Lo primero que pensó fue que él era el rector Affenlight y que había muerto, pero el mero hecho de pensarlo significaba que no podía ser verdad. Dondequiera que estuviese, era un lugar a oscuras. Intentó levantar el brazo izquierdo para tocarse la cabeza allí donde le dolía, pero dos tubos sujetos con esparadrapo al antebrazo se lo impidieron. Un sabor amargo le ardió en la boca. Schwartz estaba sentado en una silla junto a la cama, inmóvil en la oscuridad.
Sólo de mover la mandíbula, unas punzadas de un dolor diabólico, peor que cualquier otro que hubiese sentido, le traspasaban el cerebro. Cuando por fin consiguió hablar, las palabras salieron de su boca arrastradas, en susurros.
—¿Quién ha ganado?
Schwartz ladeó la cabeza.
—¿No te acuerdas?
—No.
Se acordaba del lanzamiento, un pequeño proyectil blanco a la altura del hombro y de trayectoria ascendente. Se acordaba de que había intentado volverse para que lo alcanzara en el casco y no de lleno en la cara.
—Anotaste la carrera vencedora —dijo Schwartz con expresión ceñuda.
—¿Ah, sí?
—Esa bola rápida te dio justo en la orejera. En el estadio todo el mundo pensó que habías muerto. Incluido yo. Pero te levantaste de un salto y corriste hasta la primera base. Los masajistas intentaron ir a reconocerte, pero no los dejaste. «Juega la bola», seguías diciendo. «¡Juega la bola!». Una y otra vez. El entrenador Cox mandó a Loonie para sustituirte, pero le ordenaste a gritos que volviera a la caseta.
Henry no recordaba nada de eso.
—¿Y luego qué pasó?
—Expulsaron a Dougal. Protestó como un poseso, pero los banquillos ya estaban amonestados y tuvo que irse. Sacaron a su segundo mejor lanzador.
»Yo le pegué a la primera bola y fue a dar a la tapia. Diría que le pegué demasiado fuerte, porque rebotó y volvió hacia el defensa izquierdo. Pero tú volabas. Nunca te he visto correr a esa velocidad. Para cuando llegaba a la primera, tú ya rodeabas la tercera. El entrenador Cox intentó pararte, pero ni siquiera lo miraste.
»Escapaste al contacto del jugador contrario por un dedo. Todos se te echaron encima, incluido el entrenador Cox. Joder, la mitad de los padres estaban en ese montón. Y cuando la gente se apartó, tú te quedaste allí, tendido en el suelo.
Henry examinó el rostro de Schwartz en la penumbra, o lo que veía de él. Para comprobar si lo que decía era verdad, aunque Schwartz nunca mentía; para comprobar qué proporción de tristeza por la muerte de Affenlight se mezclaba con el júbilo por ganar el campeonato nacional; para comprobar si su amigo había empezado, quizá, a perdonarlo.
—No deberías haber hecho eso —lo reprendió Schwartz con severidad.
—¿Hacer qué?
—Ya lo sabes. Comerte esa bola.
Los labios idiotizados de Henry tardaban una eternidad en formar los sonidos de las palabras.
—Pensé que sería una bola baja con efecto.
—Y un huevo.
Henry tuvo una arcada e intentó taparse la boca, pero los tubos le obstaculizaron el movimiento. Unos Krispies de arroz empapados de bilis le resbalaron por el labio inferior hacia el mentón.
—Y un huevo —repitió Schwartz—. Lo vi en directo y lo vi en SportsCenter mientras estaba de brazos cruzados en la jodida sala de espera de urgencias. Te lanzaste hacia esa bola como si fuera una piscina.
Henry no dijo nada.
—Incluso te alejaste de la meta, para que él tuviera que ajustar más el lanzamiento si quería rozarte. Tú le tendiste el anzuelo.
Henry no estaba dispuesto a reconocerlo, y tampoco tenía intención de discutir.
—¿Cómo se te ocurre una cosa así, Henry? ¿Cuántos cadáveres quieres amontonar en un solo día?
Schwartz estaba enfadado, eso sin duda, pero no había levantado la voz y apenas había contraído un músculo, como si hubiese llegado a tal estado de agotamiento que ya nunca volvería a moverse ni a vociferar.
—¿Y qué me dices del Buda? Pobre Buda. Acababa de enterarse de lo de Affenlight y va y tiene que presenciar, ahí sentado en el banquillo, cómo intentas matarte. Para eso podías haberte quedado en casa.
—Pensé que me daría en el hombro y así conseguiría una base —explicó Henry—. No esperaba que la lanzase tan alta.
—En fin, el cabrón de Dougal es un chiflado, sólo que no está tan chiflado como tú.
Eso era lo más amable que Schwartz había dicho. Pese al dolor de cabeza, un extraño cosquilleo recorría la columna vertebral de Henry.
—No tenía muchas opciones.
—Batear y fallar. Luego cogemos el avión y volvemos a casa. Ésa era una opción.
—¿No te alegras de haber ganado?
Tras la cortina corrida de la única ventana de la habitación empezaba a verse un poco de luz. El reloj de Schwartz, con un resplandor verde amarillento en la penumbra gris, indicaba las 5.23. Henry se sentía demasiado confuso para restar cuarenta y dos, pero eran las cuatro y pico de la madrugada.
—Sí —contestó Schwartz—, me alegro.
El hormigueo ascendía por el cuerpo de Henry desde los dedos de los pies hasta el cuello. Le producía una sensación hermosa, como el canto de un ángel. Tal vez de un modo parcial, y pese a la ira de Schwartz, Henry se había redimido a los ojos de su amigo.
El hormigueo se convirtió en dicha. No tenía fuerzas para mover las extremidades, pero por ellas fluía una clase distinta de energía, que se originaba en algún lugar de sus huesos y sus órganos y se derramaba hacia el exterior, limpiándolo y depurándolo desde dentro, inundándolo hasta la piel. Tal vez fuera la presencia de Schwartz, tal vez el hecho de que los Arponeros habían ganado el campeonato nacional, pero la dicha se burlaba de todas las cosas, y Henry comprendió que eran intrascendentes por lo que a la dicha atañía. Quizá eso fuese lo que se sentía al morir.
—¿Estoy bien? —preguntó.
—Eso depende de a qué te refieras. Tienes una conmoción. Bastante grave. Dougal lanza a ciento cuarenta y ocho kilómetros por hora, ¿lo sabías?
»Pero no es por eso por lo que, en opinión de los médicos, te has venido abajo. Según tus análisis de sangre, has agotado prácticamente todos los minerales y nutrientes necesarios para la vida, incluida la sal. No es fácil quedarse sin sal. Me temo que vas a estar aquí un tiempo.
Henry permaneció en silencio.
—«Ha intentado ahogarse por dentro», como lo expresó uno de los médicos.
Henry se miró el blanco antebrazo, donde un trozo de esparadrapo transparente mantenía sujetas las agujas y la gasa.
—¿Eso es morfina?
Schwartz esbozó una media sonrisa.
—Si lo fuese, te lo habría arrancado y me lo habría clavado en mi propio brazo. Sólo son nutrientes.
—Hum.
Había empezado a pensar que la dicha era efecto de la morfina, o de alguna otra droga espectacular y chispeante que le inyectaban en la vena. Pero tal vez sólo fuera el alimento lo que lo hacía sentirse así. En tal caso, quizá valiese la pena dejar de comer durante unas semanas, si el resultado era alcanzar ese estado de dicha.
—¿Cómo está Owen?
Schwartz negó con la cabeza: «Ni lo preguntes».
—Se marchó después del partido. Para ocuparse de Pella.
—¿Y cómo está Pella?
Schwartz se puso de pie y miró el reloj.
—Voy a intentar coger el primer vuelo —dijo—. Seguramente los demás pasarán a verte más tarde, si se despiertan a tiempo. Ahora están de juerga.
—Vale —contestó Henry.
—No les digas lo de Affenlight. Ya se enterarán.
—Vale.
El amanecer empezaba a filtrarse por las tupidas cortinas del hospital. Schwartz se quedó allí de pie, una sombra voluminosa en la penumbra. Con manifiesta dificultad, levantó su enorme y maltrecha mochila y se la colgó a la espalda, ajustando las correas para que no se le hincaran en el pecho. Después se puso al hombro la voluminosa bolsa del equipo.
—Ésta es la planta de psiquiatría —dijo.
Henry asintió.
—Vale.
—He pensado que debía avisarte. Van a mandar a los psiquiatras para hablar contigo, por eso de no comer. Anorexia, lo llaman.
—Vale.
—Les he dicho que sólo las animadoras tienen anorexia. Tú eres un jugador de béisbol; lo que tienes es una crisis espiritual. —La sonrisa volvió a asomar a los labios de Schwartz, en esta ocasión con un asomo de tristeza—. Han pensado que hablaba en serio.
—Bueno, es que eres una persona seria.
Schwartz nunca había tenido aspecto de universitario precisamente, pero ahora sin duda se lo veía mayor, insomne y exhausto, con profundas arrugas en la frente. Las rodillas le flaquearon bajo el peso de la mochila y la bolsa. Se agarró a la barandilla de los pies de la cama para mantener el equilibrio.
—Descansa, Skrimmer.
Su enorme cuerpo tapó el vano de la puerta, desapareció por el pasillo y el sonido de sus cansinas pisadas y el roce de la mochila contra la chaqueta se apagó gradualmente a medida que se alejaba.