A veces intentaba contemplarse desde fuera. Tenía los síntomas de ese estado en el que arden mejillas a causa de la rabia y la vergüenza. El cerebro se veía dominado por un único deseo: poder rebobinar, cortar con todo, despojarse de toda esa penosa miseria. Elisabeth, sencillamente, era una estudiante que tenía algo con aquella profesora. ¡Una mujer! Frank Frølich tomó una resolución: nunca más. No estaría cerca de ella nunca más.
La voz de la razón que hablaba en su interior protestó: «¿Porqué? ¿Porque es peligrosa? ¿Bisexual? ¿Misteriosa?». ¿Porque había hecho como si no lo conociera? ¿Porque había sido rechazado de una manera humillante?
«No —pensó aquella voz desdeñosa, a la que no había manera de hacer callar—. Porque ella lo ponía en un estado febril. Porque lo paralizaba y lo ablandaba. Lo convertía en gelatina». Cuando ella lo telefoneó al día siguiente, él no respondió a la llamada. Se quedó allí sentado, sin más, con el teléfono móvil en la mano. El aparato vibraba como si tuviera dentro un pequeño corazón. Su nombre apareció en la pantalla. Pero él no respondió. Ni una sola vez.
Entonces ella empezó a llamarlo al fijo.
Era todo una comedia. Primero corría hasta el teléfono, leía el número en la pantalla. No cogerlo si era ella. No tocar el teléfono bajo ningún concepto cuando se tratara de un número desconocido. Y así sucesivamente. Se quedaba sentado hasta altas horas de la noche mientras el teléfono sonaba y sonaba. Permanecía en el sillón, sin levantarse. Tal era el poder que ella tenía sobre él, a pesar de todos los esfuerzos que hacía por liberarse.
Transcurrió una semana. Frank Frølich se sentía casi libre de todo síntoma. Entretanto, había llegado la tarde del jueves. Terminaba su semana de trabajo. Frank soportó como de costumbre el trance en el metro, y caminó al trote en dirección a su casa, también como de costumbre. Una de las señoras maduritas de la séptima planta estaba trasteando en su buzón de correos. Se encontraba todavía bajo los efectos del tren. Sostuvo la puerta del ascensor a la encorvada señora, que se parecía exactamente a todas las demás señoras encorvadas con las que se tropezaba de vez en cuando en el ascensor. Cuando la puerta se cerró, apretó el botón. Con mirada vacía, Frank clavó los ojos al frente y observó las puertas y los carteles de los pisos que pasaban por delante de ellos en su trayecto hacia arriba.
Salió del ascensor.
Mientras buscaba las llaves en el bolsillo, escuchó el traqueteo con el que el ascensor continuaba su viaje hacia los pisos superiores.
Frank se quedó petrificado.
Un pequeño detalle en la puerta de entrada del piso le hizo detenerse. A través de la mirilla brillaba una luz amarillenta. Normalmente aquella mirilla era un punto oscuro. ¿Había olvidado acaso apagar la luz del pasillo por la mañana?
Finalmente, metió la llave en la cerradura y vaciló un instante, pero a continuación le dio la vuelta a la llave y abrió la puerta sin hacer ruido. Espió dentro de la casa. Luego cerró la puerta sin hacer el más mínimo ruido y contuvo el aliento.
Una cosa es que hubiera luz en el pasillo, y otra que la puerta del salón estuviera entreabierta.
Aquella situación se grabaría en su memoria para siempre.
Había alguien en su piso.
Frank se mantuvo inmóvil mientras pensaba una y otra vez en lo mismo y su cuerpo se entumecía poco a poco, la boca se le resecaba y se le adormecían los sentidos. Sin reflexionar sobre lo que hacía, se movió sin hacer ruido a lo largo de los dos metros que lo separaban de la puerta del salón. Ya no tenía control sobre sí mismo. Parecía como si estuviera viéndose desde fuera, se vio alzando una mano, pegándola suavemente contra la puerta y empujándola para abrirla.
Tomó aire. Su cuerpo estaba todavía entumecido, como si estuviera bajo los efectos de una gran conmoción.
Ella estaba sentada en el suelo, de espaldas a él, con el cuerpo cubierto apenas por un juego de lencería de color turquesa. La delicada espalda estaba un poco curvada y se veían dos lunares bastante grandes junto a la columna vertebral. Desde la distancia, su tatuaje recordaba una voluta larga y oscura. Estaba sentada con las piernas cruzadas delante del equipo de música y no lo oyó llegar. Llevaba puestos sus auriculares nuevos. El ruido residual de la música crujía en la habitación como una hoja seca cuando el viento juguetea con ella. Ella estaba allí sentada como si estuviera en su propia casa. Había irrumpido en su espacio y, a continuación, se había encapsulado en su propio mundo. En torno a ella había un desbarajuste de compactos y discos de vinilo esparcidos por el suelo.
Los sentimientos de Frank se agolparon y formaron un pesado grumo en su barriga. Había tensión. Rabia. Curiosidad. Ella había forzado el acceso a su piso, y ese pensamiento pasó velozmente por la cabeza de Frank Frølich. La irrupción física, el «hecho» práctico era una cosa, y otra el aspecto mental de que hubiera traspasado ciertos límites. Ella se había agenciado el acceso hasta su espacio más íntimo, su hogar, y lo había hecho así, sin más, sin preguntar siquiera. Y ahora él no podía escapar. El torrente de sensaciones lo mantenía sujeto.
Tal vez fue la ráfaga de aire que entró a través de la puerta, o quizá fue algún destello en el cristal del equipo de música. En cualquier caso, ella se estremeció de repente, se arrancó los cascos y se levantó de un salto.
—¡Dios mío! ¡Qué susto!
En un instante estuvo muy cerca de él.
—Hola.
—Hola, eso digo yo.
Ella alzó la vista hacia él, sentía su excitación, ese caos de sentimientos encontrados que pugnaban en él.
—¿Te alegras de nuevo…? ¿Un poquito?
—¿Cómo has entrado aquí?
—Tomé prestada una llave.
—¿Tomaste prestada una llave?
—Sí, cuando estuve aquí la última vez.
—¿Entonces es cierto que eres una ladrona?
Era el eco de una conversación anterior. Ella lo miró a los ojos con expresión relajada y dijo:
—Eso ya lo sabías, ¿no?
Su primera expresión fue desafiante, hasta que ella bajó los ojos. Como si se avergonzara.
«Como si… —pensó él una y otra vez—. ¡Como si…!». —Tomé prestada la llave del platillo de la cocina.
—¿Tomaste prestada una llave?
—¿Estás enfadado?
—¿La última vez que estuviste aquí te llevaste una llave de mi cocina sin decirme nada?
—Estás enfadado.
—Ni un poquito.
—Entonces, ¿no te gustan este tipo de sorpresas?
—No sé si «gustar» es la palabra adecuada.
—En cualquier caso, lo hice con buena intención.
—¿Y por qué no llevas nada más puesto?
Su voz se tornó un poco nebulosa:
—Para que puedas verme mejor —dijo, soltando una risita fingida, al ver que él no le seguía el juego.
Había cierta vulnerabilidad en aquel gesto un tanto artificial. Pero ella se daba cuenta de que él lo había notado, e intentó tapar aquella desnudez espiritual con un fuerte abrazo y diciendo rápidamente:
—No, no, pero me duché. Tenía mucho frío.
Ella pegó su cuerpo al de Frank y, de un modo casi imperceptible, se quedó rígida al notar su desgana.
—Entiendo que ha sido un error el haber cogido prestada la llave sin preguntar. Perdona.
Ella se apartó bruscamente de él. Caminó por la habitación, fue hasta la cocina.
Sobre la silla situada bajo la ventana estaba su chaqueta. Elisabeth se inclinó hacia abajo con las piernas abiertas: era como el motivo viviente de una revista ilustrada para hombres. Ella buscó algo en el bolsillo de su chaqueta, le mostró a Frank una llave y se echó el negro cabello hacia atrás. El piercing que adornaba su ombligo soltó un destello, y entonces Elisabeth se detuvo muy cerca de él.
—No volveré a hacerlo nunca más.
Luego ella salió de la habitación y se dirigió a la cocina. El escuchó el tintineo en el cuenco que contenía algunos cachivaches y monedas extranjeras cuando ella arrojó la llave en él. Ella se incorporó, apoyó la cabeza contra el marco de la puerta y se puso a contemplarlo. El tuvo que tragar en seco. Cuando se puso en movimiento, empezó a caminar como en una pasarela, colocando un pie justamente delante del otro. Al hacerlo, mantenía la mirada fija en él. Sus labios le dijeron:
—Pensé que te alegrarías, porque a mí me gustan las sorpresas.
Su mano empezó a palpar y ella alzó la mirada hacia él.
—Te alegras. Tu cuerpo se alegra.
—¿Y cómo conseguiste encontrar la llave correcta?
Sus dedos desabrocharon el cinturón del policía, tiraron de su camisa, abrieron el primer botón de la bragueta. Unos dedos fríos acariciaron su barriga. Ella se levantó con los ojos cerrados y puso una voz fingida.
—Por qué siempre tienes que decir cosas tan tristes, Karius[1]. El cedió y la besó.
—Ella es mi tutora —dijo ella de repente.
—¿A quién te refieres?
—A Reidun, la profesora de la universidad. Es mi tutora.
—Ahora eres tú la que hablas de cosas tristes. Además, parecíais estar muy embobadas la una con la otra.
—Ella lo está.
—¿Ella está qué?
—Está enamorada de mí —dijo, vacilando, y a continuación alzó los ojos—. Y eso ni tú ni yo podemos cambiarlo, ¿no te parece?
El no dijo ni una palabra.
—Tenía que escuchar sus razones. Tenía algo importante que decirme. Además, no fue muy amable de tu parte seguirme, ¿no te parece?
Frank guardó silencio, no sabía si era o no amable de su parte. Toda la sangre de su cuerpo fluía en un torrente, arrastrada hacia la mano fría de ella. Los labios de Elisabeth se fruncieron en una sonrisa, mientras la erección de Frank iba en aumento. Sonreía con los ojos cerrados y el maquillaje de los párpados se había granulado ligeramente.
Elisabeth se arrodilló. Frank cerró los ojos y respiró profundamente. Metió los dedos entre sus cabellos. Ella alzó los ojos. Se oía de nuevo el crujido de los auriculares dejados en el suelo. Frank preguntó:
—¿Nos vamos al dormitorio?
—¿Tienes miedo de que alguien nos vea?
—Te quiero toda para mí.
Frank la levantó, cargó su delgado cuerpo, que no pesaba nada, y lo arrojó riendo sobre la cama. Luego le arrancó la ropa interior y la agarró por los tobillos. El anillo de oro que tenía en el dedo gordo del pie centelleó bajo la luz del sol del atardecer que entraba por la ventana. El la agarró con fuerza. A ella le gustaba que la agarraran.
Esa noche él la siguió. Eran casi las tres de la madrugada cuando ella abandonó el piso sin hacer ruido. Frank le dio tres minutos de ventaja antes de escabullirse detrás de ella. Su cerebro había entrado en un conflicto consigo mismo. Una parte de su conciencia se revolcaba de placer como un gato al sol, recordando la manera en que ella se servía y él se entregaba. Otra parte de su cerebro, sin embargo, estaba al acecho, en actitud recelosa, celosa, llena de miedo de que todo aquello no fuera más que un embuste. Esa parte lo empujó a salir fuera, a la lluvia fría de otoño, lo hizo deslizarse a lo largo de la calle, a cien metros detrás de aquella mujer. Siempre a la sombra, al acecho. «Haces esto porque ella ha seguido una estrategia misteriosa al irrumpir por primera vez en tu piso. ¡Robó la llave! ¡Robó la llave, maldita sea! Y luego entra sin más, como si fuera su propia casa. Habla con acertijos, jamás dice nada sobre ella, no cuenta nada sobre lo que hace y se escabulle cuando le preguntas. Le resta importancia a todo y disimula su relación con la profesora. ¡Elisabeth es un saco de mentiras!». Ella caminaba delante de Frank con pasos largos y gráciles. De repente, algo empezó a zumbar en el bolsillo del policía. Era el móvil. Frank lo cogió y miró la pantalla, al tiempo que intentaba mantenerse oculto tras la sombra de los árboles, a resguardo de las luces de las farolas. Leyó: «Hola, Frank. Gracias por una noche estupenda, que tengas dulces sueños esta noche. Besos, Elisabeth». Involuntariamente, Frank se detuvo y contempló la espalda esbelta que caminaba a cierta distancia delante de él. Parecía tan frágil desde lejos, tan indefensa. «¿Qué estás haciendo aquí en realidad? ¡Estás siguiendo a una mujer que te ha proporcionado la noche del siglo! Ya sabes donde vive. Y va camino de su casa». Allí, de pie, mientras contemplaba el móvil en su mano y la lluvia caía desde el borde de su capucha, Frank entró de nuevo en razón. Levantó los ojos. Ella había desaparecido. Frank caminó a lo largo de la Ryenbergsvei. Y allá abajo, a lo lejos, vio de nuevo su silueta. Un taxi con el cartel de libre pasó por su lado. Avanzaba en dirección a ella. Frank todavía tuvo tiempo de ponerse a resguardo, cuando ella se dio la vuelta y se colocó frente al coche. El taxi frenó, pero luego pasó de largo junto a Elisabeth, ya que ella no hizo ningún ademán de detenerlo. En fin, que aquella mujer le había dicho la verdad. Tenía ganas de ir andando, y no llegar demasiado pronto a casa.
Frank se sintió sorprendido cuando vio el complejo de edificios de alquiler en el que ella vivía. Y aún más sorprendido se mostró cuando leyó el nombre situado en el cartel junto al timbre. Y no sólo se sorprendió. Se sintió como paralizado, ya que allí podía leerse: «Elisabeth y Jonny Faremo».