Henry no llevaba puesto el uniforme, y pese a la bolsa de Westish absurdamente grande colgada al hombro, el portero no quería permitirle el acceso al estadio sin una entrada.
—El partido empieza dentro de cinco minutos —dijo el portero, un viejo fibroso de largas patillas blancas, plantándose ante Henry para impedirle el paso—. Los jugadores han llegado hace horas.
—Mire esta bolsa. —Henry dio una palmada al logo de Westish. Ese día la bolsa realmente parecía enorme, una pesada carga—. ¿Llevaría esto encima si no fuera del equipo?
—No lo sé.
—Mírela. Es la bolsa de un jugador de béisbol. Esta parte más larga es para llevar el bate.
—Yo no veo ningún bate.
—No tengo bate —dijo Henry.
—No veo por qué. —El portero le indicó a Henry que se apartara para coger las entradas y dar unas palmadas en la cabeza a dos chicas con vestidos con estampados de flores. Luego sacó un programa del bolsillo trasero y lo desplegó—. ¿En qué equipo juegas?
—Westish. Mire, ahí sale mi n…
El portero apartó el programa.
—¿Quién es el primero en la lista de la plantilla? —preguntó—. ¿Y cuánto pesa? En eso te doy un margen de tres kilos, arriba o abajo.
Henry ordenó los nombres del equipo alfabéticamente en su cabeza.
—Israel Ávila. Parador en corto, número uno. Chicago, Illinois. Pesa… no sé cuánto pesa. Setenta kilos.
—Lo siento, chaval. Es Demetrius Arsch. Ciento veinte. —El portero enrolló el programa y señaló con él hacia el aparcamiento—. Vete a buscar a otro primo.
Sólo cuando Henry se descolgó la bolsa del hombro, abrió la cremallera, hurgó en su interior y sacó su camiseta arrugada, el viejo lo dejó pasar, gruñendo como si todo aquel intercambio hubiese sido culpa de Henry. Vacilante, éste avanzó entre la multitud que pululaba por los accesos, con la bolsa golpeteándole la espalda. Aquél era un estadio nuevo, de alto nivel para una división menor, la clase de estadio donde sólo unas semanas antes parecía destinado a jugar en breve. Con el uniforme todavía en la mano, se lo enseñó a un segundo portero y salió a las gradas próximas a la primera base.
Los equipos habían completado sus ejercicios en el cuadro y se congregaban delante de sus respectivas casetas mientras los primeros entrenadores conversaban con los árbitros. Henry tenía ante sí el amplio número 44 en la espalda de Schwartz. Éste rodeaba con un brazo a Arsch y con el otro a Izzy, volviendo la cabeza lentamente de uno a otro mientras pronunciaba la arenga que llevaba toda una vida esperando pronunciar.
Henry se sentó en un asiento vacío junto al pasillo. No tenía intención de acercarse más al equipo. De hecho, empezaba a preguntarse por qué se había acercado tanto. No quería ser el gafe, el cenizo que pusiera fin a la racha de los Arponeros. Habían perdido los dos últimos partidos en los que él había jugado y ganado los doce últimos sin él. Esas cifras hablaban por sí solas.
—Disculpe, joven. —Un hombre orondo, con chaqueta y corbata, tocó a Henry en el hombro dándose aires—. Me temo que está ocupando nuestros asientos.
Por encima de su calva, descollaba una mujer teñida de rubio que llevaba un chal vaporoso alrededor de los hombros, con el que se envolvía las manos en un gesto de vulnerabilidad, como si hiciera frío.
—Lo siento —dijo Henry, y desplazó la bolsa hacia el pasillo.
Justo en el momento en que se levantaba, los Arponeros rompieron el corrillo. Owen vio a Henry y lo saludó con la mano, esbozando una amplia sonrisa. Varios jugadores más se volvieron. Owen le hizo señas con el guante para que se acercara. También Rick. También Izzy. Si hubiese habido un asiento libre cerca, habría podido saludar y quedarse allí, pero no lo había; estaba aislado, de pie, y al final no le quedó más remedio que descender la escalera hasta la primera fila y saltar al techo de hormigón de la caseta de Amherst, donde estaba pintado el logo azul marino y verde lima de la Serie Mundial de la NCAA. Primero lanzó la bolsa, luego descolgó los pies, y sus zapatillas pisaron aquel hermosísimo campo.
Los Arponeros, después de ganar en el lanzamiento de la moneda, serían el equipo local y el que batease en segundo lugar. La megafonía anunció atronadoramente a los Arponeros titulares, que, al trote, fueron a ocupar sus puestos mientras la multitud les dirigía una cálida ovación. Los hinchas de Amherst superaban considerablemente en número a los de Westish, pero la mayoría de los asistentes era neutral: seguidores del equipo local, o de alguno de los seis equipos ya eliminados.
Henry, después de saltar al terreno foul, se quedó inmóvil. Cox también lo había visto y le indicaba que se acercase, pero para llegar a la caseta de Westish tendría que pasar junto a Schwartz, que estaba agachado detrás de la meta, atrapando los últimos lanzamientos de calentamiento de Starblind. Henry se quedó allí, sintiéndose más a la vista y más cucaracha de lo que se había sentido en la cocina de Pella, con un cámara de la ESPN a dos pasos y lo que le parecían diez mil ojos fijos en él. Por fin Schwartz, sin volverse, levantó la mano derecha y señaló la caseta del Westish. «Venga, venga».
Henry pasó corriendo. Obviamente tendría que habérselo pensado mejor. Si los Arponeros perdían, le echarían la culpa a él, y con razón, se la echarían para siempre, por recorrer a rastras medio país para gafarlos. ¿Cómo se le había ocurrido ir allí? ¿Cómo se le había ocurrido al rector Affenlight mandarlo? No podía culparlo —estaba claro que la mala decisión había sido suya—, pero la propuesta había salido de él, y cuando el rector de tu universidad te propone algo, es muy fácil acceder. «Cenizo —pensó—. Mierda, mierda, mierda».
Cox lo saludó en la entrada de la caseta con un feliz apretón, triturándole la mano.
—Ve a vestirte —le ordenó con un gruñido.
—Eso no —protestó Henry—. No sería…
—Necesito que asistas la primera base. Ponte el condenado uniforme.
Henry entró en el oscuro pasillo que conducía al vestuario para cambiarse. Tenía el equipo sucio y olía un poco mal, porque no lo había lavado desde el partido de Coshwale, pero en un esfuerzo por aplacar a los dioses del destino se vistió con su lenta solemnidad habitual, o al menos la imitó. Intervenir como coach de base no estaría mal, pues le permitiría contribuir, aunque fuera mínimamente, y además así, cuando a los Arponeros les tocara el turno de bateo, Schwartz estaría en la caseta y él en el campo.
Cuando Henry entró en la caseta, Starblind ya había conseguido dos eliminados en poco tiempo. Los reservas, sentados en el estrecho banco de respaldo recto, contemplaban el campo atentamente. Nadie se había afeitado desde el inicio de los regionales, aunque a Loondorf y Sooty Kim apenas se les notaba. Todos tenían la misma expresión, tan intensa como si estuvieran lanzando. Henry se abrió paso hasta el extremo opuesto, donde quien no quisiera no tendría por qué verlo, y tomó asiento al otro lado de Carne.
—Más vale que Adam los elimine a todos. —Arsch se echó unas pipas a la boca—. No tenemos lanzadores.
—¿Quién queda? —preguntó Henry.
—Ayer Sal salió en ocho entradas, de modo que ahora está destrozado. Quisp también lanzó un montón. Incluso Rick tuvo que lanzar en unas cuantas entradas… No me explico que hayamos sobrevivido a semejante machaque. Así que como relevo sólo nos quedan Loonie… —Arsch echó un vistazo a la caseta— y Loonie, básicamente.
—Yo tengo el brazo bastante dolorido —le recordó Loondorf—. No me queda fuerza.
—A Loonie no le queda fuerza —repitió Arsch con un triste cabeceo.
Starblind eliminó al tercer bateador de Amherst y se encaminó hacia la caseta levantando el puño con gesto triunfal. Henry salió al campo bajo las torres de focos y se encaminó hacia su puesto en el cajón del coach en la primera base. Le temblaban las rodillas; tenía que concentrarse. Asistir la primera base no entrañaba la menor dificultad, pero desde luego siempre existía la posibilidad de pifiarla.
Starblind, ya al bate, le pegó fuerte y la bola salió recta y a la izquierda. Logró un sencillo. Izzy realizó un sacrificio perfecto para que Starblind llegara a la segunda y volvió a la caseta para recibir la larga hilera de felicitaciones. Hasta ahí bien. Owen se situó en el cajón del bateador. Educadamente, ahogó un bostezo con el dorso de la mano enguantada. En el cuarto lanzamiento, arrancó un sencillo, bateando la bola hacia la zona media. Starblind superó la tercera tan rápido como un velocista y llegó a la meta a la vez que el pase se desviaba de su objetivo. Uno a cero para Westish.
—¡Eres el hombre del día! —exclamó Henry mirando a Owen.
—¡Soy el hombre del día! —Owen examinó las gradas con los ojos entornados—. ¿Has visto a Guert?
—Ha surgido algo —contestó Henry—. No ha podido venir.
Estaba mintiendo sin saber por qué. Esa mañana, al sonar el despertador, había sacado la bolsa de debajo de la cama, no muy seguro de si su encuentro de la noche anterior con Affenlight había sido una alucinación. En cierto modo, fue esa incertidumbre la que lo incitó a bajar, más para ver si la visita del rector había sido un sueño que por un claro deseo de viajar a Carolina del Sur.
Affenlight no estaba junto a la estatua de Melville, donde había dicho, pero una limusina negra merodeaba por la zona de carga del comedor. El chófer bajó la ventanilla.
—¿Skrimshander?
—Sí.
El chófer abrió el maletero. Henry le dijo que esperaba a alguien. El chófer preguntó:
—Usted es Skrimshander, ¿no es así?
Las campanas de la capilla sonaron una vez, lúgubremente, para indicar las seis y cuarto; el rector había dicho a las seis. Tal vez Henry hubiese entendido mal; quizá Affenlight no tuviera la intención de acompañarlo. En cuestión de segundos había metido la bolsa en el maletero y estaba sentado en el asiento trasero. En cuanto el chófer cerró la pesada puerta, insonorizando el interior, ya no había vuelta atrás.
—Me pidió que te deseara suerte —le dijo Henry a Owen.
—¿Suerte? Yo no necesito suerte. Pero es una pena que Guert no haya podido venir.
Los Arponeros mantuvieron su ventaja hasta la tercera entrada, cuando Amherst logró el empate hilvanando una primera base al tocar el lanzador al bateador con la bola, un sencillo y un sacrificio. Podría haber sido peor para Westish, pero con corredores en las esquinas y dos eliminados, Izzy atrapó un batazo por el centro tirándose al suelo y, allí tendido boca abajo en la hierba de los exteriores, logró dar un potente pase a Ajay, que eliminó al corredor.
—No será Henry Skrimshander —comentó Arsch—, pero no está nada mal.
Izzy corrió hacia la caseta, golpeándose la malla del guante con el puño y profiriendo alaridos, tal como uno hace cuando se le acelera el pulso después de una gran jugada. Cuando Henry salió al trote hacia la primera base, le dio una palmada a Izzy en el trasero.
—Buena jugada —dijo.
Izzy esbozó una sonrisa radiante.
—Gracias, Henry.
Detrás de la caseta de Amherst había una hilera de seis chicas, estudiantes, con calcomanías moradas en las mejillas, vistiendo holgadísimas camisetas moradas, cada una con una letra blanca que, unidas, formaban la palabra A-M-H-E-R-T. Cuatro eran robustas, cuadradas y relativamente hombrunas. La cuarta —la letra E— medía más de metro ochenta y se balanceaba al viento, con el cabello recogido en una oscura coleta. La primera —la letra A— era menuda y rubia y llevaba una gorra de béisbol morada de la que asomaba una coleta. Eran, dedujo Henry, las jugadoras de softball de Ahmherst, que habían viajado al sur para apoyar a sus compañeros de deporte. La S que faltaba probablemente se había quedado en el motel, indispuesta tras los excesos de la noche anterior.
La A, pese a ser la mitad de corpulenta que sus compañeras, era la cabecilla, quien daba el inicio a las tandas de vítores con una patada en el suelo y quien bebía la mayor cantidad del líquido rosado que distribuían, con discreción menguante, las letras M y R. Se inclinaba por encima de la barandilla, con la cara roja de tanto beber y gritar. Henry se había fijado en ella de inmediato, pero ella no reparó en él hasta la cuarta entrada.
—¡Oye, Henry!
Eso lo sobresaltó, pero no podía volverse ni dar respuesta alguna.
—¡Oye, Henry! ¿Por qué no te dejan jugar?
Estaba convencido de que la voz, aguda y exigente, con un malévolo tonillo de burla, era la de A. Se le cayó el alma a los pies. Intervino una segunda voz, más grave pero menos segura de sí misma:
—A lo mejor es que a la hora de la verdad no da la talla.
—¿No da la talla? —preguntó A con afectada sorpresa—. ¿Henry no da la talla a la hora de la verdad?
—Eso me han dicho.
—¿Y por qué Henry no da la talla? —quiso saber A.
—A lo mejor es que no soporta la presión —sugirió alguien con acento bostoniano.
—¡¿La presión?! ¿Henry no soporta la presión? —A parecía totalmente desconcertada, como si conociera a Henry desde hacía mucho tiempo y ni en sueños se le hubiera ocurrido que algo así pudiese suceder.
Él mantenía la mirada fija en el recuadro blanco de la primera base, fingiendo indiferencia ante los comentarios, a la vez que aguzaba el oído para escuchar hasta la última palabra. Schwartzy salió a batear en primer lugar. Tiró el bate, se desprendió del protector del antebrazo y corrió hasta la primera. Henry dio una palmada, sin apartar la mirada de la almohadilla.
A había encontrado la semblanza de cuatro líneas de Henry —la más larga del equipo— en el programa en papel brillante del torneo.
—«Henry Skrimshander —anunció—. Tercer curso. Lankton, Dakota del Sur. Un metro setenta y cinco, setenta y dos kilos. En su segundo año fue elegido Mejor Jugador de la Liga. Esta temporada su media de bateo ha sido de cuatrocientos cuarenta y ocho, con nueve home runs y diecinueve bases robadas. Como parador en corto, comparte con Aparicio Rodríguez, el exjugador incluido en el Salón de la Fama, el récord de la NCAA de número de partidos consecutivos sin errores».
Henry quedó dolorosamente impresionado por la impecable nitidez, casi de fibra óptica, con que la chica impartía esa información a una parte del estadio. El público de las gradas próximas a la primera base se había quedado en silencio, escuchándola.
—Oye, Jen, ¿esas estadísticas no parecen demasiado buenas para que Henry se desempeñe como coach de base?
—Eso diría yo.
—Quizá Henry es demasiado bueno para jugar en este equipo penoso. ¿No crees, Jen?
—Sí.
—Quizá Henry prefiere estar ahí y menear el culo delante de nosotras.
—¡Eso! —exclamó Jen, y se echó a reír.
Henry verificó mentalmente que tenía los glúteos inmóviles.
—Ésas van de duras —comentó Schwartz, no a Henry sino al primera base.
Éste se encogió de hombros.
—Ésa es Miz.
—¿Miz?
—Elizabeth Myszki. La segunda base del equipo de softball de Amherst.
—Es un encanto —dijo Schwartz.
El primera base volvió a encogerse de hombros.
—Le van los jugadores de cuadro.
Rick O’Shea le pegó a la bola y ésta botó una vez delante del tercera base de Amherst, que realizó un doble play fácil. Boddington golpeó una bola alta hacia el centro y fue el tercer eliminado. Henry, procurando disimular su impaciencia, aguardó unos segundos antes de correr de regreso a la caseta. Una vez a salvo en ella, por fin pudo volverse y mirar detenidamente, aunque a distancia, a la guapísima y muy desagradable Elizabeth Myszki.
Era la primera mitad de la quinta entrada y el marcador indicaba 1-3-0, carreras-sencillos-errores, para cada equipo. El campo era un sueño zafirino de cuento de hadas. El primer bateador contrario, con Starblind en el montículo del lanzador, se anotó una base por bolas tras cuatro lanzamientos, ninguno de los cuales pasó siquiera cerca de la zona de strike.
—Vaya —dijo Arsch—. Ya empezamos.
El siguiente bateador también logró una base por bolas. Starblind se tomaba mucho tiempo entre lanzamientos, mascullando, enjugándose afanosamente el sudor de su frente dorada. Schwartz pidió tiempo y corrió hasta el montículo para hablarle con toda franqueza. Cox se acariciaba el bigote y recorría la caseta con la mirada.
—Looney —dijo—, ¿cómo va ese alerón?
—No lo sé, entrenador. Desde luego, puedo probar.
Cox miraba a Starblind con intensidad, como si intentara ver en el fondo de su alma.
—Carne —dijo—, llévate a Loonie a la zona de calentamiento, que te lance unas cuantas para practicar.
—Vale, entrenador.
Arsch cogió el protector de pecho, y Loondorf y él se encaminaron por la línea de foul hacia la zona de calentamiento. Starblind tocó la banda de goma con la puntera de la zapatilla, echó un vistazo a la posición de los corredores y lanzó una bola rápida que el bateador golpeó de pleno y mandó hasta la tapia del lado izquierdo del campo. Una carrera anotada fácilmente. Quisp retuvo a los otros corredores en la segunda y en la tercera. 2-1 para Amherst, ningún eliminado.
—Maldita sea. —Cox cogió el teléfono que comunicaba la caseta con la zona de calentamiento y esperó a que Arsch contestara—. Prepara a Loonie a toda prisa.
Pidió tiempo con una señal y se encaminó tranquilamente al montículo para conversar con Starblind, aunque Henry sabía que lo que pretendía era darle tiempo a Loondorf para distender el brazo. Mientras el entrenador hablaba, Starblind asentía vigorosamente y se golpeaba el guante con la bola. En el banquillo del Westish, todos le leían los labios: «Estoy bien, estoy bien».
—No está bien —masculló Suitcase, y escupió un fragmento de cáscara de pipa entre los dientes—. Se ha quedado sin fuelle.
El siguiente bateador de Amherst llenó las bases. Luego apareció uno zurdo, más flaco que un palo de escoba, que sostenía el bate recto por encima de la cabeza como si intentara captar un rayo. Con el recuento en dos hits y ningún strike, le pegó a una pelota lenta de trayectoria curva y la mandó en dirección contraria, justo fuera del alcance de Boddington, pese a su estirada.
El corredor de la tercera anotó, el corredor de la segunda anotó, y el corredor procedente de la primera circundaba ya la tercera base cuando Quisp rescató la bola del rincón del campo izquierdo. Acto seguido, se irguió con la bola y, para tomar impulso, emprendió una especie de galope, alzando la rodilla derecha y luego el muslo izquierdo como un bailarín cosaco. Lanzó con todas sus fuerzas la bola hacia la meta y cayó de bruces sobre la hierba.
Fue un lanzamiento tan recto que podría haberse tendido la colada en su trayectoria, a la altura de la cabeza en todo momento, y sólo a un paso de distancia del objetivo. Era un lanzamiento entre mil. Schwartz atrapó la bola en el lado del cuadro de la meta y volvió atrás para tocar en el brazo al corredor que resbalaba ya por el suelo.
El árbitro separó las manos con las palmas hacia abajo.
—¡A salvo!
—¡¿Cómo?! —Schwartz se puso en pie de un salto, dirigió una mirada furibunda al árbitro y se acuclilló, adoptando la actitud perpleja, suplicante e incrédula del deportista agraviado e injustamente tratado, con las rodillas a punto de ceder y las palmas hacia arriba, como diciendo «¡no me hagas esto!». Cogió la bola que tenía en el guante y la blandió en el aire con gesto amenazador, como si pretendiera estampársela al árbitro en la cabeza.
—¡Tres! —gritó Henry, cuando vio que el corredor de la base se ponía en marcha—. ¡Tres, tres, tres!
Schwartz giró hacia la tercera, pero ya era tarde, y el que había golpeado la bola, el zurdo más flaco que un palo de escoba, se arrojó sobre la base sin darle tiempo siquiera a pasar la pelota. Schwartz se golpeó el guante con la pelota. Por un descuido suyo, Amherst había anotado otra base, pero al menos se había disuelto el desagradable panorama con el árbitro. Medio segundo más y Schwartz habría conseguido que lo expulsaran o incluso lo detuvieran. Ahora recorría la línea de la tercera base, alejándose del árbitro, hecho una furia. Cox salió al trote, aparentemente para cuestionar la decisión arbitral, pero más que nada para intervenir si Schwartz perdía los estribos de nuevo.
Quisp seguía tumbado boca abajo en el campo izquierdo.
—¿Qué le pasa a Q? —preguntó Henry. Antes de que nadie pudiera contestar, sonó el teléfono de la zona de calentamiento. Él era el que estaba más cerca—. ¿Sí? —dijo.
—¿No había llegado? —preguntó Arsch.
—A mí desde luego me ha parecido que no.
—Mierda. —Arsch hablaba en voz baja, con tono pesimista—. Loonie no puede salir. Está lanzando de pena.
—Vale —dijo Henry.
—El entrenador ya ha ido una vez al montículo en esta entrada. Si vuelve, tendrá que cambiar de lanzador.
—De acuerdo. —Henry dejó el auricular, salió corriendo al campo y tiró del brazo de Cox, que se dirigía hacia el montículo para mandar al banquillo a Starblind—. Phil no puede salir —informó—. Tiene el brazo muerto.
Estaban a medio camino entre la meta y la banda de goma del lanzador. Henry se preguntó cuánto había que acercarse al montículo para que se lo considerara una visita al mismo.
—En ese caso tendrá que salir Quisp —dijo Cox.
Henry señaló hacia el campo izquierdo.
—Quisp también está tocado.
—Dios bendito —musitó Cox—. ¿Qué demonios está pasando aquí?
Dos masajistas salieron al trote para examinar a Quisp, que había impreso tal fuerza a su extraordinario lanzamiento que se había desgarrado un músculo abdominal. Al final logró ponerse en pie y regresar renqueando al banquillo con la ayuda de Steve Willoughby y Cox. Sooty Kim cogió el guante y fue a situarse en la zona izquierda, levantando las rodillas en su trote para estirar las piernas frías. 5-1, a favor de Amherst. Un corredor en la tercera, ningún eliminado, y en el cajón, el bateador más potente para vaciar las bases. Las chicas A-M-H-E-R-T se inclinaron por encima de la barandilla como Furias moradas, gritando a través de sus improvisados megáfonos hechos con vasos de Pepsi. «Cenizo —pensó Henry—. Nunca me lo perdonarán».
El juego llevaba interrumpido lo que parecía una eternidad, pero justo cuando el bateador se colocaba en posición, Schwartz pidió tiempo. El árbitro se lo concedió con evidente reticencia. Schwartz se acercó a toda prisa a Starblind y cruzó unas palabras con él, que asintió una vez y se enjugó el sudor de la frente.
Starblind miró al corredor situado en la tercera y mandó una bola rápida y directa al mentón del bateador, que, llevándose las manos a la cara, se echó al suelo en un intento de apartarse de su trayectoria. Aun así, la pelota dio en la empuñadura del bate y rebotó en dirección a la caseta de Amherst, cuyo entrenador, que ya salía al campo para vociferar contra Starblind, se desvió para darle un airado puntapié a la bola todavía en movimiento. El árbitro fácilmente podría haber expulsado a Starblind, y también a Schwartz, que a todas luces había ordenado el lanzamiento; en lugar de eso, y quizá en compensación por su decisión errónea en la jugada anterior, se limitó a amonestar al primero y mandó al entrenador de Amherst de regreso a la caseta.
El bateador se sacudió el polvo del uniforme y volvió a colocarse animosamente en el cajón, pero el temor a un desastre ya había prendido en su subconsciente. Con el siguiente lanzamiento, una bola curva lenta, le flaquearon las rodillas, y fue el segundo strike; después, Starblind lanzó una bola rápida mediocre, alta y hacia el exterior, que el bateador intentó golpear con poca convicción y erró.
Starblind saltó del montículo y levantó el puño. De pronto parecía reanimado: los hombros echados hacia atrás, la mandíbula relajada. Encajó al siguiente bateador su mejor bola rápida del encuentro, provocando un globo en dirección a Ajay; después eliminó por strikes al primera base de Amherst, dejando aislado al corredor de la tercera. Cuando los Arponeros abandonaron el campo, anunciando a gritos que aquello no estaba perdido, que nunca había que darse por vencido, que ya era hora de subir unas cuantas carreras al marcador, Henry se maravilló, no por primera vez, de la peculiar habilidad de Schwartz para orquestar situaciones. ¿Cómo sabía que el árbitro no expulsaría a Starblind, dejando a los Arponeros sin un solo lanzador? ¿Cómo sabía que ese bateador en concreto se dejaría intimidar tan fácilmente? ¿Cómo sabía que una sola eliminación por strikes revitalizaría a Starblind, al menos por el momento?
La respuesta, cabía suponer, era que Schwartz no sabía nada de eso. Pero había concebido un plan, algo que probar, y había tenido la audacia necesaria para probarlo.
Loondorf y Arsch volvieron de la zona de calentamiento.
—Loonie —dijo Henry, rodeando con el brazo los hombros caídos del estudiante de primero—. Necesito que asistas la primera base.
—Vale, Henry. —Loondorf se dirigió al trote hacia las chicas A-M-H-E-R-T.
Owen se sentó al lado de Henry y sacó de debajo del banco un ejemplar de la biblioteca de Temor y temblor.
—Protégeme de las bolas perdidas —dijo, colocándose el punto bajo la visera de la gorra azul marino—. Tengo los huesos frágiles.
—Creía que el entrenador Cox ya no te dejaba leer.
—Y no me deja. Protégeme también del entrenador Cox.
Ninguno de los dos equipos amenazó con aumentar el marcador hasta la segunda mitad de la octava, cuando Starblind e Izzy consiguieron respectivos sencillos, dejando corredores en las esquinas sin ningún eliminado. Owen mandó una bola fuera hacia la primera —un buen golpe con un poco de mala suerte— y volvió al trote a la caseta para reanudar su lectura.
Henry tuvo la sensación de que una idea callada, eléctrica, se filtraba en el estadio cuando Schwartzy avanzó a grandes zancadas hacia la meta y escarbó en el yeso revuelto de la línea trasera del cajón del bateador con su zapatilla del 49,5. Era el plusmarquista de Westish en número de home runs, y se notaba. Los hinchas de Ahmherst, a excepción de Elizabeth Myszki, callaron. El pequeño contingente de padres de Westish se puso en pie, silbó y batió palmas. Las otras seis mil personas se deslizaron unos centímetros hacia adelante en sus asientos, produciendo un sutil cambio en la energía que repercutió en todo el estadio. Los Arponeros, salvo Henry y Owen, se inclinaron para asomar la cabeza fuera de la caseta, profiriendo moderadas obscenidades para distraer al lanzador mientras rezaban para sus adentros, contrayendo los dedos de las manos y los pies en las modalidades que, en su opinión, más suerte daban. Había muchos gestos y cambios de posición supersticiosos: nadie quería moverse demasiado, lo que en sí mismo traía mala suerte, pero nadie quería quedarse clavado en una postura que podía ser gafe.
También Henry, sentado dos pasos por detrás de sus ansiosos compañeros de equipo, a unos centímetros del codo de Owen, intentó encontrar una postura que ayudase. «En el fondo de nuestras almas —pensó—, todos nos creemos Dios. Secretamente creemos que el resultado del partido depende de nosotros, aun cuando sólo somos espectadores, por la manera de inhalar, por la manera de expulsar el aire, por la camiseta que llevamos, por cerrar los ojos cuando la bola sale de la mano del lanzador y va camino de Schwartz».
Bateo y fallo, primer strike.
«Todos nosotros, en el fondo de nuestra alma, creemos que el mundo entero surge de nuestro preciado cuerpo, como imágenes proyectadas desde una pequeña diapositiva sobre una pantalla del tamaño de la Tierra. Y a la vez, todavía más en el fondo de nuestra alma, sabemos que estamos equivocados».
Bateo y fallo, segundo strike.
—¡Gorras al revés! —ordenó a gritos Rick O’Shea desde el círculo del bateador en turno de espera.
Todos —excepto Owen, que siguió con la nariz hundida en su libro— hicieron girar la tela de la gorra de modo que el armazón blanco de debajo quedó a la vista. Henry los imitó.
Sin embargo, estaba escrito que no podía ser. Schwartz bateó por tercera vez con todas sus fuerzas, miró con rabia el bate intacto y se encaminó de regreso hacia la caseta con la cabeza gacha. Los hinchas de Amherst prorrumpieron en gritos. Dos eliminados.
Rick O’Shea se dirigió a la meta para intentar redimir a Schwartz y se colocó en su posición de zurdo. «Vamos —pensó Henry—. Una vez». Izzy, que se había apartado furtivamente de la primera base, echó a correr. El lanzamiento fue una bola rápida, baja y hacia el interior, justo donde a Rick le gustaba. «Una vez». Rick bajó las manos y torció vigorosamente la cadera, a la que siguió, como un saco de gelatina, su barriga a rayas. La bola llegaba a la altura del tobillo, pero Rick le dio de pleno con la parte gruesa del bate. El estampido, nítido y sonoro, se dejó oír por encima del bullicio de la multitud. La bola describió un arco parabólico a través del aire oscuro de Carolina, ascendiendo, y ascendiendo más aún, elevándose muy por encima de las torres de luz, tan alto que sólo podía descender en vertical, y bien caería justo al otro lado de la valla, o bien sería atrapada. El defensa del lado derecho retrocedió y siguió retrocediendo hasta quedar contra la tapia. Flexionó las rodillas, atento como un gato, y saltó, doblando el brazo por encima de la tapia para tender el guante hacia la bola que caía en picado…
—¡Sí! —Owen, que ni siquiera parecía estar mirando, echó el libro a un lado y subió como una flecha los peldaños de la caseta—. ¡Sí, sí, sí, sí, sí!
La bola aterrizó en la zona de calentamiento de Amherst, un metro más allá de la tapia. Owen, el primero en llegar a la meta, aporreó enloquecidamente el casco de Rick con las dos manos. Se subió en los hombros de Rick mientras todo el equipo, incluido Henry, danzaba alrededor.
—¡Sí!
Los Arponeros perdían sólo de una. Cuando a continuación Boddington anotó un sencillo con un batazo seco a la derecha, el entrenador de Amherst por fin hizo una señal en dirección a la zona de calentamiento para llamar a un lanzador nuevo. El jugador diestro que salió al montículo parecía más un contable que una estrella del béisbol: era de la estatura de Henry, de cabello claro, mentón hundido y hombros caídos y frágiles.
—Se llama Dougal —le dijo Arsch a Henry—. El otro día, cuando él lanzaba, West Texas sólo consiguió anotar dos sencillos en todo el partido. Es un animal.
Henry asintió. La habilidad de lanzar una pelota de béisbol era pura alquimia, el poder secreto de un superhéroe. Nunca se sabía quién podía poseerlo.
Sooty Kim se acercó a la meta. Dougal echó un vistazo al corredor situado en la primera, se desplazó expertamente de lado por el montículo y lanzó una bola rápida a una velocidad de más de ciento cincuenta por hora, que le dio a Sooty de lleno en el hombro. Sooty se desplomó y se retorció en el suelo unos momentos. Por fin, se puso en pie y caminó hasta la primera, masajeándose la parte superior del brazo con una mueca de dolor.
—¿Lo ha hecho aposta? —se preguntó Arsch en voz alta, no sin cierta admiración, mientras el árbitro, ya profundamente contrariado, amonestaba a los dos banquillos.
Henry se encogió de hombros. Desde luego, parecía hecho aposta. Daba la impresión de que Dougal se había vengado de la bola alta de refilón lanzada por Starblind tres entradas antes: una temeridad, casi un disparate en un partido tan reñido. «¿Quieres darle a mi compañero? Estupendo. Te concederé ventaja, un corredor en primera base, y luego te la quitaré». Y eso hizo, eliminando a Sal Phlox por strikes con cuatro lanzamientos.
—Un animal —repitió Arsch—. Un verdadero animal.
Primera mitad de la novena. Mientras Starblind calentaba, el entrenador Cox, ceñudo, recorría con la mirada el banquillo, como haría un hombre famélico que abre una y otra vez una nevera vacía con la esperanza de haber pasado algo por alto. Necesitaba un lanzador, pero no lo tenía. Starblind estaba fuera de combate y prácticamente se limitaba a hacer llegar la bola a la meta, pero iba a seguir allí una entrada más.
El bateador inicial, tras un potente golpe, logró un doble pasando por la brecha entre Sal y Sooty Kim. El siguiente bateador colocó un tiro recto ajustado a la línea izquierda del campo, y los jugadores de Amherst saltaron del banquillo entusiasmados, pero la bola trazó una curva y salió fuera por poco. Starblind parecía físicamente inerte, consumido. Schwartz se levantó la mascarilla y dirigió una mirada suplicante a la caseta. «Incluso yo —decían sus ojos—. Incluso yo podría lanzar mejor».
«Tal vez debería ofrecerme voluntario —pensó Henry—. Puedo lanzar con la misma fuerza que Starblind. Más fuerte incluso. Salgo, suelto unas cuantas bolas rápidas por el centro y pongo freno a la sangría. Después remontamos y ganamos en la segunda mitad de la entrada. Un final de cuento de hadas. ¡Qué más da si llevo tiempo sin comer nada!».
Las fantasías de Henry, sin embargo, se vieron interrumpidas por el siguiente lanzamiento de Starblind. Fue una bola floja que el bateador devolvió con un tiro por el centro a la altura de la cabeza. Los jugadores de Amherst saltaron otra vez al campo, dispuestos a celebrar el tanto. Pero Izzy salió volando como de la nada, totalmente estirado en el aire, y la bola desapareció en su guante. Cayó de bruces y alargó el brazo derecho para tocar la segunda base, dejando fuera al atónito corredor con un doble play. Dos eliminados. Starblind, a saber cómo, arrancó un globo al siguiente bateador, y con eso acabó la entrada. Los Arponeros abandonaron el campo a la carrera, profiriendo gritos ininteligibles. Perdían por un tanto, tenían una última oportunidad.
—¡Arsch! —bramó Cox—. Coge un bate. Vas a batear en lugar de Ajay.
Arsch, con el bate ya en la mano, asintió resueltamente con la cabeza.
—Conque un animal, ¿eh? —dijo entre dientes, fijando la mirada en el montículo—. Ya te enseñaré yo lo que es un animal.
Sonó el teléfono que comunicaba con la zona de calentamiento. Cox cogió el auricular.
—¿Mike? Mike está muy ocupado en estos momentos. —Hizo ademán de colgar y luego volvió a acercárselo al oído—. Oye, tranquila. Cálmate. —Silencio—. Espera. Espera. Te paso con él.
Henry mantenía un ojo puesto en Arsch mientras éste avanzaba, dispuesto a enfrentarse a Dougal, el jugador de aspecto tan dócil, y el otro en Schwartz, que tenía el auricular apretado contra la oreja mientras con la mugrienta mano libre se tapaba la otra para mitigar el parloteo de sus compañeros de equipo. Al principio, Schwartz observaba el campo —el árbitro declaró strike el primer lanzamiento contra Arsch—, pero enseguida bajó la mirada al suelo de cemento.
—¿Estás segura? —preguntó en voz baja.
Primera bola. Schwartz se hundió en el banquillo, a tres metros de Henry.
—Cariño. Cuánto lo siento, cariño. —Se pasó lentamente la mano mugrienta por las entradas del pelo y la dejó caer en el regazo con impotencia. Llevaba puesto todo el equipo salvo la mascarilla. Pronunció unas palabras más, en voz tan baja que Henry no lo oyó, y después le entregó el auricular a Jensen para que lo colgara.
Carne quedó fuera por strikes. Dos eliminados más y se acababa la temporada. Owen cerró su libro y se puso de pie, estiró los brazos por encima de la cabeza con los dedos entrelazados y tarareó una canción; si Starblind o Izzy conseguían llegar a una base, tendría que batear. Henry miró a Schwartz, que tenía la vista fija en los cucuruchos de papel que salpicaban el suelo.
Owen se sacó los guantes de bateo de los bolsillos de atrás, los golpeó contra sus muslos y se encaminó hacia el soporte de bates.
—Buda —dijo Schwartz en voz baja.
Owen se volvió.
Schwartz tenía una expresión de indecisión que Henry nunca le había visto.
—Buda —repitió en voz aún más baja—. Era Pella. Llamaba por su padre. La señora McCallister lo ha encontrado esta mañana. Se ha… —A Schwartz se le quebró la voz. Unas profundas arrugas surcaron la suciedad de su frente. Henry ya sabía (tuvo la sensación de que lo había sabido todo el día) lo que iba a decir—. Se ha muerto.
Owen se quedó inmóvil.
—No hablas en serio.
—Sí.
Permanecieron mirándose —los ojos gris humo de Owen fijos en los grandes y ambarinos de Schwartz— durante lo que pareció una eternidad. El bate de Starblind produjo un sonoro y prometedor ping. Henry alzó la vista y vio al tercera base de Amherst atrapar con el guante un contundente batazo horizontal. Dos eliminados. Starblind dejó escapar un gañido de angustia y golpeó la goma de la meta con el bate. Owen, inexpresivo, bajó la mirada y asintió, como si dijera: «Vale. Te creo».
—Lo siento —dijo Schwartz.
—¿Por qué? ¿Lo has matado tú?
Owen pasó junto a Schwartz, inexpresivo, y se dejó caer en el banquillo. Schwartz se sentó a su lado. Henry se deslizó por el banco para acercarse y los tres quedaron en fila, con Owen inclinado en el centro.
—Estás en turno de espera para el bateo —dijo Henry.
—¿Y qué?
—Pues… —Henry miró a Schwartz buscando ayuda, pero éste no lo advirtió o no quiso devolverle la mirada.
Henry quería decirle a Owen que saliese a batear por el rector Affenlight, que en ese momento era lo único que podía hacer, que ya se ocuparían del resto más tarde, pero eran palabras absurdas y se le murieron en los labios. Le dio una débil palmada a Owen en la espalda.
—Voy a decírselo al entrenador Cox.
Izzy tenía un pie en el cajón del bateador y realizaba su acostumbrado ritual previo al bateo: cinco señales de la cruz a toda velocidad.
—¡Izzy! —gritó Henry desde los peldaños de la caseta—. ¡Sal del cajón! —Su voz se perdió entre el bramido de la multitud—. ¡Izzy! ¡Sal del cajón!
Izzy, confuso, obedeció. Henry se acercó corriendo a Cox e intentó explicarle que el rector Affenlight había muerto y por lo tanto Owen no podía batear. Cox se acarició el bigote, irritado, sin entender nada.
—Owen no puede batear —repitió Henry—. Sencillamente no puede.
—¿Por qué demonios no puede?
—Créame —suplicó Henry—. No puede.
Cox recorrió la caseta con la mirada. En el banquillo sólo quedaban los que rara vez jugaban, chicos que no tenían la menor opción ante el animal de Dougal.
—Coge un bate.
—¿Yo? —dijo Henry—. Pero entrenador… ni siquiera llevo el suspensorio.
—¿Quieres el mío? Coge un bate y batea, Skrimshander.
«Dios mío», pensó Henry. No sabía qué prefería. Si no llegaba a batear, sería porque Izzy había quedado eliminado y se habría acabado el partido. Si bateaba, lo tenía muy mal. Se acercó a toda prisa al estante de los bates, eligió uno más ligero que de costumbre, en consonancia con sus mermadas fuerzas, y dio unos cuantos golpes de tanteo al aire vespertino. En las manos, el bate se le antojó de plomo.
Dougal se meció y lanzó. Fue una bola rápida, baja y hacia el exterior. Izzy, a la desesperada, se limitó a tender el bate. La pelota voló lentamente por encima de la cabeza del segundo base y fue a caer en el centro derecha, a poca distancia de él, lo que le permitió conseguir un sencillo. «Santo Dios».
Cox sacó del bolsillo trasero su arrugada tarjeta con la alineación e hizo una señal en dirección al árbitro de meta. Dougal, enfadado, pateó detrás del montículo, toqueteando la bolsa de colofonia con el dorso de los dedos. Henry se puso un casco de bateo y se encaminó pausadamente hacia la meta. Metió un pie en el cajón del bateador, como si probara la temperatura del agua en una piscina.
—Vamos, hijo —gruñó el árbitro—. La temporada no puede durar eternamente.
Henry se situó en el cajón y se tocó el arponero del pecho tres veces. Notó bajo la tela almidonada menos músculo del que normalmente encontraba. Dougal miró hacia la caseta y asintió en respuesta a una señal. Los seguidores de Amherst empezaron a canturrear. El primer lanzamiento, una bola baja con efecto envenenado, pasó como una exhalación para convertirse en un primer strike.
Henry supo que estaba perdido. Dougal era capaz de repetir ese lanzamiento envenenado dos veces más, y él no lograría darle ni por asomo. Era una bola baja con efecto de talla profesional: había virado hacia el exterior más de un palmo, alcanzando una velocidad extraordinaria. La sincronización necesaria para pegarle a una bola así no sólo era cuestión de destreza, sino de práctica constante. Un día de descanso lo hacía difícil; un mes lo hacía imposible. Quizá Schwartzy lo perdonase algún día por lo que había hecho con Pella, pero ahora ya nunca lo sabría… porque Schwartz, allí de pie en el círculo de espera, con dos bates lastrados al hombro, jamás lo perdonaría por aquello.
Decidió responder al segundo lanzamiento, aunque sólo fuera para darle a su rival algo en que pensar. Dougal se enjugó el sudor de la frente y echó un vistazo a Izzy en la primera. El lanzamiento fue otra bola baja con efecto, idéntica a la primera. Henry bateó y falló. Dos strikes.
Aun así, debía de haber hecho algo que llamó la atención de Dougal, porque éste negó con la cabeza a una indicación procedente de la caseta, y luego a otra, y acto seguido le dirigió una seña al receptor, que pidió tiempo y trotó hasta el montículo para cruzar unas palabras con él. Los seguidores de Amherst enloquecían por momentos. Dougal se cubrió la cara con el guante y habló a través de la malla para que Henry no pudiera leerle los labios. De pronto, a Henry lo invadió una sensación de afinidad y afecto: por alguna razón, quizá por lo ingrávido que se sentía, lo asaltó la idea de que Dougal y él eran hermanos, miembros de una tribu de hombres sin pretensiones, hombres de brazos ágiles, que parecían insignificantes, pero llevaban la fuerza dentro y estaban decididos a vencer, darían cualquier cosa por vencer, darían la vida por vencer, y supo en qué discrepaba Dougal del receptor. Éste daba por supuesto que Henry era un blanco fácil y quería eliminarlo de inmediato mediante otra bola baja con efecto. El receptor probablemente tuviera razón. En cambio, Dougal veía algo más en Henry, olía el peligro («Somos hermanos, Dougal, hermanos…»), y necesitaba embaucarlo antes de entrar a matar: lanzar primero una bola rápida, alta y ajustada, y luego otra bola con efecto, baja y hacia el exterior. Era halagüeño, en cierto modo, que un lanzador de la talla de Dougal se tomara tantas molestias para eliminarlo por strikes. Y en cierto modo resultaba absurdo que tuviese tanto oficio, que insistiera en el orgullo de su oficio, que intentase orquestar la situación en lugar de limitarse a dejar que Henry se derrotase a sí mismo.
Henry se apartó de la meta más que de costumbre, para animar a Dougal a lanzar su bola rápida, alta y un poco más ajustada de como la habría lanzado. Llevó a cabo su antigua rutina —tocó con la punta del bate el borde negro de la goma de meta, se dio tres palmadas en el arponero del pecho y surcó la zona de strike con el bate en un único movimiento horizontal—, pero esta vez todo eso tuvo un significado distinto, un significado falso, o ningún significado, porque no tenía intención de batear.
Dougal echó un vistazo al corredor e inició su elegante y eficaz paso lateral hacia la meta. Henry apretó los dientes. Le resultaba extraño lo transparente y limpio que sentía el aire. Su mente se apaciguó hasta entrar en un estado parecido al de la oración. «Perdóname, Schwartzy, por abandonar al equipo». Dio un repentino paso hacia la meta, a la vez que hundía el hombro, como si se preparara para la bola con efecto, baja y hacia el exterior, como si la esperase.