—Henry —dijo Owen afectuosamente, rodeando con los delgados dedos lo poco que quedaba del bíceps de su compañero de habitación—. ¿Eres tú? Estás más flaco que yo.
Schwartz y Henry entrechocaron los puños, y Pella supo, por sus expresiones sombrías y ceremoniosas, que su discordia, o como quisiera llamársela, había concluido. Los hombres eran criaturas extrañas. Ya no se batían en duelo, e incluso las peleas a puñetazos se consideraban ahora un acto propio de bárbaros; la antigua violencia espontánea se canalizaba a través de las instituciones, pero les encantaba conservar sus antiguos códigos. Y lo que les gustaba todavía más era perdonarse. Pella tenía la sensación de conocer muy bien a los hombres, pero era incapaz de imaginar qué se sentía siendo uno de ellos, estando en una habitación llena exclusivamente de hombres, participar en sus ritos mudos de arrepentimiento y redención.
—Hola —la saludó Henry.
—Hola.
Les resultó extraño no abrazarse, y tras un breve ataque de timidez más propia de baile de instituto, por fin lo hicieron. Él despedía un olor intenso, como un adolescente que aún no se hubiese acostumbrado al uso del desodorante. «Es porque se ha pasado todo el día en el autobús», pensó Pella, y confió en que se debiera a eso, que no oliese así desde junio. Permaneció abrazada a él un instante de más, lo suficiente para detectar vagamente el olor del pegajoso escay de los asientos de la Greyhound en su piel.
Habían quedado en reunirse allí, ante la estatua de Melville. Esa tarde había hecho un calor infernal, y la humedad propia de la estación se había condensado hasta convertirse en una llovizna que ahora, justo después del crepúsculo, empezaba a reducirse a una bruma ambiental. El lago, rizado pero en calma, parecía cemento recién vertido. Los días ya eran más cortos que en junio.
Junto a los desgastados ladrillos grises de Scull Hall había dos palas, una nevera portátil, una cesta de picnic y una enorme bolsa de vinilo de material deportivo. Cargaron todo al hombro y se pusieron en marcha. Henry no preguntó adonde iban ni por qué; quizá lo había deducido, o se había olvidado de preocuparse. Con Henry nunca se sabía, y Pella aún ignoraba qué efectos habría tenido el verano en él. Al telefonear a la casa de sus padres, en Dakota del Sur, sólo había dicho: «Queremos que nos ayudes con algo antes de que Owen se marche». Y él se había limitado a contestar: «¿Nos? ¿A ti y a quién más?».
Cruzaron en silencio el Patio Pequeño y después el Grande, caminando los cuatro hombro con hombro. Contango los seguía con paso parsimonioso, lanzando ojeadas con perezoso recelo a alguna que otra rauda golondrina. La hierba de los campos de entrenamiento, de color caqui a causa del calor, estaba muy crecida.
—Paremos un momento. Tengo los brazos cansados. —Owen dejó la nevera llena de cervezas y cogió del hombro de Pella la cesta del picnic, que él mismo había llenado. La abrió y sacó una botella de whisky de la colección de Affenlight—. Tú primero —añadió, dándosela a Pella.
Ella se la acercó a los labios y bebió un trago largo y lento. Sintió un grato ardor desde la garganta hasta el estómago. «Grandes mentes», pensó, dando una palmada a la petaca que llevaba en el bolsillo de la chaqueta impermeable, mientras le entregaba la botella a Owen, que bebió y se la pasó a Mike. Éste se la dio a Henry, y finalmente regresó a ella. La guardaron de nuevo en la cesta y siguieron adelante.
Habían colocado tres tepes sobre la tumba de Affenlight, y aunque la hierba estaba crecida y húmeda, aún se veían los contornos de los recuadros. Una de las palas tenía el borde rectangular y chato, en tanto que la otra era de forma acorazonada. Mike cogió la chata y la hundió en una de las junturas del tepe. Apoyó todo el peso de su cuerpo en la empuñadura y las raíces de la hierba empezaron a ceder con una sucesión de débiles chasquidos. Repitió la maniobra con los tres recuadros. Luego, Henry y él los retiraron y los dejaron a un lado de la sepultura.
Trabajaron casi todo el tiempo en silencio, Mike con la pala chata, Henry con la acorazonada. Entretanto, Owen, con la lamparita de lectura prendida de la visera de la gorra, sostenía una linterna y distribuía latas de High Life que extraía de la nevera. Pella, sentada en una lápida vertical cercana, bebía whisky y acariciaba a Contango. La reciente lluvia había ablandado el mantillo, con lo que resultaba más fácil cavar, pero por debajo la tierra era más clara, dura como una piedra, y enseguida la excavación pasó a ser más lenta y trabajosa.
A veces las nubes se abrían y dejaban a la vista la luna. Pella observaba entonces el perfil de Mike en un relieve algo más pronunciado. Resultaba extraña la manera que él tenía de amarla; era un amor de refilón y casi despreocupado, como si amarla fuese un hecho natural, demasiado normal para mencionarlo. Como su primer encuentro en las escaleras del gimnasio, cuando él casi ni la miró. Con David y todos los otros antes de David, lo que pasaba por ser amor implicaba siempre un contacto cara a cara; siempre se había sentido observada, examinada, como el preciado morador de un zoo, y acababa deambulando por la jaula, acicalándose las plumas, devolviendo la mirada, para desempeñar el papel que se le adjudicaba. Mike, en cambio, siempre estaba a su lado. Ella se plantaba junto a la ventana de la cocina y miraba el patio, la estatua de Melville y, más allá, la playa y el lago de aguas onduladas, y se daba cuenta de que Mike, a saber desde hacía cuánto rato, estaba allí a su lado, mirando lo mismo.
Empezó a lloviznar de nuevo. Henry dejó de cavar y se apoyó en la pala. El hoyo les llegaba a las pantorrillas. El perro se había dormido.
—Ya te relevo —dijo Owen, pero Henry lo rechazó con un gesto.
Era una noche oscura y bochornosa, tanto que la lluvia parecía rezumar del aire, y en los rostros de Mike y Henry el sudor se mezclaba con la humedad. Henry parecía agotado. Owen anunció que había llegado el momento de descansar. Sentados en sendas lápidas, comieron bocadillos de paté y bebieron más cerveza. Pella hizo circular el whisky. Después fue Henry quien sostuvo la linterna mientras Owen y Pella se turnaban para cavar junto con Mike.
Al cabo de un rato, la pala de Schwartz dio contra una de las empuñaduras metálicas de la tapa del ataúd. Con el inesperado contacto, una brusca sacudida recorrió sus antebrazos, como cuando uno le pegaba mal a una bola rápida con la parte más delgada del bate en un día frío. Al oír el ruido, todos se detuvieron y se miraron en la penumbra sin luna. Su plan ya no era sólo un plan. Schwartz estaba más preocupado a cada segundo que pasaba. No es que temiera que los descubriesen; su preocupación, su miedo, era más difuso. Pensaba en su madre. Miró a Pella, que asintió con vehemente y posiblemente ebria determinación y dijo:
—No pasa nada.
Schwartz había planeado la excavación a conciencia. Primero ensancharon y ahondaron el hoyo para liberar los lados del ataúd; después vaciaron, por el extremo de la cabeza, un espacio para que Schwartz pudiera descender y colocarse de pie. Sabía, por el director de la funeraria, que el féretro de roble pesaba ciento diez kilos; eso, unido al peso de Affenlight, era mucho, pero sólo necesitaba levantar un extremo. Se acuclilló, agarró con las dos manos la única empuñadura metálica que había en la punta del ataúd y pronunció una breve oración para pedir que su espalda aguantara. Empujó con los talones y tiró con los brazos y los hombros; sintió una punzada en la columna. ¿Acaso era ése el origen del término «peso muerto»? Seguramente no, pero el movimiento era el mismo.
Ese primer esfuerzo fue necesario para desprender el ataúd de la tierra que había debajo. El segundo sería más complicado, más parecido a una arrancada que a un peso muerto. Se acuclilló de nuevo, inició un balanceo, se irguió con fuerza y tiró con las manos hacia el mentón. Cuando el extremo del ataúd se elevó, Schwartz lo soltó, volvió a ponerse en cuclillas y, por muy poco, consiguió meter las manos y un hombro bajo el féretro. Bien. Ahora ya sólo era cuestión de empujarlo para situarlo en posición vertical y luego dejar que se ladeara y quedase apoyado, casi recto, contra el lado opuesto de la fosa. Lloviznaba. No era un procedimiento ceremonioso —sintió resbalar dentro de la caja el cuerpo de Affenlight—, pero al menos lo estaban consiguiendo.
Henry, Pella y Owen agarraron las empuñaduras del ataúd desde arriba. Tiraron mientras él empujaba desde abajo. Había imaginado que esa parte resultaría más fácil, pero sus amigos no eran fuertes, y la hierba húmeda no ofrecía un buen apoyo. El féretro avanzó centímetro a centímetro, y él sostuvo el peso desde abajo.
—A la de tres —jadeó—. Owen, cuenta tú.
Y mientras Owen contaba, Schwartz se agachó lo máximo posible, soltó un gruñido y dio un último empujón olímpico. Henry, Pella y Owen retrocedieron a trompicones. El ataúd resbaló sobre el borde de la fosa y quedó inmóvil al lado de la tierra removida.
La lluvia había amainado otra vez. Schwartz buscó en su bolsa el material que habían llevado: mascarillas, tapones para la nariz, guantes de goma hasta el codo. Le entregó un juego a Henry. Pella y Owen se llevaron a rastras a Contango a la otra punta del cementerio. Mike oyó las risas de Pella reverberar en la oscuridad, un poco histéricas pero sin llegar a ser preocupantes. Se alegraba de que por fin se hubiera emborrachado.
Schwartz metió una mano enguantada en la nevera y sacó dos latas de cerveza. Las abrió y le pasó una a Henry. Las apuraron de un trago largo y lento.
—¿Listo? —preguntó mirando a Henry, y éste asintió.
No sin esfuerzo, Schwartz abrió los cierres. Cuando levantó la tapa, contuvo la respiración, volvió la cabeza y se apartó lo máximo posible, dejando que la primera vaharada de lo que saliera de allí se disipase en la noche húmeda.
—No hay problema —dijo Henry—. Podemos hacerlo.
Schwartz asintió. Se preguntó cómo se las había arreglado Emerson, si era verdad que lo había hecho. Una cosa era oír al rector Affenlight contar la anécdota, y otra muy distinta imaginar a Emerson arrodillado en la tierra, con su traje y las lágrimas corriendo por su barba, levantando la sencilla tapa de madera de aquel sencillo ataúd de pino. Los pensamientos se quedaban en lo emocional, lo intelectual, lo simbólico. Emerson se convertía en el personaje de un drama, y su acción pasaba a ser un mito, una fuente de significado. Uno no pensaba en el aspecto que debía de tener el cuerpo descompuesto de Ellen Emerson, ni en su olor; uno no pensaba en eso ni proponiéndoselo.
Schwartz se sintió flaquear. Aún mantenía el rostro vuelto, y prefería seguir así.
—No hay problema —repitió Henry en voz baja—. Tampoco es para tanto.
Schwartz, animado y al mismo tiempo avergonzado por la serenidad de Skrimmer, volvió la cabeza. Lo asaltó una conmoción, otra corriente de miedo inexplicable, pero la conmoción pasó, y hubo de admitir que Henry tenía razón en que no era para tanto, o al menos no era mucho peor que la brutal imagen del ataúd abierto en el funeral. El cuerpo de Affenlight había resbalado hacia los pies del féretro y se hallaba extraña y patéticamente retorcido, pero parecía que el embalsamamiento había soportado el caluroso verano y el cuerpo aún parecía el suyo.
Lo levantaron tirando de las solapas de la chaqueta y los bolsillos del pantalón y lo introdujeron en la enorme bolsa de material deportivo que Schwartz se había llevado del CDU y en la que había metido barras de acero para asegurarse de que el cadáver se hundiría. Cerró la cremallera de la bolsa. Se quitaron guantes y máscaras, los echaron en el ataúd y lo cerraron. Con los tapones para la nariz aún puestos, se frotaron los brazos con lejía diluida, levantaron la bolsa y la acarrearon hasta la playa. Owen y Pella se reunieron con ellos en la orilla, donde los aguardaba un largo bote de remos. Por suerte, el agua estaba en calma. Ataron a Contango al pequeño muelle y remaron lago adentro en zigzag, porque estaban borrachos y ninguno de ellos sabía remar.