Capítulo 5

Escucharon Simple Minds. La voz cantaba You turn me on, y luego cantaba Alive and kicking. En cuanto acababa, el aparato empezaba otra vez desde el principio, con Hypnotized.

Ella quería oír música cuando hacían el amor. Siempre quería exactamente la misma música. Pero estaba bien. Estaban juntos, ella estaba dentro de él y él dentro de ella. En la mirada de Elisabeth no había inseguridad ni simulación, nada fingido. Por eso los ruidos que se oían alrededor no significaban nada, la música sólo completaba la imagen, del mismo modo que una brisa marina subraya que el aire es algo que se respira. Pero él no escuchaba las palabras, no escuchaba la percusión ni los coros. Lo único que hacía el cuerpo de Frank Frølich era bailar con el de Elisabeth, concentrado en aquellas dos luces tan próximas y a la vez tan lejanas: sus ojos azules.

Cuando él salió del cuarto de baño, ella estaba tumbada sobre la cama, leyendo.

—¿Es el mismo libro? —preguntó él.

—¿El mismo?

—Me parece como si siempre estuvieras leyendo el mismo libro.

Ella colocó el libro encima de la mesilla de noche.

—¿No has oído nunca decir a nadie que uno no se puede bañar dos veces*en el mismo río?

—¿Filosofía griega?

Ella se encogió de hombros.

—Tal vez. Pero no creo que sea posible leer un mismo libro dos veces.

Elisabeth le hizo sitio debajo de la manta.

Un poco más tarde, ella le preguntó:

—¿Por qué te hiciste poli?

—Sucedió así, sin más.

—Eso no te lo crees ni tú.

Frank volvió la cabeza y la miró a la cara. Sonrió en lugar de responder.

—¿Estamos entrando en un terreno demasiado privado? —preguntó ella—. ¿Keep off? ¡Danger! ¡Cuidado con el perro!

—Presenté mi candidatura en la escuela de policía cuando acabé mi carrera de Derecho, y me aceptaron.

—¿Cuándo acabaste tu carrera de Derecho? Pues bien que pudiste haber empezado a trabajar en un bufete de abogados. Pudiste haber hecho carrera como jurista. Ganar millones. Sin embargo, en lugar de ello, te dedicas a recorrer la ciudad y a husmear en los asuntos de otros.

—¿Husmear?

Aquel tono. Él lo había intuido, pero era demasiado tarde para echarse atrás. Después de haberlo dicho, Frank bajó la vista para mirarla. La cabeza de ella reposaba sobre su pecho, mientras él, con el dedo de la mano izquierda, dibujaba en el aire el patrón del empapelado de la pared. Con la otra mano le acariciaba el pelo, a sabiendas de que ella intentaba valorar el ambiente.

—A veces tendrás que hacerlo, ¿no es así? Quiero decir, lo de husmear.

Frank no respondió.

—¿Estás enfadado?

—No.

—En cualquier caso, es bueno que no te hayas convertido en juez.

—¿Qué tienen de malo los jueces?

—Tengo mis problemas con los jueces. Tal vez lo único que hacen es cumplir con su trabajo, pero, sencillamente, se dedican demasiado a… a juzgar.

Ambos yacían allí, en silencio, la cabeza de ella apoyada sobre la barriga de él. Mientras tanto, Frank jugueteaba con uno de los rizos de su negro cabello.

Entonces Elisabeth dijo:

—¿En qué piensas?

—En que, en realidad, hubiera podido ser juez, y desde el punto de vista técnico de mi carrera, tal vez debería serlo. —Frank jugueteaba todavía con su cabello, mientras ella continuaba allí acostada, quieta. Entonces el policía añadió—: Creo que me gusta mi profesión.

Ella alzó la cabeza.

—Pero, ¿por qué?

—Conozco a gente. Por ejemplo, te he conocido a ti.

—Pero tiene que haber una razón para que llegaras a la conclusión de que querías ser poli. En algún momento tuvo que suceder, hace mucho tiempo.

—Sí, pero ¿por qué quieres saberlo?

—Me gustan los secretos.

—Eso ya lo he notado.

Elisabeth bajó de nuevo la cabeza.

—Había un poli que vivía en nuestra calle —dijo él—. Era el padre de una chica muy guapa de mi clase, Beate. Conducía un Ford Cortina. El modelo antiguo, con faros traseros redondos. Eso fue en los sesenta.

—No tengo ni idea de a qué coche te refieres —dijo ella—. Pero en fin, eso no tiene importancia.

—En el piso situado encima del nuestro vivía una chica llamada Vivian, que salía a hacer la calle, a pesar de que tan sólo tenía dieciocho o diecinueve años.

—¿Y qué edad tenías tú?

—Unos diez, quizá. No tenía ni idea de lo que era una puta. No tenía idea alguna sobre el sexo. Los otros chicos hablaban de Vivian, y me mostraban revistas porno con mujeres que exhibían sus genitales. Aquellas fotografías me parecían horrorosas.

—¿Eran fotos de ella, de Vivian?

—No, pero los chicos querían que yo comprendiera lo que ella hacía, o quizá los ponía cachondos, quién sabe. Yo era un absoluto memo en ese terreno. Y a los diez años sólo me interesaba pescar, mi bicicleta y esas cosas. Tengo a Vivian, en la memoria, como una chica un tanto cansada, de pelo oscuro, con muchas venitas azulosas en las piernas. Y esas piernas estaban siempre muy pálidas. Se sentaba a menudo en la escalera a fumar. Pero fuera como fuere, un día vinieron dos hombres. Uno de ellos vestía un traje y tenía el pelo muy engominado. El otro usaba gafas, llevaba flequillo y una chaqueta de cuero bastante corta. Hacía muecas todo el tiempo. Nosotros, los chicos, estábamos jugando en la calle con una pelota, y Vivian estaba sentada en la escalera, con sus pantaloncitos, fumando. Cuando llegaron aquellos dos tipos, ella se levantó y entró a la casa, puso pies en polvorosa por así decirlo.

Frølich guardó silencio cuando el teléfono sonó.

Ella levantó la vista y lo miró fijamente.

—¿No pensarás responder al teléfono ahora, no?

—Tal vez no —dijo el policía y miró al teléfono sin moverse de su sitio. Ambos escucharon el timbre hasta que dejó de sonar.

—Sigue contando —dijo Elisabeth.

—¿Por dónde iba?

—Dos hombres vinieron y Vivian puso pies en polvorosa.

—Uno de los chicos de la calle se llamaba Yngve. Tenía una bici de montaña, una de esas con un sillín muy alargado. Yngve cogió una piedra y la lanzó contra aquellos dos hombres. Y nosotros nos unimos a él de inmediato. Esos dos tíos, de algún modo, eran el enemigo. De modo que nos pusimos a apilar piedras.

—¿Dos chicos de diez años?

—Éramos quizá unos cuatro o cinco chiquillos. Yngve, que tenía catorce años, era el mayor. Mis amiguetes tendrían doce o trece años. Yo era el más joven de todos y estaba cagado de miedo. Jamás había sentido un miedo como aquel. El tipo que hacía las muecas echó a correr tras Yngve, pero acabó en la calle, sangrando. Más tarde tuvo que ir al hospital. Todavía recuerdo que corrí, presa del pánico, a esconderme tras un edificio, me escondí tras los contenedores de basura y vomité. Tal era el miedo que sentía.

Frank miró hacia abajo y se encontró con su mirada. Sonrió.

Ella susurró:

—Sigue contando.

—El padre de Beate intervino. Era el rey. No dijo ni una palabra. No sacó su identificación ni su placa, no llevaba uniforme, sino que llegó allí sin más, y puso el mundo de nuevo en su estado normal. Creo que ahí está la razón por la que me hice poli. El era… todo un símbolo.

—Bruce Willis —dijo ella, sonriendo con ironía.

—No era un hombre especialmente amable.

—¿Quién? ¿Bruce Willis?

—El padre de Beate.

—¿Qué hizo?

Frank se encogió de hombros.

—Beate se volvió adicta a la heroína y murió hace algunos años. Cuando teníamos reuniones de clase, ella era la única que no acudía, y todas las chicas hablaban de la manera en que su padre la había estado maltratando durante años, abusando de ella —dijo Frank, al tiempo que se estiraba—. Las ilusiones pasan —dijo él, secamente.

Elisabeth no dijo nada.

—Como bien dice la propia palabra: «ilusión». Algo que no existe en realidad.

—Si tú lo dices —dijo ella.

—¿Lo que me gusta hacer? —dijo él, mientras yacía allí en ademán pensativo—. Me gusta tocar air guitar con la canción L. A. Woman, de The Doors.

—No seas tan aburrido. Venga. Dime lo que te gusta hacer.

Frank se estiró bajo la manta y dijo:

—Me gusta tumbarme y mirar por la ventana cuando me despierto por las mañanas.

—¿Y qué más? —preguntó ella.

—¿Cómo que qué más?

—¿Qué otra cosa te gusta hacer?

—No, primero tú.

—Me gusta tumbarme sobre la hierba en verano y contemplar las formas que hacen las nubes.

—Sigue.

—Me gusta bajar en bici una montaña en las tardes frescas de verano.

—Sigue.

—Ahora te toca a ti.

—Me gusta escribir los títulos de mis discos y organizados por orden alfabético.

—¿Es cierto eso?

—Sí.

—Bien —dijo ella, al tiempo que se estiraba bajo la manta, con gesto de satisfacción.

—Te toca —susurró él.

—Me gusta estar a solas en un lugar determinado.

—A mí también.

Ella alzó la cabeza un poco de su pecho y lo miró.

—Una playa —dijo Elisabeth—. En los atardeceres, cuando me siento allí, al final sólo escucho las olas, y cuando alguien viene y me habla, yo no lo escucho.

—El agua es así —dijo Frank—. Yo he experimentado lo mismo cuando he ido a pescar. Por ejemplo, en los ríos y arroyos con algunos rápidos.

—No lo creo.

El volvió a mirarla. Parecía un poco ofendida.

—De acuerdo, lo admito. Eso no es verdad.

—Cuando dices esas cosas, se me quitan las ganas de decir nada —dijo ella.

—¡Oye! —dijo él mientras se incorporaba tanto que volvieron a tener contacto visual el uno con el otro—. No te enfades.

—No estoy enfadada.

—¿Y cómo se llama tu playa?

Elisabeth sonrió.

—Hvar.

—¿Cómo?

—Ella se llama así. Hvar.

—¿Ella?

—Sí, es una isla.

—¿Y dónde está?

Ella apoyó la cabeza sin responder.

Él le acarició el cabello y bostezó. Pronto se quedaría dormido. Lo notaba y le alegraba esa perspectiva.

—Por cierto —murmuró él, al tiempo que bostezaba de nuevo—. Me gusta el olor de la paja quemada en primavera.

Cuando Frank volvió a abrir los ojos en algún momento en medio de la noche, el peso de la cabeza de Elisabeth ya no estaba allí. Oyó una voz muy baja que hablaba. Ella estaba sentada junto a la ventana con el móvil pegado al oído.

—¿No duermes? —preguntó Frank. ¿Qué hora es?

—Voy en seguida —le susurró ella—. Duérmete.

El se quedó allí tumbado, con los ojos abiertos, y sintió cómo ella se deslizaba de nuevo bajo la manta. Frank contempló su cabello negro cayendo sobre la almohada. A continuación, se quedó dormido de nuevo.