Tres horas después Frank ya había pedido autorización para tomarse una semana de compensación por las horas extras, estaba sentado en el coche e iba subiendo por la Ekebergásen. Dobló hacia la azotea del edificio en forma de terraza, donde se encontraba el aparcamiento de los pisos situados debajo. Una escalera lateral conducía hacia abajo por un costado del complejo de edificios. Había un rellano en cada planta, y cada uno de esos rellanos conducía a dos puertas de entrada. Encontró la puerta del piso de Elisabeth y Jonny Faremo y tocó el timbre. No sucedió nada. Frank se puso a la escucha. No había ruidos silenciosos tras la puerta. Todo estaba muerto, a oscuras y en silencio. Lo único que escuchó fue el motor de una grúa que amortiguaba en ese momento el habitual rumor del tráfico de la ciudad. El aire helado que hasta entonces rodeaba su cuerpo como una segunda y fría piel perforaba de repente la ropa y le hacía temblar.
Frank tocó el timbre una vez más. La piel de su dedo índice se puso totalmente blanca de apretar.
Se acercó un poco más hacia adelante y buscó una ventana a través de la cual pudiera asomarse.
—¿Busca a alguien?
Era un hombre ya maduro y con la espalda encorvada, bastón y boina, que estaba parado en el rellano, mirándolo.
—Faremo —dijo Frølich.
El hombre sacó un mazo de llaves y buscó la llave correcta.
—¿A él o a la señora?
—Bueno, en realidad, a los dos.
El hombre metió la llave en la cerradura del piso vecino.
—Ella se marchó hace media hora. Probablemente se fuera de viaje. Llevaba una mochila y un maletín. A Jonny no lo he visto desde hace un par de días —dijo el hombre y abrió la puerta de su piso.
—¿Sabe si cogió algún taxi?
—No, desapareció cuando estaba abajo —dijo el hombre, señalando con el bastón—. Pienso que se dirigía a la parada del autobús.
—¿Vio si subió a ese autobús?
—No. Pero ¿por qué es usted tan curioso?
Frølich estuvo a punto de identificarse, pero luego lo descartó.
—Teníamos una cita —dijo y miró el reloj—. Es bastante importante. Y eso fue hace media hora.
—Sí, sí —dijo el hombre haciendo ademán de entrar en su piso.
Frølich se detuvo.
El hombre siguió mascullando:
—Sí, sí; sí, sí. —Y entonces cerró la puerta definitivamente a sus espaldas.
Frank subió de nuevo las escaleras lentamente y regresó al coche. Cuando ya se disponía a meterse en él, un Saab 95 de color plateado entró en el aparcamiento y se dirigió a una de las plazas reservadas. Frank metió la llave en el bolsillo, se detuvo y se quedó mirando el coche. El conductor se tomaba su tiempo. Finalmente la puerta se abrió y un hombre bajó del vehículo. Era blanco, de un metro noventa de estatura, de complexión fuerte, ya fuera gracias a un arduo entrenamiento o a la ayuda de anabolizantes. Llevaba un pantalón militar de color verde, botas de montaña de Goretex, una corta chaqueta de cuero, guantes de piel de color marrón, gafas de sol y gorra de visera negra. Frølich jamás lo había visto en persona, pero de inmediato supo quién era y se dirigió a él.
Ambos tenían la misma estatura, pero seguramente Frølich no podía levantar pesos tan pesados como ese soldado clonado por afición. Por otra parte, en cuanto Faremo se quitó las gafas, Frank pudo reconocer en él los mismos rasgos faciales de Elisabeth: la nariz, la frente, los ojos.
Frank dijo:
—Busco a tu hermana.
Y a continuación pensó: «Un error. Debí presentarme antes, mostrarme frío, cortés, no con la actitud insolente de un crío».
El hombre se quitó los guantes con parsimonia y le ofreció la mano.
—Soy Jonny.
—Frank.
—¿Así que tú eres el amigo de Elisabeth?
—Sí. Hoy por la mañana has estado ante el juez de instrucción, y conseguiste salir en libertad porque tu hermana mencionó a un hombre llamado Frank. Tal vez lo recuerdes.
Faremo sonrió con ironía:
—Elisabeth y yo hemos discutido de vez en cuando sobre el hecho de que fueras policía.
Frølich se tomó su tiempo para digerir aquellas palabras: «Elisabeth y yo hemos discutido de vez en cuando…».
Entonces Faremo continuó:
—Ella me ha dicho siempre que no eres ningún cabrón, sino… —Jonny Faremo sonrió fría e irónicamente—… sino que eres distinto.
Frølich consiguió dominarse y obvió aquel tono.
—¿Sabes dónde está?
—No.
—Un vecino afirma que se marchó hace media hora con una mochila y algo más de equipaje.
—Entonces será como él dice.
—Pero si ella se hubiese marchado a alguna parte, tú lo sabrías, ¿no es así?
—¿Por qué iba a saberlo?
Frølich pensó: «¡Porque ella es tu coartada, gilipollas!», pero a continuación dijo:
—Entonces, ¿no lo sabes?
—Deberías deponer tu estilo de la Gestapo cuando hables con gente de su familia.
—Perdona si te estoy acosando demasiado, pero tengo que hablar con ella sea como sea.
—¿Ahora mismo?
—Sí, ahora mismo. ¿Te parece tan extraño?
—Un poco.
—¿Ah sí?
—Por lo que le entendí a mi hermana, es ella la que, en vuestra relación, siempre tiene que tomar la iniciativa —dijo Faremo, golpeándose con un guante la palma de la mano—. Pero ahora que yo estoy en dificultades, te conviertes en perro de presa y vienes corriendo hasta aquí.
Frølich dijo:
—Si la ves, dile por favor que me llame —dijo Frank, que se dio la vuelta y se marchó.
La nieve caída sobre el suelo se había endurecido y estaba resbaladiza. Frølich estuvo a punto de caerse, pero no volvió a darse la vuelta. «Ella ha estado haciéndole confidencias a su hermano». Eso era lo único en lo que podía pensar: Jonny Faremo estaba al corriente de no sabía qué cosas, mientras ella mantenía sus cartas ocultas, como una niña que ha sido pillada haciendo trampas, cuando él le preguntó acerca del hermano.
Cuando Frank salió con el coche a la calle, Faremo seguía parado en el mismo sitio y lo seguía con la mirada.
Frølich echó un vistazo al reloj. Era mediodía. Hora de comer. Sin embargo, no podría tragar nada. Se sentía mal. No había avanzado todavía cincuenta metros cuando tuvo que detenerse junto al arcén. ¿Qué debía hacer ahora? ¿Cómo podría averiguar adonde se había ido Elisabeth? Apenas sabía nada acerca de ella.
Agarró el volante con ambas manos. «Tal vez no deba hacer absolutamente nada», pensó. «Tal vez deba irme a casa y dormir». A fin de cuentas, tenía una semana libre.
No fue mucho más allá en sus pensamientos. El Saab de Faremo le pasó por el lado. Frølich arrancó el motor y lo siguió.