Capítulo 1

—Tenemos un cliente.

—¿Asesinato?

—Es un hombre. Está tan frío y tieso como un pescado congelado —continuó diciendo Gunnarstranda—. En Loenga.

Se cortó la comunicación. No había nada que discutir. Frank Frølich se dio la vuelta en la cama.

—Tengo que irme —susurró con la voz seca y guardó silencio.

Ella no estaba allí. Parte de la manta que la cubría unas horas antes estaba en el suelo. Se sentó en la cama, se frotó las mejillas y dijo en tono vacilante:

—¿Elisabeth?

No se escuchó nada.

Frank miró el reloj. Eran las cuatro y media de la madrugada. El policía se puso de pie y caminó a tientas hasta el salón. Todo estaba oscuro y en silencio. La cocina: a oscuras. El cuarto de baño: a oscuras y vacío. Frank encendió la luz, se roció un poco de agua en la cara y se encontró con sus propios ojos cansados en el espejo. «¿Por qué hace una cosa así? ¿Por qué desaparece? ¿Cuándo se habrá marchado? ¿Por qué se marchó?». Exactamente seis minutos más tarde, Frank estaba ya sentado en su coche y conducía bajando por el Ryenberg. Había enfriado más. La hoz de la luna brillaba y el cielo estaba cubierto de estrellas. No le quedó más remedio que pensar en Elisabeth, en su manera de caminar por aquellas calles en medio de ese frío, con su faldita ajustada y su ropa interior minimalista. Se levanta de la cama, sale y se larga. El coche estaba tan frío que Frank se encogió en el asiento con las dos manos aferradas al volante. Los neumáticos chirriaban sobre el asfalto, y en las curvas la pista estaba congelada. Una niebla helada cubría la zona del puerto. Era la atmósfera ideal para un asesinato, pensó Frank, cuando dobló en Gamlebyen.

Un coche patrulla estaba aparcado delante de una verja con los intermitentes encendidos. El Skoda Octavia de Gunnarstranda tenía la mitad del cuerpo sobre la acera. Tras la verja se veía un pequeño círculo de personas en torno a un cuerpo que yacía en el suelo.

Frank Frølich cerró la puerta del coche a sus espaldas y entró a través del portón con las manos bien metidas en los bolsillos del pantalón. Estaba helado, y ya sentía la necesidad de tomar un desayuno. Gunnarstranda le salió al paso. La camisa bajo el abrigo de otoño estaba abotonada de un modo torcido. En la comisura de sus labios se balanceaba un cigarrillo sin encender.

—Es el vigilante de Securitas. Fue descubierto a las 3.43 de la mañana por un colega. Hay claros indicios de un robo en uno de los contenedores. —Gunnarstranda señaló en dirección a uno de los verdes contenedores de metal, cuyas puertas estaban abiertas como en un bostezo—. El contenedor pertenece a una empresa llamada AS Jupro. No está demasiado claro lo que se han llevado, pero probablemente se trate de ciertos aparatos electrónicos.

Desde la distancia, el muerto recordaba a un corredor de eslalon desmayado. Estaba en posición lateral estable. El overall era un uniforme. Frank Frølich torció el rostro cuando vio la maltratada cabeza del hombre y la enorme cantidad de sangre.

—Los patólogos forenses lo llaman uso ciego de la violencia —dijo Gunnarstranda en tono formal—. Le han golpeado la región occipital. No debe de ser un trabajo demasiado difícil para los chicos que determinan la causa de la muerte. El arma homicida, con toda probabilidad, es esa de ahí —dijo, señalando a una bolsa de plástico embadurnada de sangre que yacía junto al cadáver—. Un bate de béisbol. De aluminio.

De pronto se oyó un crepitar en el aparato de radio de uno de los policías uniformados. El hombre se lo alcanzó a Gunnarstranda, que empezó a ladrar literalmente en el micrófono.

Frank Frølich no pudo descifrar la noticia que le llegó de vuelta, en medio de aquel sonido crepitante. Pero eso lo hizo Gunnarstranda, que sonreía irónicamente.

—Encerradlos.

El policía se dio la vuelta y miró el reloj.

—Así los tendremos y podremos dormir un poco. Siento haberte despertado tan temprano. Pero así es este trabajo. Ningún caso es igual a otro. Me daré un par de horas más —dijo Gunnarstranda—. Luego haremos el interrogatorio a una hora como Dios manda. Nos sentará bien irnos un rato a la cama.

—¿A quién tenemos? —preguntó Frølich, confundido.

—Una banda de musculitos —respondió Gunnarstranda—. Una corazonada. Tal vez no nos sea de mucho valor, pero, por otro lado, es posible reconocer un modus operandi bastante claro. —Gunnarstranda señaló hacia un pequeño Ford Combi que estaba aparcado a unos pocos metros de distancia. El logotipo de la empresa de vigilancia estaba impreso en un lateral del maletero—. El vigilante vio algo, se detuvo y se bajó del coche para echar un vistazo —Gunnarstranda señaló entonces hacia un objeto que estaba al lado del contenedor abierto—. Es su linterna, una Mag-Lite, está allí. Los chicos fueron pillados y se produjo una pequeña riña. Uno de ellos tenía un bate y, bim bam, ahí tienes al vigilante en el suelo. Para desgracia de esos tres tipos, el hombre está muerto.

—¿Y sabemos quiénes eran? —preguntó Frølich, y bostezó.

Gunnarstranda asintió.

—Te lo he dicho: es una corazonada, y me sorprendería que no acertara. —Acto seguido, su colega sacó un papelito del bolsillo del abrigo y leyó en voz alta—: Jim Rognstad, Vidar Bailo y… —Gunnarstranda sostuvo el papel bajo la luz—. A veces no soy capaz de entender siquiera mi propia letra… Jim Rognstad, Vidar Bailo y… ¿Puedes leer el tercer nombre? —preguntó, acomodando sus gafas.

Frank Frølich leyó, primero en silencio, luego en voz alta:

—Ahí dice Jonny Faremo.