78

Pella cruzaba el Patio Grande. Empezaba a sentirse otra vez la de siempre. Era un día tórrido de principios de agosto, dos meses después de la muerte de su padre, y el más ajetreado desde aquella horrible primera semana, cuando llegaban flores y condolencias de todas partes. La señora McCallister se encargó de la organización y las notas de agradecimiento. Pella se instaló en la habitación de invitados del rectorado, acompañada en todo momento por Mike, y se negó a llorar.

Esa mañana había tenido un turno corto en el comedor. Luego había comido con la profesora Eglantine, que se había ofrecido a supervisarla de manera individual durante el otoño y había insistido en que la llamara «Judy». Pella temía que la profesora Eglantine, Judy, lo hiciera sólo por amabilidad, pero por otro lado parecía pasárselo bien así, y sería estupendo tenerla como tutora y posiblemente, si no era mucho pedir, como amiga. El programa de estudios que habían elaborado, mientras la profesora Eglantine comía con desgana una ensalada Cobb, se centraba en las cartas de Mary McCarthy y Hannah Arendt. En líneas generales, había sido una comida muy alentadora.

Ahora se dirigía al despacho del encargado Melkin, situado en la planta baja de Glendinning Hall, para ultimar los detalles de su ingreso en la universidad ese otoño. Pella no sabía bien cuántos detalles quedaban por ultimar, ni por qué el encargado Melkin, a quien no conocía, estaba tan impaciente por ultimarlos. Cierto era que ya corría agosto, pero él llevaba llamándola al rectorado todo el verano, y desde muy poco tiempo después de la muerte de su padre, para rogarle que se reunieran. Pella había aplazado el encuentro con una serie de e-mails, breves y muy espaciados, en los que le explicaba que aún no se sentía en condiciones para una conversación cara a cara, pero había permanecido en contacto con la secretaría, la oficina de Ingresos y el departamento Sanitario. Estas otras secciones de Westish no hicieron más que enviarle formularios por correo electrónico, y Mike los rellenó y los llevó personalmente. El encargado Melkin, en cambio, no paraba de dejar en el contestador mensajes suplicantes.

Cuando Pella asomó la cabeza con cautela por la puerta entornada, Melkin, que estaba hablando por teléfono, sonrió y levantó dos dedos para indicar los minutos que necesitaba. Después de ese número de minutos exacto, la invitó a pasar. Era un hombre esbelto, vestía pantalones caquis y americana de pata de gallo con coderas, un poco holgada, y en conjunto ofrecía un aspecto juvenil de esa manera ligeramente fetal propia de ciertos oriundos del norte de las islas Británicas, pero con el pelo en irregular retroceso desde todas las direcciones al mismo tiempo.

—Pella. —Melkin sonrió tímidamente—. Gracias por venir. Sé que ha sido un verano muy duro.

Ella asintió, procurando no manifestar tristeza para así dar a entender que no era necesario hablar del tema.

—Si alguna vez te apetece charlar —prosiguió él—, a cualquier hora del día, mañana, tarde o noche, por favor, no lo dudes. He dejado mi número de móvil en tu contestador, pero puedo volver a dártelo ahora.

—Gracias.

Se sentaron. En la mesa del encargado Melkin, bajo un post-it con el nombre de Pella, había una alta pila de documentación; todo estaba relacionado con los trámites básicos, la copia de la matrícula on-line, los requisitos en cuanto a lenguas extranjeras, las pruebas de aptitud, los planes para el comedor, el seguro médico. Melkin empezó a hablar de cada uno de estos temas, o lo intentó, pero cada vez Pella, tras esperar un rato mínimamente cortés, decía en voz baja que sí, y sí, y sí, eso ya estaba resuelto. Y cada vez Melkin, extrañamente nervioso, elogiaba su diligencia y pasaba al siguiente asunto, ya también resuelto.

—Y por último, y no por ello menos importante, el alojamiento —dijo—. No ha sido fácil encontrarte un hueco, pues disponemos de poca flexibilidad respecto a los matriculados de última hora, pero me las he apañado para conseguirte no sólo una habitación, sino, creo, una situación excelente. —Se retrepó alegremente en la silla—. Compartirás habitación con una joven llamada Angela Fan, quien no sólo ha recibido el premio María Westish de este año, que, como quizá sepas, es prueba de un nivel de rendimiento académico extraordinariamente alto, sino que, además, acaba de publicar un poemario en una pequeña editorial de Portland. Y el año pasado lo dedicó a trabajar en una granja ecológica de Maryland, de modo que también es una compañera de habitación un poco mayor de lo que lo habría sido en otras circunstancias.

—Ah, no. Lo siento mucho. ¿Cómo es posible que se me haya pasado mencionarlo antes? Pienso vivir fuera del campus. De hecho, acabo de firmar un contrato de alquiler. Con mi novio. —No sabía por qué había añadido lo del novio: para los castos oídos del encargado debía de constituir un comportamiento de moral dudosa.

Melkin pareció apenarse.

—Ah —dijo—. Hum… bueno, según la normativa de Westish, los estudiantes de primero deben vivir en las residencias; consideramos que fomenta una sólida inmersión en la vida universitaria. Incluso nuestros alumnos menos tradicionales…

Dentro de Melkin parecía estar librándose una batalla entre su devoción a la política universitaria y su desesperado deseo de complacerla. Pella no pudo evitar hundirse un poco en la silla, para exagerar su dolor: no tenía la más mínima intención de vivir en ninguna residencia, con sus fiestas semanales con palomitas en la habitación del supervisor.

—Seguro que se podrá arreglar —decidió de pronto Melkin, sonriendo en atención a ella—. Lo esencial es tu adaptación a Westish.

Pella le dio las gracias y se levantó para marcharse. Pero la expresión de Melkin denotaba tal perplejidad, tal necesidad, que ella se sentó de nuevo.

—¿Te van bien las cosas, pues? —preguntó él.

Pella asintió.

—Tu padre era un hombre muy interesante. Tenía… algo. —Melkin se toqueteó los botones dorados de los puños de la americana—. Para él no había nada más importante que tenerte aquí. —Alzó la mirada hacia ella, con una expresión cada vez más perpleja, incluso podía decirse que atormentada—. Fue muy repentino.

—Sí. —Pella asintió, con la pesadumbre que se esperaba de ella y que a la vez le resultaba tan fácil exteriorizar.

—Quiero decir… fue realmente muy repentino, ¿no? ¿No hubo algo así como… una enfermedad que lo precipitara?

—No. Nada de nada.

—Ya. Ajá. —Melkin arrugó la nariz respingona y un poco fetal. Pareció desanimarse ante la falta de una enfermedad que lo precipitara—. Fue muy repentino, pues, pero no fue… es decir, fue… —Vaciló y apretó los labios—. ¿Fue por causas naturales?

—Claro. —Pella escrutó el rostro del hombre, intentando adivinar por dónde iban los tiros—. ¿Qué otras causas puede haber?

—Ah, bueno. Ninguna, supongo. —Melkin la miró con expresión muy afligida—. Pero ¿no hubo ninguna posibilidad de que fuera… o se presentara como… algo intencionado?

¿Cómo? De pronto Pella tuvo la sensación de que aquella reunión, por no hablar de la persecución a que la había sometido todo el verano, tenía un único objetivo: ese momento de entremetimiento angustiado.

—Mi padre murió de un infarto —zanjó con aspereza—. Dolencia para la que mi familia tiene una marcada predisposición genética. Mejor dicho, los hombres. Las mujeres viven eternamente.

—Ah. —Melkin se hundió en la silla, visiblemente aliviado, aunque todavía un tanto incómodo—. Bien, pues. No pudo evitarse, ¿verdad que no?

Pero ¿qué estaba pasando allí? ¿Acaso Melkin pensaba que su padre había querido suicidarse? ¿Cómo demonios se le ocurría una idea semejante? Tal vez fuera por lo rubicundo, sano y vigoroso que parecía su padre. Quizá a Melkin le costara imaginar que un hombre así hubiese dejado de vivir sin más. Pero, por otra parte, su padre también era tan alegre, tan decididamente vital, al menos en lo que a imagen pública se refería, que Pella no podía concebir que alguien pensara que acaso hubiera preferido morir. Y no sólo que lo pensara, sino que lo pensara con tal intensidad como para interrogarla al respecto, que en esencia era lo que acababa de hacer Melkin, lo cual resultaba francamente extraño, por no decir muy poco profesional.

A menos que Melkin tuviera alguna razón para pensarlo. Algún disgusto, escándalo o podredumbre oculta en la vida de su padre del que ella no sabía nada pero los demás sí. ¿Estaba yendo demasiado lejos en sus especulaciones? ¿Estaba otra vez viviendo dentro de su cabeza?

Sin embargo, tenía a Melkin allí delante, comportándose de una manera muy rara, jugueteando todavía con los botones de los puños de su americana demasiado holgada, y no era que no fuese un profesional auténtico, pero por su aspecto se diría que era más bien un muchacho insulso que quería llegar a profesional algún día, y la cuestión era que ella se había presentado allí de un humor aceptable, como no lo estaba desde antes del verano, y que la agitación de Melkin estaba provocando su propia agitación, y que su conducta extraña y sus extrañas palabras la inducían a concebir ideas extrañas. No era ella sino él, y Pella tenía que llegar al fondo de aquello. Y si pensaba en disgustos o escándalos en relación con su padre… en fin, sólo se le ocurría una posibilidad. Una persona.

—Desde luego, todo esto ha sido extraordinariamente duro para Owen —afirmó con cierta solemnidad.

Melkin se mostró aún más perplejo y atormentado que antes. Pero no en el sentido de «¿Quién es Owen y por qué dejas caer esa extraña incongruencia?». No, era más bien la perplejidad de una persona que se esforzaba por aparentar una reacción ante una noticia que ya conocía.

—Desde luego —dijo con un pensativo gesto de asentimiento—. Me hago cargo de lo duro que debe de haber sido para él.

«Lo sabe —pensó Pella—, sabe lo de Owen. Melkin sabe lo de Owen. Sabe lo de Owen y se está preguntando si mi padre se suicidó». Y ahora ella se preguntaba también si su padre se había suicidado. Porque Melkin lo sabía. Y si él lo sabía, no era el único. Lo que significaba que a su padre lo habían linchado, o estaban a punto de lincharlo, o algo así.

¿Era posible que se hubiese quitado la vida? ¿Existía una manera de quitarse la vida que se pareciese tanto a un infarto como para engañar a la gente que esperaba que uno muriese a causa de un infarto? Pues sí, debía de haberla. Pero eso era sencillamente imposible. Su padre no tenía un pelo de morboso, la idea de la muerte siempre le había dado miedo. No le gustaban los médicos, a excepción, al menos en parte, de su madre, y no le gustaban las pastillas que, paradójicamente, le recordaban que algún día moriría. No; era imposible que se hubiese quitado la vida. Aunque era cierto que últimamente fumaba demasiado. Pella lamentaba no haberse dado cuenta de eso antes, no haber insistido más. Cuando la señora McCallister lo encontró, tenía la mano derecha en el pecho, en torno a un paquete de Parliament totalmente aplastado.

—Supongo que en el claustro —dijo— casi todo el mundo sabía lo de él y Owen.

—Ah, no, no. —Melkin se irguió en la silla y se tiró del cuello de la camisa—. No, no. Sólo lo sabíamos Bruce Gibbs y yo. Y creo que Bruce consultó a uno o dos miembros del consejo, de manera muy confidencial, sólo para calibrar qué opciones teníamos. Si existía alguna opción.

Ahí estaba, pues. Lo habían descubierto. Descubierto y proscrito. Esos cabrones. Y su padre… el muy tonto. No se lo había contado. ¿Se lo habría contado a alguien? ¿A Owen? No, imposible. Él no haría algo así. Si Owen lo hubiera sabido, si ella lo hubiera sabido, podrían haberlo tranquilizado, consolado, animado de alguna manera. Por el contrario, se lo había guardado todo en ese corazón suyo.

Tenía que salir de allí. No sólo del despacho de Melkin; tenía que salir de Westish, irse lejos de Westish. Para siempre.

Melkin seguía toqueteándose los botones de los puños. Saltaba a la vista que había estado esperando ese momento, que había pasado el verano cargado con un extraño sentimiento de culpa.

—Pella —dijo—. Lo siento mucho. Ojalá las cosas hubiesen podido hacerse de otra manera. Tu padre era mi superior, claro está, y yo no tenía voz ni voto en el asunto, pero la idea de que pueda existir alguna relación entre su dimisión y su fallecimiento… en fin, es horrible, sencillamente horrible…

—No podría estar más de acuerdo —contestó ella con aspereza, lo que constituía un principio prometedor para una bronca, pero en su desdicha se sentía incapaz de montar un escándalo. Sin saber cómo, consiguió ponerse en pie y salir del despacho y de Glendinning Hall, olvidando la pila de catálogos y copias en papel carbón en la mesa de Melkin.

Tenía que alejarse de allí lo máximo posible. Esa noche, Mike trabajaba en el Bartleby’s, probablemente ya estuviese allí; cuando se serenara, se acercaría al local, se tomaría un whisky y le contaría por qué tenía que marcharse. ¿Mike la acompañaría? Sin duda. Ella estaba dispuesta a ir a donde él quisiera, siempre y cuando no se quedasen allí. Incluso Chicago sería una distancia suficiente.

Ya en la calle, sudando bajo el brumoso sol vespertino, deambuló por el campus largo rato, en círculos inútiles y desesperados, llegando hasta la playa y volviendo sobre sus pasos, llegando hasta el estadio de fútbol y volviendo sobre sus pasos, aquí, allá y en todas partes. Pensó en su padre y en el modo de vengarlo. En cómo rechazar Westish de la manera más profunda. En cómo conseguir que toda la universidad, y todos los que tuvieran algo que ver con ella, supieran y comprendieran que su padre y ella la rechazaban de la manera más profunda y perdurable posible. Rebosaba ira, pero no se le ocurría nada.

No quería pensar en el encargado Melkin, era la última persona en quien quería pensar, pero uno de sus comentarios revoloteaba en su cabeza. Revoloteó y revoloteó hasta que por fin se detuvo, allí mismo, y ya fue insoslayable. «Para él no había nada más importante que tenerte aquí». Era verdad, ¿o no? Sí que lo era. Nunca sabría cómo habían sido los últimos minutos u horas o días de su padre, pero una cosa sí sabía: Melkin tenía razón; al margen de lo que hubiera ocurrido entre él y Westish, habría deseado verla allí. Si arremetía contra Westish, por impotente que fuera la arremetida, lo estaría haciendo por sí misma, no por él. Si quería hacer algo por él, no debía ser eso.

No se lo diría a Owen. Decírselo sólo serviría para que se sintiera mal y culpable, como si él hubiese contribuido a la muerte de su padre, y eso ¿para qué? Por el placer de oír su propia voz. Y contárselo a Mike no tenía sentido. Sería un secreto entre ella y su padre. Y seguiría obligando al Westish College a tragarse el apellido Affenlight, una y otra vez, pero no así, no a modo de venganza; lo haría como su padre hubiese querido que lo hiciera. Se instalaría allí. Analizaría las cartas de Hannah Arendt y Mary McCarthy. Estaría, en la medida de lo posible, en paz.

Sin que se diera cuenta, sus paseos la habían llevado, por primera vez desde el funeral, hasta el borde del cementerio. Se armó de valor, cruzó la verja y caminó hasta que alcanzó a ver la tumba de su padre. No se acercó demasiado; sólo lo suficiente. Ya le resultaba bastante difícil estar ahí, a cuarenta metros, y saber que su lápida plana se hallaba cerca de aquel árbol grueso y nudoso que recordaba haber visto entre las brumas del entierro.

Se quedaría allí los siguientes cuatro años, pero él se había ido, se había ido de allí, de todas partes, para siempre. «Ése es el trato —pensó, y dio la impresión de que la idea procedía de otro lugar, como una aparición—. Ése es el trato».

Dio la espalda a la lápida y miró hacia el lago. Olas de un metro rompían contra las rocas. Pensó en lo que siempre pensaba en los cementerios: la anécdota de su padre sobre Emerson, que desenterró el cadáver de su esposa Ellen. De pronto, con la mirada todavía puesta en el agua, recordó la antigua contraseña de correo electrónico de su padre en Harvard, que ella había descubierto de niña sin que él se enterara: «no-tierra». ¿Cómo podía ser tan obvio? Una idea empezó a cobrar forma en su mente. Su padre había muerto siendo rector de Westish, se había celebrado un funeral por él con toda la pompa, había recibido sepultura en un lugar de honor. Y todas esas circunstancias no eran detalles menores. Pero también se advertía en todo ello, en el hecho de que él fuese enterrado allí, cierta falsedad. Ahora que había muerto, podía estar allí y a la vez no estar allí; ellos, los Melkin y los Gibbs de este mundo, podían pensar que estaba allí, mientras que ella sabría la verdad. Él pertenecía a otro lugar, un lugar en el agua, que tanto amaba.

Tal vez pareciera absurdo interpretar la contraseña de correo electrónico de alguien como su deseo más profundo, pero ahora que la idea había acudido a su mente, sabía que era lo acertado. Toda la no-tierra del mar embravecido una vez más. Naturalmente, no podía hacerlo sola. Regresó al rectorado, donde todavía se alojaban, a esperar que Mike volviera.