así fuera, ¿por qué lo hizo? A fin de cuentas, ella misma le regaló a ese hombre una coartada en relación con aquel asesinato».

Frank recordó sus propios dedos temblorosos con los que había marcado el número de Reidun Vestli: el claro sonido del desvío de la llamada, el rumor de un teléfono móvil, la conversación interrumpida en cuanto él se presentó.

De repente era importante llamar a Elisabeth. «Todo lo que ha sucedido se basa en un estúpido malentendido. Si la llamo ahora, ella se pondrá y me dará una explicación convincente para todo». Frank volvió a cerrar el grifo y fue hasta el salón sin secarse. Sus pies iban dejando grandes charcos sobre el suelo de linóleo. Buscó su móvil y llamó a Elisabeth, pero su teléfono estaba desconectado. Luego llamó a Reidun Vestli. Ninguna respuesta. Estaba de pie y desnudo delante del espejo, contemplándose. Jamás había visto una imagen tan lamentable.

En ese momento llamaron a la puerta.

Frank caminó hasta el dormitorio tambaleándose, se puso un pantalón limpio y una camiseta y fue a abrir la puerta.

Un hombre estaba sobre la esterilla. Frølich no lo había visto nunca antes. Era delgado, de uno ochenta de estatura, pelo castaño claro y ojos marrones.

El hombre dijo:

—¿Frank Frølich?

—Así es.

—Soy Sten Inge Lystad, de la Policía Criminal.

La cara del hombre estaba marcada por una boca torcida que confería a su aspecto cierta osadía. La sonrisa torcida dividía la cara en dos mitades de una forma curiosa pero simpática. Un rostro imposible de olvidar. Frølich hurgó en su memoria: «Lystad…». El nombre le sonaba, pero la cara no.

—Se trata de Jonny Faremo.

Frank Frølich asintió.

—Sí, una tragedia.

—Entonces, ¿usted ya lo sabe?

Un nuevo gesto de asentimiento.

—¿Y quién le dio esa información?

—Como usted seguramente sabe, trabajo en la policía. Somos colegas.

—Sí, pero ¿quién le dio la información?

—Gunnarstranda.

Lystad sonrió un poco cortado.

Frank Frølich pensó: «No me gusta nada cómo se están desenvolviendo las cosas». Esa conversación no había tomado el rumbo que él había esperado.

El silencio que siguió a continuación ponía claramente de manifiesto que Lystad deseaba que lo invitaran a pasar. Pero Frank Frølich no quería a nadie en su piso y por eso no hacía más que observar a Lystad sin decir nada.

—¿Ha estado usted últimamente por casa de Faremo?

«Positivo: el hombre va directo al grano. Negativo: trabaja manteniendo la distancia y mostrándose frío».

—¿Se refiere a Jonny Faremo?

—Sí, me refiero a Jonny Faremo.

—Pues sí, estuve allí, bueno, estuve en la puerta. Toqué el timbre dos veces hace un par de días, el mismo en el que fue puesto en libertad. Quería ver a su hermana Elisabeth. No sé si conoce usted la historia previa. ¿La conoce?

—Me gustaría conocer lo menos posible acerca de ese asunto, excepto en lo que atañe a lo sucedido entre usted y Jonny Faremo cuando lo vio por última vez.

—De acuerdo —dijo Frank Frølich, al tiempo que pensaba: «Un cabrón de cuidado».

—¿Estaba la hermana de Faremo en casa cuando usted tocó el timbre?

—¿Elisabeth? ¿Significa eso entonces que su interés no sólo se concentra en lo que atañe a mi contacto con el hermano?

Una sombra cubrió el rostro de Lystad.

«No le gusta la manera en que se está desenvolviendo la conversación… Eso es positivo».

—Frølich, escúcheme bien.

—No, es usted el que me va a escuchar ahora. Soy policía desde hace muchos años. Me doy cuenta de que es usted consciente del trabajo de mierda que está haciendo. Soy el primero que entiende que ese trabajo no le guste. Pero no tiene usted necesidad de tocarles los huevos a las personas, aun cuando estas no le caigan bien. Usted me dice que la historia previa no le incumbe. Pues, ya ve usted, a mí me incumbe en gran medida, y esa es la razón por la que he solicitado días libres por un montón de horas extras. Esa historia previa es la que ha llevado a que usted y yo estemos hablando ahora. De modo que si la historia previa no le interesa, entonces no me pregunte acerca de ella. O le da igual, o no.

En vista de que Lystad no decía nada, Frølich continuó:

—Mi versión es que tengo una relación con una mujer que se mueve en círculos equivocados. El hermano de esa mujer, por desgracia, está muerto. Pero hay algo que debe quedarle claro: jamás me he interesado lo más mínimo por Jonny Faremo, ni cuando me encontré con él hace días ni en ninguna otra ocasión. Cuando me lo encontré en la entrada de su piso, después de que fuera puesto en libertad de la prisión preventiva, era la primera vez que me cruzaba con el tipo. Nunca antes lo había visto. En realidad, fui allí para encontrarme con ella, para hablar con ella, y el motivo por el que lo hice fue que había surgido una situación muy particular en nuestra relación: ella había mencionado mi nombre en su declaración cuando confirmó la coartada de su hermano ante el juez de instrucción.

Lystad asintió muy serio.

—Continúe —dijo.

—Dejé el coche en el aparcamiento de las visitas. Desde allí, hay una escalera que conduce hacia abajo, donde están los pisos. Bajé y llamé a la puerta. Parto de la idea de que vuestro testigo es un señor mayor, un vecino con el que hablé al ver que nadie me abría. Intercambié un par de palabras con ese hombre. Luego volví al coche y, cuando ya me disponía a partir, apareció Jonny Faremo en un Saab de color gris plata. Jamás había visto al hombre, pero comprendí en seguida que tenía que ser él, y por eso lo abordé para preguntarle dónde estaba su hermana. El no lo sabía. Por lo menos eso fue lo que dijo. A continuación volví a sentarme en mi coche y me fui.

—¿Adónde fue?

—Bajé unos doscientos metros por la Ekebergvei.

—¿Y por qué se detuvo allí?

—Para pensar.

—¿Qué pasó después?

—Vi el coche de Jonny Faremo bajando por esa calle.

Lystad lo miró fijamente y con curiosidad.

Frank Frølich lo dejó esperar.

—¿Qué ocurrió?

—Lo seguí con mi coche. Era mediodía, serían más o menos las once y media.

—¿Y qué pasó luego?

—Faremo debió de verme. Diez minutos después lo perdí de vista en algún sitio entre Gamlebyen y la estación central de ferrocarriles. Fue una acción estúpida, por eso no me entristecí demasiado cuando lo perdí.

—¿Qué hizo usted después de eso?

—Me fui a casa y comí.

—¿Y después?

—Fui en el coche hasta la universidad. Intenté encontrarme con una mujer que trabaja allí. Reidun Vestli.

—¿Por qué razón?

—Esa mujer tiene una estrecha relación con Elisabeth —Frank Frølich rebuscó las palabras antes de continuar—: Tienen o tenían una relación. Supuse que tal vez esa mujer podría decirme dónde estaba Elisabeth.

—¿Y lo hizo?

—No la encontré. Se había ausentado por enfermedad.

—¿Y qué hizo usted después?

—Intenté llamarla a su casa, pero sólo me salió el contestador automático. Luego me marché a casa.

Los dos hombres se miraron durante un rato. Lystad carraspeó.

—¿Puede alguien atestiguar que estuvo usted en la universidad?

—Supongo que sí.

—¿Supone?

—Había allí una estudiante. Estaba buscando el despacho de Reidun Vestli. Era estudiante de un máster, y estaba utilizando el despacho de la profesora. Fue ella la que me dijo que Vestli estaba enferma.

—¿Y qué hizo usted después de regresar a casa?

—Vi una película, me quedé mirando la pared y bebí un par de cervezas.

—¿Y al día siguiente?

—No hice nada. Mirar a la pared. Estaba en un estado lamentable, y por la noche me fui a la ciudad.

—¿Y puede alguien confirmar eso?

—Sí.

—¿A qué hora de la madrugada llegó a casa?

—De eso no me acuerdo.

—¿Qué hora era cuando llegó a la universidad anteayer?

—No tengo ni idea. Pero fue por la tarde.

—Muy bien, Frølich…

«La misma sonrisa, un ápice despectiva, de compasión». —Lo averiguaré y se lo informaré.

—¿Estuvo usted anoche en la Ekebergvei?

—Es posible, pero no tengo ni idea.

—¿Y qué cree usted que puedo hacer yo con una respuesta como esa?

—No creo absolutamente nada.

—A usted le han visto esta noche en la Ekebergvei.

—Entonces es probable que estuviera allí.

Lystad esperó la continuación.

Frank Frølich tomó aire.

—Estaba completamente borracho, aunque no había sido mi intención emborracharme. Pero me puse sentimental. Lo último de lo que puedo acordarme es que estuve hablando en el café Fiasko con un colega. Ese local está cerca de la estación central y venden cerveza barata. Allí me encontré con un colega, Emil Yttergjerde. Estuvimos bebiendo juntos y hablamos de todo lo humano y lo divino. En algún momento de la noche me vi sentado en un taxi. Los taxis, como usted sabe, están al doblar la esquina, abajo, entre el Oslo Spektrum y el hotel Radisson. No recuerdo mucho del viaje, pero no me fui directamente a casa, porque me sentía mal. Me bajé arriba, en Gamlebyen, pues había bebido demasiado y tuve que vomitar. Y para ponerme de nuevo en forma, salí a caminar. Estuve deambulando por las calles toda la noche. Esta mañana, a las siete y media, me tumbé en mi cama. Así que antes estuve varias horas vagando por las calles, seguramente estuve también en la Ekebergvei.

—¿Intentó usted, durante la noche, hablar con Faremo o con su hermana?

—No.

—¿Está usted completamente seguro de eso?

—Sí.

—Un vecino de Faremo dice haber visto deslizarse delante de su puerta a un individuo corpulento.

—Normalmente no ando deslizándome por ahí.

—¿Qué hora era cuando regresó a su casa?

—Como ya le he dicho: a las siete y media. Me fui de inmediato a la cama.

Lystad metió las manos en los bolsillos y sonrió con su boca torcida.

—Lo más probable es que tengamos que volver sobre esta historia, Frølich.

—No había esperado otra cosa.

El silencio perduró todavía algunos segundos en el aire. Se oyó entonces el retumbar de la caja del ascensor. El aparato se detuvo. La puerta se abrió. Una mujer encorvada salió de él. Miró a ambos hombres.

—Buenos días —dijo Frank Frølich.

La mujer lo miró primero a él y luego a Lystad. A continuación les dio la espalda y tocó el timbre de la puerta del vecino.

Lystad dijo:

—Usted no ha vuelto a ver a la hermana de Faremo, ¿no es así? ¿No la ha visto desde que desapareció?

—No.

—Si la ve, dígale, por favor, que se comunique con nosotros.

Frølich asintió. La antipatía que había sentido hacia Lystad casi había desaparecido.

Cuando cerró la puerta, se quedó allí parado durante un rato mirando fijamente la puerta y luego al suelo. Sus pensamientos se habían aquietado del todo. Finalmente fue hasta la nevera. Su hígado tendría que ponerse a trabajar un poquito, pero sólo un poquito. Un poquitín de nada.