Era ya la última hora de la tarde cuando aparcó junto a una empalizada cerca de la parada del tranvía de la estación de Forskningsparken. Desde allí fue hasta aquella sección de la universidad donde se encontraba la Facultad de Historia y Filosofía. Aquella visita le resultaba repugnante. Le repugnaba buscar a una Elisabeth a la que no conocía. De todos modos, el malestar por esa otra cara de la mujer le parecía lo menos importante mientras no estuviera en condiciones de palparla, de encontrarla. Quería que ella le contara todo acerca de esas partidas de póquer, de las coartadas y de todas esas cosas que él no alcanzaba a comprender. Por eso ignoró al tejón que le mordisqueaba la barriga, entró al edificio Niels Treschow y tomó el ascensor. Caminó sin rumbo por los pasillos, subió una escalera y continuó caminando al tiempo que leía los nombres en las puertas.
La puerta de acceso al despacho de Reidun Vestli estaba abierta. Frank llamó y la empujó. Una mujer joven, con el pelo claro y un mentón inusualmente fornido, levantó la vista de la pantalla de un ordenador.
—Disculpe —dijo Frølich—. Busco a Reidun Vestli.
—Se ha marchado a casa. —La joven miró su reloj de pulsera—. Hará unas dos horas.
—¿A casa?
—Sí, no se sentía muy bien. Se ha puesto enferma y se ha ido a casa. —Aquellas mandíbulas fuertes se abrieron, dando forma a una gran sonrisa blanca—. Nosotros, los estudiantes del máster, podemos utilizar su despacho. Es muy flexible en ese sentido.
—¿Era algo serio?
—No tengo ni idea. No, no lo creo. Reidun se enferma muy pocas veces.
Reidun Vestli había recogido sus cosas hacía aproximadamente dos horas y había desaparecido. También Elisabeth había recogido sus cosas hacía unas dos horas y había salido de viaje.
Frølich dijo:
—Tengo que hablar urgentemente con ella. Teníamos una cita.
El despacho de Reidun Vestli estaba recogido. El único objeto que estorbaba, y que causaba la impresión de un orden penoso, era la chaqueta de plumas de la estudiante, que la chica había arrojado sobre una mesa situada en un rincón. Hasta la propia mujer sentada detrás del ordenador parecía formar parte del despacho.
—Podría intentarlo en su casa, si es tan importante.
—Sí, exactamente. ¿No tendrá usted por casualidad el número de teléfono?
La estudiante quedó pensativa por un instante.
—Reidun está entre las pocas profesoras que tienen tarjetas de presentación —dijo la joven, abriendo un cajón del escritorio—. Sé que a veces tiene algunas por aquí. Sí, aquí están.
La mujer del fornido mentón dejó brillar de nuevo otra sonrisa mientras le alcanzaba la tarjeta.
Frank estudió la tarjeta de la profesora en el ascensor. Reidun Vestli vivía en Lysejordet.
En cuanto se sentó en el coche, llamó a su número privado. Sonó cinco veces, pero nadie respondió. Luego se produjo una breve pausa que indicaba un desvío de llamada. De modo que no estaba en casa. Esta vez el teléfono sólo sonó dos veces, y entonces se escuchó la voz de la profesora.
—Hola, soy Reidun.
Era una voz clara; había un pequeño ruido de fondo. Eso significaba que Reidun Vestli estaba conduciendo.
—Hola, soy Frank Frølich. Me gustaría hablar con usted.
Silencio.
—Se trata de Elisabeth Faremo.
Entonces la conversación se interrumpió.
Frank se quedó mirando fijamente el monitor del móvil. Antes de aquella conversación, él se sentía horrorizado, pero a Reidun Vestli, por lo visto, le sucedía algo peor. Aquel rechazo de pánico le hizo llamar de nuevo inmediatamente. El teléfono sonó y sonó hasta que salió el buzón de voz.
Estaba harto. Estaba absolutamente harto. En ese momento, la situación le parecía completamente ridícula. Mientras conducía en dirección a casa, oía en su mente la voz de Gunnarstranda, diciéndole: «¡Un juego amañado! ¡Eso es más que evidente, Frølich!». El mismo había llegado tan lejos como para malgastar un montón de horas extras porque… Eso, ¿por qué? ¿Por qué Elisabeth Faremo intervenía a favor de su hermano? ¿O acaso lo hacía para ocultarse, para regodearse en la autocompasión?
Habían asesinado a un joven. Pero Elisabeth también podía haber dicho la verdad. ¿Por qué no iba a ser cierta su declaración? Elisabeth siempre se había marchado de su piso a hurtadillas, de madrugada. Las cosas pudieron suceder del siguiente modo: Elisabeth se marchó a casa. Había estado hablando con su hermano durante un par de horas más, cuando, de repente, la policía llamó a la puerta. «Si no hubiera sido por esa denuncia». Sin embargo, el problema era que él no sabía nada acerca de esa denuncia. ¿Quién había denunciado y qué motivos tenía para hacerlo?
De un modo automático, Frank puso rumbo hacia su casa. Era la primera hora de la noche, reinaba una oscuridad invernal y estaban en la hora punta. Se había tomado unos días libres. Así que no había nada que hacer. ¿Y qué hace un noruego cuando no tiene nada que hacer? Se permite el lujo de tomar una copita o, incluso, cinco. Frank Frølich puso entonces rumbo hacia el centro comercial de Manglerud.