Los cuatro —los cinco, incluido Contango— permanecían de pie en un zona rocosa de la playa que a principios de ese verano había sido dragada por el departamento de Parques y aún presentaba amplias marcas paralelas semejantes a las de un cuadro recién rastrillado.
—¿Te llevas tú el perro? —le preguntó Pella a Mike—. Yo tengo que ir a trabajar.
Schwartz enarcó las cejas.
—Prometiste que te tomarías el día libre.
Ella le entregó la correa y le guiñó un ojo lloroso.
—Tú puedes tomarte el día libre…
Le dio un largo abrazo a Owen, intercambiaron unos susurros y luego se alejó hacia el comedor sobre la arena apisonada.
Las nubes se dispersaban y el sol había asomado sobre el lago. Owen se marchaba a San José, de camino a Tokio, en cuestión de minutos. Henry deseaba con desesperación encontrar unas palabras adecuadas que pronunciar, darle las gracias a Owen por ser tan buen amigo y compañero de habitación, decirle lo mucho que lo echaría de menos, pero él mismo tenía los ojos empañados y no pudo obligarse siquiera a musitar un «cuídate» o un «hasta la vista». Owen le dio un apretón en el hombro en un gesto de consuelo.
—Henry —dijo—. Tienes talento. Yo te exhorto.
Y por fin sólo quedaron Henry y Schwartz, allí de pie con sus camisetas mugrientas. La suciedad en el rostro de Schwartz y, por debajo, aquella sombra de barba de las cinco de la madrugada, le recordaron a Henry su primer encuentro, allá en Peoría. Desde entonces, las entradas en su cabello habían ido en aumento, y los hombros y el pecho habían ganado volumen para aposentarse en una especie de mediana edad prematura. Pero sus ojos conservaban aquel color puro de jarabe de arce, aquella luz que atraía a la gente hacia él como a mariposas nocturnas.
—¿A qué hora es el entrenamiento? —preguntó Henry.
—A las siete. —Schwartz consultó el reloj—. Si nos damos prisa, podemos llenar ese hoyo.
Regresaron al cementerio y volvieron a echar la tierra a paladas en lo que había sido la tumba de Affenlight. Una vez colocados los tepes, la superficie quedó un poco desigual, como si la hubiera sacudido un pequeño terremoto, pero era poco probable que alguien se fijase o le diera importancia. Con las palas al hombro, echaron a andar de vuelta al campus.
—¿Dónde vives ahora? —preguntó Henry.
—En Grant Street. A una manzana y media de la antigua casa.
Caminaron en silencio durante un rato. Aunque todavía era bastante temprano, Henry vio pasar a lo lejos una furgoneta de alquiler, y luego otra. Era el día en que llegaban los estudiantes de primero.
—Los jugadores de fútbol nuevos no están mal —comentó Schwartz cuando se detuvieron en el aparcamiento del CDU—. Es posible que hoy haga vomitar a unos cuantos.
Durante el período que Henry había pasado en el hospital de Carolina del Sur, lo visitaba a diario su psiquiatra, la doctora Rachels. Ella le cogió aprecio, o al menos se mostró interesada en él, y también iba a verlo los fines de semana para continuar con las sesiones. A veces hablaban durante dos horas o más. Para la doctora Rachels, los comportamientos éticamente dudosos de Henry —acostarse con Pella, abandonar el equipo— estaban justificados e incluso rayaban en el heroísmo, porque con ellos había reafirmado su independencia ante Schwartz, a quien la doctora consideraba una figura opresiva, tiránica y edípica en la vida de Henry, valoración que vio confirmada definitivamente cuando éste le contó su primer encuentro con Schwartz en Peoría, y el apelativo que éste le había dirigido.
—«Nenaza» —repitió la doctora Rachels, tamborileando en el brazo de la silla con el lápiz sin poder apenas contener su júbilo—. Cuando ni siquiera os conocíais.
En cambio, para ella el supuesto acto de valentía de Henry —poner la cabeza en la trayectoria de una bola rápida, por el bien del equipo— podía considerarse incluso una cobardía.
—¿Qué es lo primero que se te ocurre cuando digo la palabra «sacrificio»?
—Dejada.
—¿Dejada? ¿Una persona? ¿En el sentido de abandonada? ¿O de descuidada?
—Dejada —repitió Henry, sosteniendo horizontalmente ante el pecho un bate imaginario. La doctora Rachels no tenía diván, al contrario de lo que él había imaginado. Henry se sentaba en una dura silla de madera—. Dar una dejada.
—¿Eso es un término de béisbol? Empléalo en una frase.
—En lugar de dar una dejada, bateé fuerte.
—Eso me parece interesante —observó la doctora—, que lo hayas expresado así, empleando el verbo «dar»: «dar una dejada». Me recuerda a una frase de la Biblia. ¿Conoces ese pasaje del Evangelio según san Juan? «Nadie tiene mayor amor que éste, que uno dé su vida por sus amigos».
—Esa expresión no la he elegido yo —dijo Henry—. Dar una dejada. Todo el mundo lo dice así.
—Elegimos constantemente —repuso la doctora Rachels con un amago de reprensión—. Pero ¿quién es Mike Schwartz? ¿Qué necesidad tienes de poner tu vida en peligro por él?
—No es que tenga la necesidad.
Ella dio una palmada.
—¡Ahí tienes! ¿Por qué lo hiciste, entonces? ¿Es que eres una nenaza?
Henry se había pasado buena parte del verano reflexionando acerca de esa pregunta, hasta que llegó a verle más densidad filosófica que a El arte de la defensa o las Meditaciones de Marco Aurelio o cualquiera de los muchos libros que llenaban los estantes de Owen. Había tenido tiempo de sobra para reflexionar, primero en el hospital y luego mientras empujaba serpenteantes filas de carritos plateados por el aparcamiento del Piggly Wiggly de Lankton, lo cual había hecho el día anterior y tenía previsto hacer al día siguiente.
Se llevó la mano al bolsillo trasero de los vaqueros y sacó unas hojas que le entregó a Schwartz.
—Supongo que ya te habrás enterado de esto —dijo.
Schwartz desplegó el contrato y lo hojeó. Ahí estaba, claro como el agua: cien mil dólares. Se lo devolvió.
—Más vale que eches esto al correo —dijo—. Ya estamos a finales de agosto.
—No quiero enviarlo —repuso Henry—. Quiero volver.
—Pues vuelve. Eres alumno de esta universidad.
—Quiero jugar al béisbol.
Schwartz pareció encontrar algo interesante bajo la uña del pulgar de su mano izquierda y lo examinó con atención.
—Starblind está en la liga menor —añadió Henry—. Owen se ha ido a Japón. Rick es el único estudiante de cuarto, y Rick es un memo. Necesitas a alguien que dirija el equipo. Un capitán.
Schwartz siguió toqueteándose la uña. No iba a ponérselo fácil.
—Ahora eres un empleado con sueldo —prosiguió Henry—. Va contra la normativa que te pongas al frente de las sesiones de preparación física fuera de temporada. ¿Quién va a estar con los chicos un día sí y otro también desde ahora hasta que empiecen los entrenamientos? ¿Quién va a hacerlos vomitar?
Schwartz levantó la vista hacia Henry.
—Así que el entrenador Cox y yo te nombramos capitán y todo va bien durante un tiempo, y un día empiezas a tener problemas, y entonces ¿qué?
Henry abrió la boca para contestar, pero Schwartz lo interrumpió.
—Si envías el contrato, puedes pensar en ti mismo, en tu juego, las veinticuatro horas del día. Si te quedas aquí, la cosa cambia.
—Ya lo sé.
—Lo que te pase en el alerón, lo que te pase en la cabeza, no importa. Lo que sea mejor para el equipo es lo mejor para ti. —Schwartz clavó La Mirada en los ojos de Henry—. Y no hay ninguna garantía de que recuperes tu puesto. Ganamos un campeonato nacional con Izzy como parador. Por lo que a mí respecta, él es el titular.
Henry asentía con la cabeza a todo lo que Schwartz decía. De pronto, bajó la vista al asfalto. Ése era el sacrificio máximo, o la indignidad, o lo que fuera: no considerarse el parador en corto.
—Si te necesitamos en la segunda, jugarás en la segunda. Si te necesitamos en el campo derecho, jugarás en el campo derecho. ¿De acuerdo?
Acceder a eso, someterse una vez más a las condiciones y la disciplina de Schwartz quizá no fuera lo que la doctora Rachels tenía en mente, pero Henry sabía que Schwartz estaba en lo cierto.
La niebla flotaba perezosamente sobre la orilla del lago, esperando a que el sol la disipara con su calor. Henry asintió.
—De acuerdo.
Schwartz abrió el CDU, entró y salió al cabo de un momento con un bate, un cubo de veinte litros y su guante. Le lanzó el guante a Henry y cruzaron los campos de entrenamiento en compañía de Contango, que trotaba animosamente a su lado. En el Patio Grande, minúsculo y concurrido a lo lejos, los estudiantes de tercero y cuarto, que formaban el Comité de Bienvenida, colocaban hileras de sillas plegables para el primer discurso oficial de la rectora Valerle Molina.
Schwartz ató la correa de Contango a la valla. Henry desprendió la primera base, que estaba anclada al suelo mediante un poste metálico, y la arrojó a un lado. Encajó la empuñadura de madera de la pala cuadrada en el orificio del poste. Cabía perfectamente, y el extremo de la pala quedaba a la altura del esternón, allí donde quedaría el guante abierto de Rick.
Se encaminó hacia la zona del parador y se enfundó el guante de Schwartz. Desde los siete años no se había puesto más guante que Cero. Ese otro le iba grande y le resultaba incómodo, y Schwartz, que siempre usaba su guante de receptor, nunca había conseguido que se adaptara a su mano. Henry reunió la poca saliva que le quedaba después de una noche de whisky, cerveza y nada de agua, escupió en el guante y extendió la saliva con el puño.
Ese verano se habían alcanzado temperaturas sin precedentes, y la lluvia de la noche anterior no había servido para reblandecer la tierra del cuadro. Escarbó el suelo con la puntera de la zapatilla, dio varios saltos y sacudió sus miembros agarrotados y doloridos.
Schwartz sostuvo en alto una bola.
—¿Listo?
Henry asintió. Una gaviota solitaria pasó volando por encima de sus cabezas. Schwartz bateó sin mucho brío y la bola botó hacia Henry: un rebote doble ordinario. Parte de Henry sabía lo lenta que avanzaba, y sin embargo llegó a él tan deprisa que apenas pudo reaccionar. Colocó el guante de Schwartz delante y la pelota fue a parar a la base de la palma con un golpe sordo y doloroso. La cogió y la hizo girar en busca de las costuras, con los dedos agarrotados después de tanto cavar. Dio un par de pasos laterales hacia la pala. Se sentía el brazo pesado y raro, como si se lo hubiera cogido prestado a un cadáver. «Vamos —pensó—. Una vez».
El tiro pasó muy lejos de la pala y la pelota rodó hasta detenerse en la hierba alta al pie de la tela metálica. Schwartz se agachó para coger otra.
De nuevo una bola rasante lenta, dos pasos a su izquierda. A Henry le pesaban las piernas, llevaba vaqueros, había estado en pie toda la noche. Tendió el guante y atrapó la bola torpemente. El tiro se le fue alto y a la derecha.
La siguiente bola rebotó en un guijarro y se desvió, golpeándole en el músculo debajo del hombro, o donde antes tenía el músculo. La cogió y la lanzó de costado, errando por mucho. Las pelotas llegaban una tras otra. El ambiente de la mañana empezaba a ser sofocante, y después de una docena de batazos rasantes se sentía agotado, sudaba a mares y le palpitaba la cabeza a causa del whisky y la falta de sueño. Sin embargo, se sentía el brazo cada vez más suelto, y sus tiros se acercaban más a la pala.
Schwartz se agachó, se irguió y bateó, se agachó, se irguió y bateó. No necesitaba contar, porque en el cubo siempre había cincuenta pelotas, pero lo hacía de todos modos. Dieciocho. Diecinueve. Veinte. Por oxidado que Skrimmer pareciera, por más que resbalara porque no llevaba sus zapatillas de tacos y el guante de Schwartz se le saliera de la mano, por más que los tiros se le fueran altos o bajos o a la izquierda o a la derecha, aún poseía una elegancia y un aplomo que no se parecían a nada que Schwartz hubiera visto jamás, ni en un campo de béisbol ni en ninguna parte.
Pronto había cuatro docenas de pelotas esparcidas junto a la alambrada, una cosecha de fruta blanca y sucia. Schwartz se detuvo entre dos golpes y sostuvo en alto una bola: la última.
Henry asintió. Gotas de sudor resbalaban por su nariz. «Vamos —pensó—. Una vez». La bola partió sonoramente del bate, un golpe bajo hacia la zona media entre su posición y la tercera base. Corrió como un rayo hacia su derecha, a la vez que retrocedía oblicuamente tan deprisa como se lo permitían las piernas temblorosas. En el límite de la hierba de los exteriores, se lanzó a tierra. Con Cero, no habría alcanzado la bola, pero el guante de Schwartz tenía un par de centímetros más de cuero en la punta de los dedos. Atrapó a medias la pelota y, sin explicarse cómo, logró sujetarla a pesar de caer de bruces al suelo. Se deslizó hacia el terreno de foul por encima de la hierba todavía resbaladiza a causa del rocío. Se levantó con dificultad, hincó en la tierra el tacón del pie atrasado, sintió que se le reventaba una ampolla. «Vamos». La bruma, o quizá el sudor, le empañaba la vista, de modo que en realidad no veía la pala, sino sólo una forma gris no muy grande que se alzaba a media distancia. Encontró las costuras con los dedos, hizo rotar la cadera y dejó ir el brazo, sin sentir nada, menos que nada, nada que pudiera tomarse por augurio o anticipación, ninguna vitalidad, ni peso, ni hormigueo o sensibilidad en la yema de los dedos, ni miedo ni esperanza.
La bola atravesó la bruma matinal en lo que semejó un verdadero camino. Cuanto más se acercaba a su objetivo, más preveía Henry que se apartaría de su trayectoria, pero a medio camino parecía bien dirigida y a tres cuartos, aún mejor. «Una vez».
La pala resonó como una campanada, y siguió vibrando cuando el sonido cesó. Contango aulló como si pretendiera igualar el tono. La bola cayó allí mismo, en el polvo del cuadro. La sensación que invadió a Henry fue mejor que el mágico suero intravenoso que le habían administrado en el hospital de Comstock, mejor que cualquier otra cosa que hubiese experimentado antes en un campo de béisbol. Al cabo de medio segundo, la sensación había desaparecido. Había hecho un tiro perfecto. ¿Y ahora qué?
Schwartz se agachó con cuidado y metió la mano en el cubo.
—Era broma —dijo—. Hay una más.
Henry asintió y se colocó en cuclillas. La bola partió del bate.