Dos hombres se habían detenido en el pasillo de entrada del edificio. Era hora de ponerlos a prueba. Frank Frølich bajó saltando los dos últimos escalones, caminó a través del pasillo, pasó junto a los dos hombres y salió a la calle. Ellos no reaccionaron. Frank pensó: «Tendrían que haber reaccionado. ¿Por qué no lo han hecho?». Frank hundió las manos en los bolsillos de la chaqueta y continuó caminando con la mirada baja a lo largo de la acera. En el escaparate de la pescadería un hombre vertía hielo en una caja de poliestireno con la ayuda de una pala. Frølich miró brevemente hacia atrás por encima del hombro. Ninguno de los dos hombres se dignó mirarlo. Jugueteaban todavía con los rosarios. Uno de ellos dijo algo, y ambos soltaron una sonora carcajada.
Entonces se oyó el chirrido de un herrumbroso aparcamiento de bicicletas. Una mujer estaba colocando su bicicleta justamente en medio de la acera. Pasó junto a las cajas de las verduras en exhibición y abrió la puerta de la tienda de Badir. La campanilla situada encima de la entrada tintineó y la puerta se cerró de golpe tras la mujer.
Frank Frølich sintió un tirón en su barriga parecido al mordisco de un animal: «¿Un cliente en tu tienda? ¿Ahora? Eso, sencillamente, no podía estar pasando». Salió corriendo a la calle. Un coche frenó bruscamente. El coche que estaba detrás pegó un bocinazo y casi colisiona con otro situado delante. Frank Frølich cruzó la calle con pasos rápidos en dirección a la acera opuesta, pasó junto a la bicicleta, las cajas con setas, uvas, lechugas y pimientos, y entró luego en la tienda, en la que el aroma de restos podridos de manzana se mezclaba con un desagradable olor a aceite.
La mujer estaba sola en la tienda. Se había colgado del brazo una cesta de compra y caminaba lentamente por entre dos estanterías con comestibles. Aparte de ella no se veía a ninguna otra persona. Tampoco había nadie detrás de la caja. La cortina situada tras la caja registradora ondeaba ligeramente.
La mujer era de baja estatura. Llevaba el cabello negro recogido en un moño en la nuca. Vestía vaqueros y una chaquetilla. Sobre el hombro se bamboleaba una pequeña mochila. Llevaba guantes negros. Sus dedos cogieron un bote. La mujer estudió la etiqueta.
Frank Frølich estaba a dos metros de distancia cuando sucedió. Echó un vistazo a la izquierda. En el escaparate situado al otro lado de la calle vio el coche patrulla. La fiesta iba a empezar.
En ese mismo momento se arrojó sobre la mujer. Mientras él caía, la arrastró consigo hasta el suelo. Medio segundo después se escuchó el chirrido de unos frenos. El hombre que llegó y saltó por encima del mostrador era uno de los que estaban jugueteando con los rosarios. Ahora, en cambio, llevaba una pistola en la mano. Sonó un disparo. Se oyó un ruido de cristales rotos. El trípode en el que se exhibía el tabaco y los cigarrillos se vino abajo. Sonó otro disparo. Y entonces reinó el caos: sirenas, voces, taconeos. El estampido de una puerta y el tintineo de cristales que se rompían. El ruido de cristales rotos no cesaba.
La mujer yacía muy quieta debajo de él. Todavía caían paquetes de cigarrillos sobre ellos. Ella tendría unos treinta años y olía a perfume. Sus ojos azules centelleaban como zafiros. Finalmente, Frank Frølich consiguió apartar los ojos de ella. Entonces su mirada se posó en sus manos. Fascinado, se mantuvo tumbado en el suelo mientras contemplaba la manera efectiva en que esas manos trabajaban. Eran dedos largos, envueltos en unos guantes de piel, manos pequeñas que metían automáticamente los paquetes de tabaco en la pequeña mochila de tela, que se había abierto al caer. Entonces Frank se dio cuenta del silencio reinante y de la ráfaga de aire que entraba por la puerta y la ventana.
—¿Frølich? —dijo una voz a través de un megáfono.
—¡Aquí!
—¿Está bien la chica?
—Sí.
—Usted es policía —dijo la mujer, en un susurro, carraspeando un poco para aclararse la voz.
Frank Frølich asintió y la soltó.
—Tal vez no haya sido muy lista en robar algo, ¿no es así?
Frank sacudió la cabeza en un gesto negativo. Una vez más, se sentía fascinado de ver cómo aquellas manos tan pequeñas volvían a sacar con agilidad los paquetes de tabaco de la mochila. Frank se arrodilló.
Ambos se miraron. Ella era hermosa, pero alrededor de su boca había cierto aire de vulnerabilidad.
—Lo siento —murmuró él—. Pero esto no debía haber sucedido. Alguien tenía que haberla retenido mucho antes de que usted entrara.
Ella seguía mirándolo fijamente.
—Algo salió mal.
Ella asintió.
—¿Está usted bien?
Ella asintió de nuevo y alzó los brazos. Todavía el policía no había mirado a su alrededor para formarse una idea general de lo que se encontraría en la tienda. Escuchó el frío ruido de esposas que cerraban bien apretadas en torno a las muñecas de alguien, oyó los improperios de uno de los detenidos. «Yo ya he cumplido con lo mío —pensó—. A partir de ahora me fiaré de los demás». —¿Cuál es su nombre, por favor?— preguntó Frank con la voz áspera.
—¿He hecho algo indebido?
—No, pero usted estaba aquí. Ahora es una testigo.
Luego transcurrieron los días de otoño. Un crepúsculo oscuro predominaba sobre la luz del día y el tiempo cristalizaba en forma de trabajo. Robos, simples y burdos asesinatos, suicidios, allanamientos y alteraciones del orden público: en fin, el día a día, una secuencia de acontecimientos de los cuales, algunos, causaban impresión o dejaban cierta huella, si bien la mayoría de ellos conmovía poco. La conciencia está bien entrenada para relegar ciertos sucesos. La única perspectiva luminosa en el horizonte eran las vacaciones, dos semanas en verano en una isla griega, o, a corto plazo, un puente de fin de semana en el transbordador a Dinamarca. Beber, chillar, reír, echarle el ojo a alguna mujer con la risa adecuada y cierta calidez en la mirada, una de esas mujeres a las que les parecen estupendos los zapatos de puntera fina. Hasta entonces, sin embargo, los días pasarían como en una sesión de diapositivas, imágenes que titilan durante un par de segundos antes de desaparecer, algunas más fáciles de recordar que otras, pero que también desaparecen. A esas alturas, él ya no pensaba en ella. ¿O sí que pensaba? Tal vez se acordara alguna que otra vez de aquella mirada azul como la de un zafiro, o de la presión de su cuerpo apretado contra el suyo en el suelo de la tienda de Badir, el hombre que ahora pasaba por la rueda trituradora de la justicia, de manera lenta pero segura, condenado por tráfico organizado de tabaco y carne, por resistirse al arresto, por amenazas, por posesión ilegal de armas, etcétera, etcétera. Uno de los muchos en la cola de los que aguardan una celda libre en prisión. A pesar de esos pensamientos aislados, había una cosa de la que Frank Frølich estaba totalmente seguro: no vería nunca más a aquella mujer.
Sin embargo, ocurrió una tarde lluviosa de finales de octubre. Fuera ya estaba oscureciendo. Un viento frío se levantó en la zona de Grensen. El viento se apoderaba de las chaquetas y los abrigos de la gente formando con ellos imitaciones de cuadros de Munch: sombras de personas que se agachaban ante la fuerte lluvia, que se encogían y utilizaban sus paraguas como escudo o, si no tenían paraguas, pasaban a toda prisa con las manos hundidas en los bolsillos, siempre a la caza de alguna cornisa o una marquesina donde guarecerse. El asfalto mojado escamoteaba el último resto de luz natural, y el agua, que se filtraba por entre los raíles del tranvía, reflejaba las luces de neón. Frank Frølich había acabado su turno de servicio y tenía un poco de hambre. Por eso entró en el café Norrona. El local olía a chocolate caliente con crema. A Frank en seguida le entraron ganas de tomar una taza y se puso en la cola. Delante de la caja registradora cambió de opinión y preguntó de qué era la sopa que había en la enorme olla.
—Es minestrone italiana —dijo la camarera, una de esas mujeres impacientes con gesto malhumorado en la boca y actitud apática.
Frank puso un plato de sopa caliente, un bollo y un vaso de agua en una bandeja y caminó hasta una de las mesas situadas junto a la ventana, se subió a uno de los taburetes y empezó a mirar fijamente la lluvia que caía fuera, donde la gente caminaba de prisa a lo largo de Grensen, con los cuellos de los abrigos subidos. Una mujer tenía el mentón pegado al cuello con tal de mantener cerrado el abrigo. La lluvia arreciaba. El reflejo de los faros de un coche barrió las fachadas de los edificios. La gente en la calle hacía pensar en niños que se apiñaban para protegerse de alguna voz áspera proveniente de algún lugar en lo alto.
—Eh…
Frank Frølich soltó la cuchara y se dio la vuelta. Algo en el rostro de aquella mujer le resultaba familiar. Tendría unos treinta años y el cabello negro; este estaba cubierto en parte por una boina vasca que la mujer llevaba como si fuera el complemento de algún uniforme. Tenía la tez del rostro pálida, sus labios eran de un color rojo oscuro y sus cejas, sobre la frente alta, formaban un ángulo agudo, como dos V vueltas hacia abajo.
«Es chic», pensó Frank Frølich y tuvo la breve fantasía de que aquella figura encajaría muy bien en el póster de una película en blanco y negro de la década de 1940. La mujer llevaba una falda larga y ajustada y una chaquetilla que resaltaba su figura, las caderas, el talle y los hombros.
—En la calle Torggata —dijo la mujer, con la cabeza estirada, casi un poco impaciente—. Marlboro y Prince.
Entonces Frank se acordó: la recordó por la mirada, y en especial por su boca, que la hacía parecer tan vulnerable. Pero las pequeñas arrugas alrededor de sus labios revelaban que era mayor de lo que él había pensado en un principio. Entonces Frank buscó de inmediato el azul de sus ojos… Pero no lo encontró al momento.
«Debe de ser la luz —pensó—, tiene que ser esa chillona luz de neón que hay aquí dentro, que absorbe el color azul. En la tienda de Badir debía de haber bombillas normales en las lámparas del techo». —Usted permitió que me marchara.
De repente a Frank le incomodó la situación y empezó a buscar alguna maniobra de retirada. Casi se había tomado su sopa, y también había pagado ya. Ese reencuentro tenía algo de opresivo en sí. La situación despertó en su cerebro un instinto que había permanecido dormido. Tenía que rechazar aquel acercamiento. Pero el asunto le horrorizaba. Ella estaba bastante cerca, lo miraba fijamente a los ojos. Hubiese sido una actitud desagradable darle la espalda a aquella mujer. Entonces Frank dijo:
—En fin, ¿qué iba a hacer? Usted no había hecho nada indebido.
—Eso cree usted.
—¿Por qué lo dice?
—Robé tres paquetes de Marlboro y una chocolatina Snickers.
Frank apartó el plato hacia adelante.
—No me diga. Entonces es usted una ladrona.
—Usted lo vio, ¿no es cierto?
—¿Qué cosa vi?
Frank bajó del taburete y se puso la chaqueta, se palpó los bolsillos para comprobar que su cartera estaba allí.
—Me viste.
Aquellas palabras lo desconcertaron por un breve instante. «Me viste». Podría haberlo formulado de otra manera. Pero había un doble mensaje en esas palabras, algo que él no podía pasar por alto: por un lado, ella se posicionaba como objeto de su interés; por otro lado, insinuaba que le debía un favor, ya que él había hecho algo por ella, algo que debía permanecer en secreto.
—Tengo que marcharme —dijo el policía brevemente—. Que le vaya bien… —entonces reflexionó. El nombre de aquella mujer. Ella le había dicho cómo se llamaba, él incluso había anotado el nombre. Y entonces, en el momento justo, el nombre afloró a su memoria, y dijo—: Que tengas buena noche, Elisabeth.
Frank se detuvo unos segundos mientras la puerta de cristal se cerraba lentamente a sus espaldas. El viento había amainado un poco, pero la lluvia seguía golpeando desde lo alto. Frank se sacudió como si quisiera quitarse de encima el malestar sentido a raíz de aquel episodio, al tiempo que se abotonaba la chaqueta. Luego caminó de prisa los pocos metros que lo separaban de la entrada del metro. Allí se sumió en el trance que el tren le provocaba habitualmente cuando se sentía rodeado por el olor a basura, a aire enrarecido y a lana mojada, a otoño y a gripe. Las mujeres maduritas se pasaban el dedo enguantado por debajo de la nariz, mientras los hombres elevaban la mirada hacia Dios, en una oración silenciosa, pidiendo no verse la próxima vez pillados por la angina, en medio de esta nutrida multitud donde nadie veía a nadie. El pegó la espalda a la pared de cristal, dio unos golpecitos con el dedo contra la ventanilla empañada y sólo volvió a despertar del trance cuando las puertas se cerraron en la estación de Manglerud y, como animal de costumbres que era, se apartó de su rincón y se acercó a la puerta cuando el metro frenó en la parada de Ryen. Las puertas eran como dos labios metálicos que se abrían, prestos a escupirlo hacia fuera. A esas alturas la lluvia, en medio de la oscuridad de la tarde, había pasado a convertirse en la primera aguanieve del otoño. En el tercer anillo, la luz de los faros de los coches yacía sobre el asfalto y se dejaba tragar por la negrura. Él se deslizó con pasos pesados colina arriba, mientras el tren seguía su camino serpenteante.
Tal vez notó algo diferente cuando se acercó a la puerta del edificio, una ráfaga de aire, un ruido o una sombra. Frank se detuvo y se dio la vuelta. La farola de la calle situada junto a la gasolinera estaba justamente a su espalda y dibujaba una orla dorada alrededor de su silueta. Ella estaba totalmente quieta. El también lo estaba. Se acecharon mutuamente. Ella, con ambas manos metidas en los bolsillos de su chaquetilla y el rostro en la sombra. Su pelo caía en ondas sobre sus hombros y la luz de la farola flotaba como un aura sobre su boina vasca y la estrecha chaqueta y la falda, que le llegaba hasta las rodillas.
Estaban totalmente solos… En medio de la oscuridad. Fuera de ellos, no se veía a ninguna otra persona. Desde lejos escuchaban el ruido del tráfico. Se oía también un zumbido en una de las farolas. Frank caminó con decisión directamente hacia ella. Ella no se movió de su sitio. El bajó a la calle y le dio la vuelta, a fin de obligarla a que lo siguiera con la mirada y se diera la vuelta hacia la luz y así poder ver su rostro.
Durante todo ese curioso movimiento de carrusel, ambos se miraron fijamente sin quitarse los ojos de encima, y él descubrió algo en esa mirada, cierta energía, algo que no se podía describir, que era imposible expresar con palabras. Entonces dijo:
—¿Me está siguiendo?
—¿Acaso no te gusta?
La respuesta lo desconcertó una vez más.
Por fin ella bajó los ojos.
—Me viste —dijo ella.
Otra vez esas dos palabras.
—¿Y qué? —preguntó él.
Ambos estaban muy próximos. Frank se había parado directamente delante de ella, y ella no se había movido del sitio. El sentía su cálido aliento en la mejilla.
De repente, ella sostuvo sus manos.
Las Ideas se le bloquearon. Carraspeó, pero no se movió. Ella tenía los párpados pesados y pestañas largas y arqueadas.
En el extremo de cada pestaña se acumulaba una diminuta gota de agua, y a través de sus labios ligeramente abiertos brotaba un ligero vaho helado que rozaba sus mejillas antes de desaparecer. De repente ella dijo algo… Unas palabras que acariciaron las mejillas de Frank.
—¿Qué has dicho?
Apenas podía controlar su voz. Su boca estaba a pocos centímetros de la de ella cuando Elisabeth susurró en voz muy baja:
—No olvido a nadie cuando le beso.
Entonces él soltó sus manos y las posó sobre su delgado rostro.
Antes de marcharse ella estuvo mucho tiempo bajo la ducha. El permaneció tumbado de espaldas en la cama, oyendo el chapoteo del agua.
Cuando ella cerró la puerta del piso a sus espaldas, eran ya las cuatro de la madrugada. Frank se puso de pie y entró en el cuarto de baño. Con la frente apoyada contra la pared de azulejos, dejó correr el agua por los hombros con los pensamientos puestos en las últimas horas: su cuerpo sobre el de ella, la manera en que ella le sostenía la mirada mientras él tomaba y soltaba el aire para luego exhalar con fuerza y tomar aire de nuevo, y así una y otra vez. Las perlas de sudor entre sus senos, gotas que reflejaban miles de facetas, y la manera en que esos senos suaves se mecieron al compás de la respiración hasta que él terminó por sacarle la última dosis de aliento. Aquello era el deseo, un hambre irrefrenable que ignoraba cualquier sentimiento de culpabilidad, de vergüenza, que se olvidaba de los abortos, de los hijos sin padre y los diagnósticos positivos. El creía sentir todavía la presión de los dedos de ella cuando lo agarró con firmeza por la cintura y notó los pinchazos de diez uñas, y todo porque ella quería más y cada vez le quedaba menos aliento, porque había visto llegar el final por el brillo que se notaba tras los párpados de él.
Luego, ya solo, con la frente apoyada sobre la pared de azulejos, Frank movió el grifo hacia el lado del agua caliente y dejó que el agua hirviendo lo cubriera, al tiempo que recordaba aquel curioso tatuaje que ella llevaba en la cadera. Ah, la visión de aquel tatuaje mientras lo cabalgaba dándole la espalda. No pudo pensar en ello sin sentir de nuevo una erección, el ansia de hacerlo otra vez, la certeza de que si ella entrase en ese instante por la puerta, la reduciría allí mismo, sobre el suelo del cuarto de baño, o dentro —sobre el escritorio—, y ya nada hubiera podido frenarlo.
Tales pensamientos son como una gripe. Desaparecen al final, pero se toman su tiempo. En algún momento todo habría pasado. Tres días, tal vez cuatro, una semana. Luego los pensamientos hubieran cedido. Finalmente sólo quedaba una sensación de aturdimiento en el cuerpo y uno sanaba poco a poco, contento de que todo hubiera acabado.
Transcurrieron seis días. Frank volvía a ser el de siempre. Pero entonces sonó su móvil sobre el escritorio. Había recibido un mensaje de texto. Lo leyó. Sólo había una palabra: «¡Ven!».
Automáticamente, marcó el número del remitente y lo envió a la central de información. El móvil sonó otra vez. Había recibido un nuevo mensaje de texto. Esta vez tenía el nombre y la dirección del remitente: «Elisabeth Faremo».
Frank Frølich tomó asiento. De pronto su cuerpo parecía electrizado. Levantó la mano. No le temblaba. No obstante, esa mujer había oprimido un botón. El había creído no tener los síntomas, creía haber superado aquel estado de embriaguez. Pero no. ¡Pam!. De repente tenía cuarenta grados de fiebre. No estaba en condiciones de pensar. Era como un manojo de energía acumulada. Estaba cargado. ¡Y todo eso a causa de una sola palabra!
Allí sentado, contemplaba el pequeño teléfono con la pantalla luminosa. De pronto, el aparato empezó a vibrar en su mano. El teléfono sonó. Era el mismo teléfono.
—¡Eh, Elisabeth! —dijo él, y le sorprendió lo clara que sonaba su voz.
Hubo dos segundos de silencio. El tiempo suficiente para que él pudiera pensar: «Ahora ella comprende que yo he mandado a verificar su número. Comprenderá el efecto que tiene sobre mí, que me sube la fiebre a cuarenta grados cuando ella oprime el botón y escribe un mensaje de texto». Pero entonces, con aquella voz suave que no había escuchado durante muchos días, ella le dijo:
—¿Dónde estás?
—En el trabajo.
—¿Dónde?
—En la Jefatura de Policía de Gronland.
—Vaya.
Ahora le tocaba a él decir algo. Se aclaró un poco la garganta con un carraspeo, y cuando ya había conseguido tomar un poco de aire, ella se le anticipó:
—¿No tienes una pausa pronto?
—¿Qué hora es?
Frank levantó la vista hacia el lugar encima de la puerta donde, hasta hacía pocas semanas, había estado el reloj y donde ahora sólo había dos cables que sobresalían de la pared.
—No tengo ni idea, es más o menos mediodía —dijo ella.
—¿Hacia dónde debo ir?
—¿Tienes coche?
—Sí.
—Estoy en la plaza Kristoffersen, cerca del parque de Voldslokka.
—Son diez minutos.
La fiebre estaba más alta que nunca. Frank no pensaba en nada. Su cabeza estaba llena de imágenes fantasiosas: la curva de su espalda, la redondez de sus caderas, el cabello negro que caía en cascadas sobre la almohada… Su mirada azul.
Frank cogió rápidamente su chaqueta y bajó; luego se subió al coche y partió. ¿Qué hora era? No tenía ni idea. Todo lo demás le importaba una mierda. Cada vez que aceleraba, lo único que le interesaba era concentrarse para no atropellar a ningún viandante. Mientras viajaba por la avenida Stavanger, ella se le apareció de repente como de la nada, le salió al paso en la acera. Cuando se sentó en el asiento del copiloto, en silencio, llevaba consigo el aroma de finales del otoño, de cierto perfume y de pastillas para la tos.
Frank mantuvo la mirada dirigida hacia el retrovisor y respiró de un modo normal, a pesar de aquel olor dulzón que emanaba de ella. Miró fijamente el espejo retrovisor, con gesto frío y controlado, y aguardó a que la vía estuviera libre. Entonces puso el intermitente y continuó. Mientras tanto, sentía que la mirada de ella estaba clavada en él todo el tiempo, en su reservado perfil. Ella se sacó su chaqueta de cuero de color marrón.
Finalmente, cuando pasaban junto a la salida de Nydalen, ella rompió el silencio:
—¿No te alegras de verme?
Frank le lanzó una mirada furtiva. Era una gata. Tenía dos enormes ojos azules con pupilas grandes, una mirada de gata. Frank sentía su pulso, que le martilleaba en las sienes. Pero supo mantener el control.
—Por supuesto que sí.
—No dices nada.
Su mano sobre la de él, en la palanca de cambios. Frank miró hacia abajo, donde estaba la mano. Miró sus dedos y luego alzó la vista de nuevo hacia ella:
—Oye, ¿cómo estás?
Apenas podía hablar. Avanzaba por el camino que iba a Kjelsás, Brekke y Maridalen.
«¿Qué estoy haciendo aquí?», pensó.
Unos labios le acariciaron las mejillas. La mano de la mujer se deslizó de la suya y se coló debajo de su chaqueta. Fue como si el depósito de un motor nuevo se llenara de gasolina de elevado octanaje y se apretara el botón de arranque. El corazón de Frank palpitaba tan rápida e intensamente que le retumbaban los oídos. Había árboles a ambos lados de la carretera. Frank condujo más despacio, pasó junto al área recreativa, muy cerca de la linde de un bosque, y se alejó de la carretera. Detuvo el coche. Puso la palanca de cambios en punto muerto y dejó el motor encendido. Cuando volvió a mirar hacia su diestra, ella se le abalanzó y cubrió sus labios con los suyos.
Cuando Elisabeth habló de nuevo, casi había transcurrido una hora.
—¿Podrías llevarme hasta algún sitio?
—¿Adónde?
—A la universidad.
—¿Qué vas a hacer allí?
Pregunta equivocada. Su mirada adquirió de pronto cierta dureza. El ambiente de antes desapareció.
Él respiró hondo y miró fijamente hacia el bosque. Estaba reuniendo fuerzas para mirarla de nuevo. La dureza de su mirada había pasado a ser una especie de pátina ausente. Elisabeth lo estaba mirando desde un ámbito demasiado privado del cual no deseaba compartir nada con él. La voz le llegó desde una boca que reía con frialdad:
—Quiero presentar mi candidatura para una plaza.
El la dejó en la Moltke Moes Vei y la siguió con la mirada durante un momento. Había caído un poco de nieve durante la noche, pero él sólo se daba cuenta ahora. La nieve se había fundido formando una nieve fangosa, y los pasos de ella dejaban profundas huellas en aquel barro. Aquella mujer, que poco tiempo antes había formado parte de su cuerpo, había quedado reducida ahora a una figura un tanto frágil que alzaba sus pies casi como un gato que no quiere mojarse las patas.
«¿Es posible algo así? ¿Es esa figura pequeña y torcida, ese pedazo de carne envuelto en algodón, en lana y piel, la criatura que me tiene totalmente en su poder, la que hace que mi corazón lata con tanta fuerza, al extremo de que el pecho parece partírseme en mil pedazos?». «¡Arranca! ¡Márchate bien lejos! Deja que pasen dos semanas y la habrás olvidado, la habrás borrado de tu mente». Pero cuando aquella figura delicada desapareció en el edificio Niels Henrik Abel, Frank apagó el motor y bajó del coche. La siguió.
«¿Por qué hago esto?», pensó.
«Porque quiero saber más acerca de ella». Ella había atravesado el edificio y salido por el otro extremo. Frank la seguía a unos cincuenta metros de distancia. Un pequeño tractor avanzaba de frente por el camino de placas de hormigón, sobre el que todavía había un rastro de nieve. Frank se apartó a un lado. Pasó junto a excéntricos estudiantes que hablaban entre ellos en voz baja en grupos de dos o de tres. Elisabeth desapareció en el edificio Sophus Bugge. Frank se detuvo a una distancia suficiente y la observó a través de los altos ventanales de cristal, mientras ella desaparecía en una de las salas de conferencias.
Si era una estudiante, ¿qué materia estudiaba? Frank atravesó las pesadas puertas.
Caminó en dirección a la ancha puerta de la sala de conferencias. En el horario de clases podía leerse repetidas veces un nombre: «Reidun Vestli». Y era la propia Reidun Vestli la que estaba dando una conferencia en ese momento.
Frank Frølich tomó asiento en una silla y echó mano de un periódico que estaba por allí. Entonces le entraron las dudas. ¿Qué iba a hacer si ella salía y lo descubría?
Cerró los ojos.
«Pues digo las cosas tal y como son, le explico que el sexo casual en un coche, en medio de un aparcamiento no es suficiente, que quiero saber quién es ella, lo que piensa, por qué hace lo que hace…». «Pero ¿acaso tú sabes por qué haces lo que haces?». Frank Frølich miraba fijamente y a ciegas la página titular del periódico. Había una foto de un vehículo de guerra. Muerte de civiles. Un suceso que conmovía a las personas en todo el mundo y que el Dagsavisen había puesto en portada con la esperanza de que aquello significara algo para él, de que Frank se dejara arrastrar por la noticia, de que se sumiera en esa elocuente cháchara que se producía a raíz de cualquier suceso como aquel. Sin embargo, aquello, para Frank, no tenía ningún significado. Nada en el mundo importaba ahora, nada salvo Elisabeth, esa mujer totalmente anónima desde la distancia, una mujer algo frágil, de rostro pálido, labios rojos y unos ojos con una tonalidad de azul que Frank no había visto jamás. Lo único que importaba era la existencia de ella, eso sí que desempeñaba un papel importante. Sin embargo, él no tenía ni idea de por qué. Sólo sabía que ella le provocaba algo —cierto estado físico, pero también mental—, que despertaba en él unas ansias sobre las que, hasta ese momento, sólo había leído u oído hablar, algo que siempre había considerado una quimera. Y ahora él llegaba hasta el extremo de seguirla y espiarla, a pesar de que sólo la había visto tres veces.
Ese mensaje en el móvil: «¡Ven!». De inmediato los demás pensamientos parecían haberse esfumado en un soplido, sólo quedaban las imágenes de su cuerpo, sus labios, sus ojos. Y apenas media hora después estaban unidos en un acto sexual de una intensidad que él casi nunca había experimentado. «Esa palabra… ¿Sabía ella lo que había puesto en marcha con esa palabra? ¿Lo habría hecho intencionadamente?». Por fin la puerta se abrió y una muchedumbre anónima de estudiantes en ropa de invierno salió en torrentes de la sala. La mayoría llevaba chaquetas y abrigos. Frank miró el reloj. Eran las cuatro. La conferencia había terminado. Sentía un cosquilleo en la barriga. «¿Qué va a pasar si me descubre?». Cada vez salían menos estudiantes. Al final, ya no salió ninguno. ¿Habría pasado por delante sin que él la viera?
Frank Frølich se fue poniendo de pie lentamente, caminó con pasos pesados en dirección a la puerta y la abrió.
Se vio en lo alto de la sala de conferencias, tras las hileras de asientos que descendían hacia la cátedra. Abajo había dos personas. Una de ellas era Elisabeth. La otra mujer le hablaba en voz muy baja. Tendría unos cincuenta y tantos años y el pelo negro, cortado a lo garçon. Llevaba puesto un vestido largo de color negro.
Estaban muy próximas la una de la otra. Tal vez fueran buenas amigas. Tal vez fueran madre e hija. Pero las madres no muestran ese tipo de cariño a sus hijas.
Lo habían descubierto.
Las dos mujeres miraron hacia arriba, donde estaba el policía. Ambas estaban muy tranquilas, como si esperasen cortésmente a que él desapareciera de allí. El buscó algo en la mirada de Elisabeth, pero no encontró ninguna señal de reconocimiento, ningún sentimiento de culpabilidad, ningún síntoma de vergüenza. Nada.
Permanecieron allí durante varios segundos. Tres pares de ojos se encontraron a lo largo de varias hileras de asientos. Hasta que Frank volvió sobre sus pasos en dirección a la puerta y desapareció.