Schwartz empezaría en su nuevo empleo a mediados de agosto, cuando diese comienzo la temporada de fútbol y entrase en vigor el presupuesto de la universidad para ese año. Hasta entonces trabajaría en el Bartleby’s, acumulando tantos turnos como pudiera, pero no había mucha necesidad de gorilas durante el período de baja actividad del verano, e incluso cuando trabajaba detrás de la barra, como esa noche, volvía a casa medio borracho con no más de cuarenta dólares en el bolsillo.
Cuando llegó al rectorado, Pella dormía hecha un ovillo en un sillón de cuero en el que había sido el despacho de Affenlight. Schwartz la cogió en brazos: pesaba varios kilos menos que en abril, cambio que él no aprobaba. Ella masculló y se retorció, le rodeó el cuello con los brazos, pero no se despertó. Él le sostuvo el trasero con una mano mientras con la otra cogía el libro de una esquina del sillón.
Cuando la dejó sobre la cama que compartían, ella gimió y se volvió boca abajo. Él le levantó el dobladillo de la camiseta, le desabrochó el sujetador y frotó suavemente las dos marcas rosadas idénticas allí donde el cierre se había hincado en la piel. Las cosas tampoco iban tan mal, después de todo. Últimamente, ella parecía estar saliendo de lo más profundo de su aflicción, de ese estado comatoso que se había prolongado todo el verano, estado en que dormía y leía, leía y dormía, con los ojos bajo los efectos de los ansiolíticos y secos. Pocas noches antes habían vuelto a hacer el amor, en lo que pareció la primera vez.
Era una noche calurosa, demasiado para taparla con una manta. Schwartz encontró una sábana en el armario del pasillo y la extendió sobre la silueta dormida. Ahora ninguno de los dos tenía padre ni madre.
Fue a la cocina e hirvió agua para un café instantáneo. Lo preparó fuerte, tal como le gustaba, y añadió un dedo del whisky del mueble-bar del rector Affenlight. Había ido avanzando lenta y sistemáticamente con el whisky, empezando por los menos caros. Sólo esa última semana Pella le había pedido que también le sirviese un poco a ella; ésa era otra buena señal, el paulatino retorno de los apetitos, uno a uno.
Era pasada la una. Bajó la estrecha escalera hasta el despacho del rector, donde Affenlight pasaba las noches, los amaneceres y muchos de sus días. Contango lo siguió y se enroscó en su lugar habitual sobre la alfombra. Los documentos relacionados con la administración de la universidad se los habían llevado los contables y abogados, pero los libros y papeles personales de Affenlight, una vida entera dedicada al estudio, seguían allí. Tenían que hacer algo con ellos, al menos guardarlos en cajas, antes de finales de agosto, cuando llegaría el nuevo rector, pero hasta el momento, Pella se había negado a entrar en aquella habitación, el sitio donde su padre había muerto. De modo que recayó en Schwartz la tarea de revisar las notas mecanografiadas para las conferencias y los diarios amarillentos; los borradores de artículos con manchas de café y las copias arrugadas en papel carbón de décadas de correspondencia; las listas de la compra y otros garabatos; las copias profusamente anotadas de devocionarios de antes de la guerra y poemarios, para decidir qué debía conservarse y qué tirarse. Todo era papel, papel, papel: había bajado más de veinte cajas de papel del despacho de arriba y estaban amontonadas en los rincones de la habitación. En la mesa había un ordenador, pero por lo visto Affenlight sólo lo tenía para salvar las apariencias.
Una caja con fichas de diez por quince centímetros llevaba el sencillo rótulo ORATORIA. Algunas contenían chistes o anécdotas, junto con las fechas y ocasiones en que los había utilizado. Schwartz recordaba muchas de las anécdotas más recientes, y también los chistes. Otras fichas ofrecían, con la letra precisa de Affenlight, pautas aforísticas: «Con un grupo pequeño, hay que buscar la asonancia, como en la escritura; con un grupo grande, la aliteración».
A menudo, Owen se pasaba por allí ya tarde, a las tres o las cuatro incluso, con un tazón de té en la mano. Schwartz compartía con él sus últimos descubrimientos; Owen, mientras escuchaba, apretaba los labios en una especie de sonrisa. Ponían fin a la noche fumando un porro en silencio en los escalones de Scull Hall. Pero esa noche Owen no fue, y Schwartz, que se sentía con ánimo literario, cogió el Shakespeare de Riverside de Affenlight y se instaló ante el escritorio para hojearlo. Examinó las notas al margen, se detuvo a leer algunos pasajes conocidos. Por alguna razón, allí, en el despacho de Affenlight, entre los pensamientos de Affenlight, cerca de la muerte de Affenlight, se sentía en casa. Muy en casa, pero a la vez de una manera tenue; consideraba un privilegio ser el custodio en funciones de sus papeles, y tenía la constante preocupación de que alguien más próximo a éste, o como mínimo más versado en literatura norteamericana, se presentara para echarlo. Pero eso aún no había ocurrido, y a medida que avanzaba el verano parecía cada vez menos probable que ocurriera. Lo que en cierto modo entristecía a Schwartz. Qué hombre tan brillante y reflexivo había sido Affenlight, y qué poco se lo recordaría.
Los exprimidores de esperma era un libro hermoso, límpido, la primera muestra de un género crítico; quizá los estudiantes de posgrado lo leyesen todavía durante otra década, y los historiadores intelectuales lo citaran durante otra década más. Y quizá Schwartz, mientras preparaba todo aquel material para la biblioteca de la universidad, lograra reunir un segundo volumen póstumo, una colección de artículos y conferencias que publicase alguna editorial universitaria. Sin embargo, un Guert Affenlight no era un Herman Melville; él no cobraría repentina fama después de muerto y de cincuenta años en la oscuridad. Su retrato colgaría en el comedor, junto con los de otros rectores anteriores, y al cabo de cuatro años solamente el personal de cocina reconocería su rostro. Sin duda pondrían su nombre a alguna sala de conferencias o alguna planta de la biblioteca, o, ¿por qué no?, pensó Schwartz, al campo de béisbol. El nombre actual, Campo de Westish, era estrictamente por defecto. Campo Affenlight sonaba bien, sin asonancias ni aliteraciones. Normalmente el público era más bien escaso, aunque eso podía cambiar ahora que eran campeones nacionales.
La puerta del despacho se abrió y el chirrido despertó a Schwartz, que se había adormilado ante la mesa de Affenlight. La luz matinal se filtraba por las persianas. Se sobresaltó, pues no quería verse sorprendido por la señora McCallister, que prefería que tanto él como el perro durmiesen en el piso de arriba. Pero era Pella, recién duchada y vestida para irse a trabajar. En todo el verano ni siquiera había asomado la cabeza al despacho.
—Hola —dijo ella.
Se acomodó en el confidente y le explicó lo que se proponía.
Schwartz permaneció en silencio, retrepado en la silla del rector. Pella había estado leyendo demasiado, pensó, había traspasado esa barrera que separaba lo que uno podía encontrar en un libro de lo que uno podía hacer.
—Creo que deberíamos pensárnoslo —dijo por fin.
—Yo ya lo he pensado. —Tal vez fuera la luz matinal o que el calor de la ducha le enrojecía aún las mejillas, pero lo cierto era se la veía despejada y recuperada—. Tenemos que hacerlo. Tenemos que hacerlo.
—No se puede desenterrar un cadáver así sin más.
—¿Por qué? Es mi padre. Es mi parcela. Es mi ataúd. —Abarcó el despacho con un gesto—. Tú ya has revisado todos estos papeles. Muéstrame dónde pone: «Metedme en una caja. Con guarnición de oro falso. Luego enterradla». Muéstrame dónde pone eso.
Schwartz se acercó al confidente y se sentó al lado de Pella. Le subió la cremallera de la sudadera hasta la barbilla y ató los cordones con delicadeza. Ese gesto solía irritarla —de hecho, la irritó en ese momento—, pero al menos comprendió lo que significaba: eres mía.
—Tiene sentido —dijo—. Mi padre adoraba este lago. Se pasó tres años en un barco. Se pasó la mitad de mi infancia remando en el Charles. Es lo que él habría querido.
Schwartz, que se había pasado el verano entre los textos de Melville anotados por Affenlight, las memorias de los barcos balleneros, los mercantes, los buques de la marina, no pudo disentir.
—Entiendo por qué quieres hacerlo así…
—Deberíamos haberlo hecho así desde el principio. Si yo hubiese tenido tiempo para pensar, lo habríamos hecho así. Si no hubiera estado tan alterada…
—Me hago cargo, pero ya no es posible. Para empezar, sería un delito —no estaba seguro, pero imaginaba que algo así podía constituir un delito—, y debes recordar lo profundo que es ese hoyo. Y lo mucho que pesa el ataúd. Nos llevaría una eternidad. Basta con que pase alguien por ahí en ese momento para que acabemos en la cárcel.
—Yo no tengo inconveniente.
Al ver la sonrisa de Pella, Schwartz supo que había perdido la discusión, que la había perdido antes de que empezara. Se pasó la mano por la cabeza y se rascó el vientre, ya más blando. No hacía ejercicio desde mayo.
Medio albergaba la esperanza de que Owen vetara el plan, pero éste se limitó a asentir y dijo:
—Llamad a Henry.