Capítulo 3

Se encontraba en una nueva fase de convalecencia.

Frank lo dejó sonar y estuvo todo el tiempo en la cola de la cantina con un móvil sonando en la mano. La gente se daba la vuelta hacia él, pero él ignoraba sus miradas. Tuvo sudoraciones. Apretaba los puños y miraba en la dirección opuesta. El resto del día lo pasó deambulando por ahí, como entre la niebla.

El cuarto día, lo primero que hizo fue echar una ojeada a todo el archivo de personas con antecedentes. La búsqueda fue exitosa. Nombre: «Jonny Faremo». Historial: tres veces condenado por lesiones graves y en otra ocasión por asalto a mano armada. Además, tenía una condena por robo de coche, un turismo. En total había sido condenado a cinco años de privación de libertad. Tiempo de prisión cumplido: treinta y ocho meses. Penitenciarías: Ila, Sarpsborg y Mysen.

El sudor le corría por la espalda. Frank parpadeó dos veces, pero tuvo la suficiente presencia de ánimo como para imprimir la página. Luego emprendió una nueva búsqueda: «Elisabeth Faremo». No había nada registrado, de modo que no tenía antecedentes.

Pero si Elisabeth estaba casada con Jonny Faremo, probablemente habría adoptado su apellido. ¿Estaría registrada con otro nombre?

Frank se sintió mal. Veía el rostro de ella ante sus ojos. O no, en realidad no veía rostro alguno, sólo veía su cuerpo. Veía su mano sosteniendo firmemente los tobillos de ella, los pies y los contornos de su figura sobre la cama y debajo de él. Frank parpadeó una vez más. «¿En qué clase de madeja me he metido?».

La puerta se abrió de golpe. Yttergjerde entró con estrépito. Yttergjerde, con su labio abultado por el tabaco de mascar. La bola de tabaco bajo el labio superior le hacía parecer un conejo de tamaño desproporcionado con la dentadura deforme. Llevaba el mentón sin afeitar, pero se había rasurado la cabeza.

Yttergjerde dijo:

—¡Hola!

Frølich sintió cómo su cabeza se inclinaba para responder. No estaba con ánimos para hablar ni para reírse con las sentencias de Yttergjerde, sus anécdotas de pesca y sus historias de faldas.

El olor del perfume de hombre llenaba la habitación. Yttergjerde olía todavía a ese sabor que suele dejar el chicle. Frølich no entendía cómo ese hombre soportaba aquello.

—Oh, no, por favor.

Frank levantó la vista. Yttergjerde estaba delante de la impresora y sostenía en la mano la hoja sobre Jonny Faremo. Frank Frølich sintió cómo el sudor volvía a brotar y esta vez le corría por todo el cuerpo. Parpadeó. Sus ojos estaban secos, completamente secos. Tuvo ganas de vomitar.

—Conozco a ese tío —murmuro Yttergjerde.

—¿A quién conoces?

—A Faremo, Jonny Faremo. ¿Qué ha vuelto a hacer ahora?

Frølich carraspeó:

—Sólo estoy verificando un par de nombres. A ver, cuéntame.

—¿Qué quieres que te cuente?

—Lo que sabes acerca de Jonny Faremo. Para mí no es más que un pedazo de carne con gorra de visera y gafas de sol.

—En cualquier caso, forman un grupo de tres y trabajan juntos. Asaltos a mano armada. Son tíos de la misma calaña de los de la banda de Stavanger. Trabajan como una tropa de comando, si es que sabes lo que quiero decir: ametralladoras, pasamontañas y monos. Todavía recuerdo muy bien aquel furgón de dinero hace cinco o seis años. Aquí está: furgón de dinero proveniente de Østfold y camino de Oslo. Es un tipo duro. Primero da el golpe y luego pregunta. Soy de las pocas personas que han tenido el placer de darle un par de hostias. Estaba presente cuando los detuvimos por el asalto al furgón.

—Sí, pero hace tiempo que cumplió su condena. ¿Sabes algo más?

Yttergjerde se dio la vuelta hacia Frank.

Frølich continuó automáticamente:

—Sé que vive en un sitio bastante chic, un bloque de terrazas en Ekebergásen.

—Sabes cómo son las cosas: estos tíos conducen coches de alta gama y beben Hennesy cuando no están en el trullo, y precisamente por eso los meten en chirona.

—¿Entonces lo del piso es únicamente para exhibirse?

—No, creo que lo heredaron. La vivienda les pertenece. Todavía recuerdo que en aquella época, ese fue uno de los hechos irrebatibles en el proceso.

¿Ellos lo heredaron? ¿Por qué ellos?

—Él y su hermana. Jonny vive con su hermana. O vivía. Por lo menos en aquella época.

«¡Yes! ¡No está casada! ¡Es su hermano!». Frølich, con el rostro rígido como una piedra:

—¿Y ella?

—¿Ella?

—¿También está con la mierda hasta el cuello?

—No lo creo. En realidad, parece más bien su madre. Aunque es más joven. Pero, en fin, no lo sé. Donde encuentres abundancia, habrá, con toda certeza, mucha mierda en la que se pueda revolver, como solía decir mi tío, que era campesino.

«Mucha mierda en la que se pueda revolver». Frank parpadeó.

—¿Cómo es eso de que parece su madre?

Yttergjerde negó con la cabeza y se encogió de hombros.

—Lo dije por decirlo. No tengo ni idea. ¿Por qué tanta curiosidad?

—¿Hum? —Frank sintió que empezaba a sudar de nuevo.

—Faremo —dijo Yttergjerde, impaciente—. ¿Por qué tienes tanta curiosidad por el tal Jonny Faremo?

—Es una pista. Alguien me ha dicho que recordaba el nombre.

Yttergjerde se dio la vuelta y enarcó las cejas. Sus fornidas manos hicieron girar el tapón de una botella de Coca-Cola.

Frølich parpadeó. «¡Acaba esta conversación antes de que se ponga demasiado fea!». Yttergjerde, en tono reflexivo y alerta, dijo:

—¿Una pista?

—Olvídalo. Sólo quería saber quién era el tipo sobre el que hablábamos. ¿Y por lo demás? ¿Sigues todavía con la chica tailandesa que te ligaste por ahí?

—¡Los caballeros las prefieren rubias!

—¿Entonces fue ella quien te dejó?

Yttergjerde encogió su dedo índice para sacar el grumo de tabaco de mascar. Sonrió mostrando sus dientes manchados de color marrón.

—¡Oye, aquí el que deja las cosas soy yo!

Frølich fue hasta el lavabo para estar solo y reflexionar. Estaba asustado a causa de su propia reacción, de la alegría incondicional que había sentido cuando oyó decir que Elisabeth era la hermana de Jonny Faremo y no su mujer.

Pero sí que constituía un problema que su hermano fuera un criminal. ¿Cuál sería ahora el modo correcto de actuar?

Frank contempló su propia imagen en el espejo y luego se dijo a sí mismo en voz alta:

—Lo correcto será pedirle cuentas, preguntarle por su hermano. O no. ¡Lo mejor será olvidarla!

Frank se sentó en la tapa del váter y se mordió los nudillos. «¿Qué es lo correcto ahora?» —pensó—. ¿Llamar o romper todo contacto? Balbucear y decirle: «¡Entiéndeme, no puedo estar con la hermana de un delincuente!». Para luego recibir la respuesta más obvia: «Frank, ¿estás interesado en mí o en mi hermano?». Frank se enjugó la frente con el reverso de la mano. ¿Había realmente algo de especial en todo aquello? ¿Acaso no podía cualquiera verse de un momento a otro en una situación similar? Son cosas que siempre han ocurrido. Frank intentó consolarse imaginando otros ejemplos: un buen día el director de Hacienda averigua que su mujer ha manipulado las facturas de los taxis y que se ha desgravado de forma ilegal cierta suma de dinero. «No, no es relevante. Se trata de relaciones amorosas». Hay socialdemócratas que se van a la cama con conservadoras y viceversa. Funcionarias de prisiones que establecen relaciones sentimentales con presos.

Esta última comparación lo hizo sudar con mayor intensidad aún.

Un párroco que se opone a que las mujeres puedan ser sacerdotes y que empieza una relación con una mujer párroco. Un neonazi militante entra en el bar equivocado y descubre que, en realidad, es gay. «Son ejemplos idiotas. ¡Piensa!». El presidente de una asociación local del ultraderechista Partido Progresista ve que su hija se compromete con un hombre de color y descubre que ese hombre de color es, en realidad, un chico majo.

Frølich hizo un gesto negativo con la cabeza pensando en su propia actitud. «¿Estoy tan fuera de mí por el hecho de que esta vez la cosa va conmigo? ¿De dónde sale ese pánico? ¿De mi paranoia? ¿O es acaso un problema real el hecho de que su hermano haya estado en la cárcel, que sea un criminal?».

Frank se imaginó de nuevo la conversación: «¡Tienes que entenderlo, Elisabeth, soy un poli! Tu hermano es miembro de una banda. Esas no son gentes que se muestren receptivas para hablar de cosas generales sobre decisiones individuales y sobre el inicio de una nueva vida. Jonny y sus compinches son delincuentes profesionales. ¡Se trata de crimen organizado!».

Frank volvió a hacer un gesto negativo con la cabeza: «¡Como si ella no supiera todo eso!».

»¿Acaso es ahí donde radica el problema?».

»Sí, el problema es que ha mantenido el pico cerrado. Sabe que soy poli, lo ha sabido todo el tiempo. Nos encontramos la primera vez, precisamente, porque estaba trabajando como policía. ¡De modo que tendría que haber hablado acerca de su hermano hace tiempo!».

La verdad aplastante de esa conclusión lo exasperó por un instante. A continuación, se sintió como si saliera del agua después de haber contenido la respiración durante mucho tiempo. Esa conclusión era el suelo firme sobre el que estaba parado: ella había mantenido la boca cerrada. ¡Había manipulado las cosas, se había callado otras y jugado su juego!

En ese mismo instante, Frank Frølich tomó una resolución.

Se lavó la cara con agua fresca y limpia, se secó con una servilleta de papel y regresó a su despacho.

Gunnarstranda había llegado ya. Le dijo:

—Estás pálido, Frølich. ¿Estás cansado?

Frølich cogió su chaqueta, se la echó por encima de los hombros y caminó de nuevo en dirección a la puerta.

—No, sólo estoy harto de todo este trabajo de oficina.

Gunnarstranda lo miró por encima del borde de sus gafas.

—Cálmate, pronto empezarán las vacaciones navideñas. Y entonces te garantizo que aparecerá algún imbécil que se convertirá en cornudo de la noche a la mañana y luego, por venganza, en asesino.

La risotada efisémica de Gunnarstranda lo siguió hasta el pasillo.

Cuando ella llamó la vez siguiente, Frank cogió el teléfono. Toda su inquietud quedó cubierta de inmediato por el suave velo de la voz de Elisabeth.

Quería ir al cine.

Él le dijo que sí.

Se encontraron delante del cine Saga. Primero fueron a un Burger King. Frank tomó una hamburguesa con beicon. Ella quiso tomar un batido de vainilla.

—Sólo como hamburguesas en McDonald’s —dijo ella, cuando estaban sentados junto a la ventana, con vistas a la calle. Allí arriba, en la primera planta, eran casi los únicos clientes, además de un padre con sus dos hijas pequeñas que llenaban todo el local de migas y se embadurnaban los vestidos de kétchup.

—¿Prefieres que vayamos a un McDonald’s?

—No, ahora me apetece un batido. Si un día vienes a visitarme, te haré un batido de plátano. Te gustará.

—¿Es que tienes intenciones de invitarme a tu casa?

Ella levantó la vista hacia él.

—¿Y por qué no iba a hacerlo?

—Bueno, sí, ¿por qué no ibas a hacerlo?

Silencio. Un silencio incómodo. Y a continuación, como si ella leyera algo en aquel juego de gestos, como si una luz se apagara en alguna parte, dijo:

—¿Qué sucede?

——¿Hum?

—Noto que te pasa algo. Dime qué es.

El pegó un mordisco a su hamburguesa. Sabía a papel. Pero era mejor meterse aquel papel en la boca que explotar. Además, no sabía cómo expresarse. De repente sintió mucho calor. No se sentía bien en aquel local: el olor de la grasa de freír usada, el aire enrarecido, las paredes frías y las lámparas de neón, la luz intensa, que confería a la piel un color blanco insano y despojaba a los ojos de su coloración natural.

—Hay algo sobre lo que quiero hablar contigo —dijo él, rápidamente.

—Espera —dijo ella.

—Claro —respondió él.

—Primero tengo que decirte algo. Se trata de mi hermano.

Frank contuvo la respiración. «¿Acaso esta mujer puede leer mis pensamientos?». —Mi hermano, Jonny…— Elisabeth buscaba la palabra adecuada y, mientras tanto, jugueteaba con la servilleta. Sus dedos delgados doblaron la servilleta una primera vez, y luego una segunda, al tiempo que miraba por la ventana en un gesto pensativo.

—¿Qué pasa con tu hermano? —se oyó preguntar el propio Frank, con su voz ronca, mientras ella se mordía el labio inferior.

—Vivimos juntos.

—Bueno, ¿y qué?

Lentamente, Elisabeth rompió la servilleta en dos partes.

—Jonny… Estuvo en la cárcel.

Esta vez, ella lo miró directamente a los ojos. Y él a ella. Había desaparecido el veneno, ese aturdimiento que a él le daba la sensación de estar caminando a tientas por un mundo al revés, sin poder actuar, cada vez que estaba cerca de ella. Había pasado ese aturdimiento. Sentía como si su propio cuerpo se hubiera desprendido a presión de un capullo, como si hubiera roto una estrecha y desagradable camisa de fuerza. Frank respiraba con mayor facilidad. Su corazón ya no latía como un tambor, la sangre ya no le zumbaba en los oídos. La persona que estaba allí sentada frente a él era una criatura tierna con los labios resecos, cuya profunda mirada de ojos azules evitaba la suya; del mismo modo que los sospechosos bajan la vista en los interrogatorios, cuando intentan, presas del pánico, construir alguna historia, y humedecen sus labios resecos, de los que se desprenden diminutos jirones de piel, lo que hace que luego los labios les ardan, obligándolos de un modo implacable a humedecerlos una y otra vez.

«Eso es justo lo que estoy esperando: que ella humedezca sus labios y me sirva la primera mentira. ¿Qué está sucediendo en mi cabeza?».

—Jonny siempre fue un poco rebelde y alocado. Es cuatro años mayor que yo, y es el único hermano que tengo. Mi hermano mayor, por así decirlo, mi… ¿Qué te puedo contar? Mi… sostén en esta vida. Pero para mí estaba claro que tú tenías que saberlo. Eres policía. Debías saber que él había estado en la cárcel, en total ha estado más de tres años. Jonny puede ir tranquilamente por la calle y ser detenido así, sin más, por cualquier agente, sólo porque es Jonny… La policía lo conoce bien, como suele decir la gente de la tele. Pero eso no cambia absolutamente nada el hecho de que es mi hermano. ¿Lo entiendes? No puedo querer menos a mi hermano sólo porque haya estado en la cárcel. El es la única familia que tengo. Siempre hemos estado juntos. ¿Lo entiendes?

—Elisabeth, ¿qué quieres decirme con todo esto?

«Mírame. Déjame verte».

—Intento decirte que quizá no te caiga bien mi hermano. Pero eso no quiere decir que sienta menos por ti. El hecho de que seas policía no tiene por qué cambiar nada. Jonny está buscando un nuevo trabajo. Está muy preparado para eso.

—¿Sabe Jonny algo acerca de mí?

—¿Hum?

«Ella no sabe qué responder. Intenta ganar tiempo». Un ruido interrumpió la tensión y les concedió una pausa.

Se escuchó un golpeteo en la escalera de caracol situada al final del local. Alguien subía, una figura que él conocía: era Lena Stigersand, su colega. Lena y su amigo racista —o mejor dicho, su amante—, venían subiendo las escaleras, cada uno con una bandeja en la mano. La escalera estaba a cinco metros de distancia. Pronto Lena seguiría subiendo, volvería su cuerpo hacia ellos y los vería a él y a Elisabeth.

—¿Sabe tu hermano lo de nosotros dos?

—No lo creo.

En ese momento, Lena se dio la vuelta en busca de un sitio donde sentarse. Sólo faltaban unos segundos para que Lena Stigersand lo viera a él, a Frank Frølich, con su nueva amiga en la ciudad. Y sólo se necesitarían unos pocos segundos para que surgiera un nuevo rumor sobre él.

En ese momento Elisabeth soltó una sonrisa que lo desarmó.

Cuando ella vio que él no le devolvía la sonrisa, puso cara seria y volvió a bajar la mirada. Sus dedos se movían inquietos.

—¿Te importa algo?

—¿El qué?

—Lo de Jonny, ¿te importa?

Lena Stigersand gritó:

—¡Eh, Frank!

Game over.

Frølich levantó la vista e hizo como si se sorprendiera:

—¡Hola, Lena!

Elisabeth guardó absoluto silencio.

Lena Stigersand se acercó a ellos sonriente, seguida de su estúpido compañero, o mejor dicho, el agente Kler, que seguramente sabía algo acerca de Jonny Faremo, y que tal vez supiera, incluso, que Jonny Faremo reñía una hermana. Ambos estaban ahora esperando junto a la mesa a la que él se sentaba con Elisabeth, que estaba concentrada en absorber el batido a través de la pajita.

Frølich carraspeó.

—Permitidme que os presente, Lena. Ella es Elisabeth.

Elisabeth se vio envuelta por esa atmósfera algo reservada que surge cuando uno presenta a alguien por su nombre de pila.

Lena, sonriendo, dijo:

—Ya nos vimos en una ocasión, Elisabeth.

Elisabeth, sin comprender:

—¡Oh! ¿Sí?

Frølich lo recordó antes de que Lena pudiera decirlo. Por eso se le anticipó y lo dijo él mismo:

—En la Torggata, en la tienda de Badir. Lena fue la que dirigió aquella operación.

El rostro de Elisabeth se iluminó en una sonrisa.

—Allí nos conocimos Frank y yo.

El rostro de Lena Stigersand era como un cristal transparente. Frank pudo leer en él cómo en su cabeza se unían todos los hilos. La mirada que Lena le dedicó era una mirada de poli, una mirada de policía que sabe asociar, no la mirada de una buena amiga que se encuentra con un colega amable en la ciudad.

Lena y su compañero desaparecieron en un lugar donde no podía oírseles. Buscaron un asiento en lo más recóndito del local. Frølich apartó la hamburguesa que había comido hasta la mitad. Ya no quería pensar en la comida.

—Elisabeth…

—¿Sí?

—Te había preguntado si tu hermano sabía algo acerca de nosotros.

—No lo sé.

Frank hizo una profunda inspiración.

—Si le has contado algo acerca de mí, entonces lo sabe.

—No creo que sepa nada de ti.

—¿No le has contado a tu hermano ni una palabra?

—¡Bueno, tranquilízate!

Elisabeth tenía lágrimas en los ojos.

—Tú me interesas —dijo Frank para tranquilizarla—. Jamás he tenido la intención de empezar una relación con tu hermano.

El rostro de ella se transformó de nuevo gracias a una sonrisa y a sus ojos resplandecientes. «Pero, ¿por qué se siente aliviada?», pensó Frank Frølich, pero ya conocía la respuesta: «Se sentía aliviada porque aquella conversación había acabado».