Los Arponeros formaron fila a lo largo de la línea de la tercera base, hombro con hombro, sosteniendo la gorra ante el pecho, sobre el arponero que adornaba su camiseta rayada. Schwartz contempló el diamante esmeralda, que formaba parte de las flamantes instalaciones de primera categoría de los Braves de Atlanta en Comstock, Carolina del Sur. El campo exhalaba un vapor mágico bajo las altas torres de focos y en la hierba, cortada con precisión, se dibujaban los rayos de una estrella en plena explosión de verde claro y verde oscuro. Cerca de la línea de la primera base, los seguidores de Amherst ya estaban de pie, cantando y vitoreando y agitando sus banderines morados. Un hombre fornido, con un esmoquin que le quedaba pequeño, abandonó la primera grada y se encaminó con arrogancia a la meta, micrófono inalámbrico en mano, seguido por un cámara medio acuclillado con un polo de la ESPN. El del esmoquin se volvió hacia la multitud, se quitó el enorme sombrero de vaquero y se lo acercó al pecho fornido.
—¿Qué hace ése ahí, en el cajón del bateador? —masculló Izzy—. Está emborronando el yeso.
Suitcase, que estaba al lado de Izzy, asintió y escupió.
—Pero si es el campeonato nacional, por Dios. Al menos podrían haber puesto a una chica para cantar el himno.
—Sí, y que lo digas. Una chica con un vestido. ¿Tanto les cuesta?
—Chist —ordenó Loondorf—. Ése es Eric Strell.
—¿Quién?
—Eric Strell. No me dejes fuera. ¿Os acordáis? —Loondorf, que era el tenor de los Gemidos de Westish, empezó a cantar en voz baja—: «No me dejes fuera… en mi corazón no cabe la duda…».
—El country es de maricas —dijo Izzy.
—Es una buena canción —protestó Loondorf—. Puede que yo la cante como solista.
—Marica.
—Trata de inmigrantes mexicanos. Como tu padre.
—Ma-ri-ca.
Owen se aclaró la garganta.
Izzy se tapó la boca con la gorra.
—Perdona, Buda.
—Cerrad el pico, todos —intervino Schwartz con severidad, pero en el fondo le complacía que los más jóvenes estuvieran tan relajados como para andar bromeando.
Él ya había vomitado dos veces a causa de los nervios, una discretamente en un lavabo del vestuario, otra menos discretamente junto al palo de la línea de foul izquierda, durante el calentamiento. Si llegaba alguna bola al rincón, Quisp, o el defensa izquierdo de Amherst, se encontraría con una sorpresa desagradable.
Eric Strell se desgañitaba. No era un hombre pequeño —sólo un par de dedos más bajo que Schwartz—, y se lo veía embutido en su esmoquin apretado, allí con sus botas y su lazo en el cuello. Tenía las mejillas del color alcohólico del steak tartar, aún más subido cuando levantó el brazo derecho hacia el cielo con el sombrero en la mano y bramó «¡hogar… de los… valientes!» con una voz engolada, arrastrando las palabras, alargándose tanto que acabó doblado, encogido y agotado como Arsch después de una carrera hasta el faro. El público prorrumpió en una gran ovación. Eric Strell se irguió y saludó a las gradas con su sombrero de vaquero. Se acercó el micro a la cara, ahora carmesí, ciñendo la mano carnosa en torno a la espuma quitavientos, y clavó la mirada en la lente de la cámara, haciendo ojitos a todos los televidentes que habían sintonizado la ESPN2 con la esperanza de ver reposiciones de bolos o partidas de billar y, en lugar de eso, se habían encontrado con el partido de la final de béisbol universitario de tercera división.
—¡Que empiece el partido! —gritó.
Schwartz volvió a ponerse la gorra y, con un parpadeo, obligó a retroceder a una gota renegada de agua salada. Siempre había sido muy sentimental con el himno, y además estaba la casi injusta belleza de un campo de béisbol profesional, el verdor caro y escandaloso, los círculos de tierra festoneados de las bases, el estadio entero acicalado como un objeto de arte vivo. Cuando se volvió hacia la caseta y contempló las gradas, le pareció que el pequeño contingente de admiradores vestidos de azul marino sólo se componía de madres: la de Rick flanqueada por los desgarbados gemelos de diez años, los O’Shea; la anciana y canosa de Sal Phlox, apoyada en el brazo de papá Phlox; la de Carne, que, sentada a causa de la gota mientras todos los demás permanecían de pie, desbordaba los contornos de la silla y, con su camiseta de Westish de talla XXXL, semejaba un arándano maduro. Las de Owen e Izzy agitaban sus banderines de Westish igual que un par de animadoras. También la madre de Loondorf, que les había llevado tantos pasteles escandinavos a lo largo de la temporada, y la diminuta madre india de Ajay con sus muchas pulseras, y así sucesivamente. Una provisión interminable de madres, aunque, naturalmente, la que tú querías nunca estaba allí.
Se dejó caer en el banco para ponerse el protector del pecho. Un teléfono móvil sonó cerca de él. Echó una ojeada alrededor, dispuesto a maldecir a alguien —en la caseta los teléfonos estaban prohibidos—, y de pronto reconoció el tono: era el suyo. Abrió el bolsillo lateral de la bolsa y miró el visor: el nuevo número de Pella. Además, tenía varias perdidas, todas de ella. Vaya un momento para ponerse en contacto con él. Desconectó el teléfono, agarró la mascarilla y el guante y subió los peldaños de la caseta para reunirse con sus compañeros.
Cox leyó la alineación como de costumbre, pero por su manera de acariciarse el bigote, con movimientos rápidos, se adivinaba que tenía los nervios a flor de piel.
—Starblind, Ávila, Dunne. Schwartz, O’Shea, Boddington. Quisp, Phlox, Guladni. —Hizo una pausa, examinó sus semblantes, se acarició el bigote un poco más—. El de hoy es un partido importante, importante de verdad. Pero vosotros estáis preparados, chicos. Jugad unidos y las cosas irán bien. No soy muy dado a las arengas, como ya sabéis, pero sólo quería decir que estoy orgulloso de todos vosotros. Sois jugadores de béisbol de la cabeza a los pies. —Miró alrededor, toquetándose el bigote, abochornado por su propio lenguaje florido—. Mike, ¿tienes algo que añadir?
La noche anterior, mientras yacía despierto en la habitación del hotel oyendo roncar a Carne —al menos en ese viaje dormían en camas separadas—, Schwartz había tenido la premonición de que Henry se presentaría ese día. Era absurdo, imposible, y sin embargo la premonición había ido cobrando fuerza conforme pasaban las horas, a tal punto que ahora lo sorprendía no ver allí los ojos azules de Skrimmer recorriendo el grupo con la mirada. Aunque lo cierto era que tampoco había ninguna razón para que Henry estuviese allí. Su presencia, siquiera como simple espectador, habría resultado perturbadora. Schwartz miró uno por uno a los miembros del corrillo, elevó la Mirada a nivel 7 y luego 7,5. Él iba bien afeitado, ahora que por fin se le había pasado la irritación producida por la cuchilla, pero sus compañeros habían prometido dejarse la barba mientras siguieran ganando. Por separado, las barbas iban de ralas y patéticas, por un lado, a exuberantes y lavables con champú por otro; juntas, conferían a los Arponeros un aspecto de grupo duro y curtido. Sí, Henry los había ayudado a llegar hasta allí; consiguieran lo que consiguiesen, en parte se lo debían a él. Pero para ganar esos doce últimos partidos habían tenido que llenar lo más deprisa posible el hueco dejado por su ausencia, y una vez cubierta la brecha, ya no había lugar para Henry. Incluso Owen exhibía una pelusa suave y grisácea en la cara.
La noche anterior, Schwartz, mientras permanecía en vela, había intentado concebir una arenga previa al partido que produjera un estado de frenesí en el equipo. Una auténtica arenga rebosante de furia, basada en su tema predilecto, ese tema angélico y atemporal, el de la víctima imponiéndose al favorito, el del oprimido arremetiendo contra el opresor. Empezaría aludiendo a la remilgada mascota del equipo de Amherst, al que llamaban los Lores Jeff, por lord Jeffrey Amherst, el general británico del siglo XVIII que había propuesto utilizar contra los indios mantas infectadas de viruela. Y, como decía en su soflama, no había cambiado gran cosa en los últimos trescientos años. Los jugadores de Amherst seguían siendo lores, hundidos hasta las rodillas en el poder y los privilegios de un colegio antiguo. ¡Sólo había que ver sus instalaciones deportivas! ¡Sólo había que imaginar los empleos que les ofrecerían al licenciarse! En comparación, era casi como si los Arponeros estuvieran chupando mantas infectadas de viruela. Iban a vérselas con tíos como los jugadores de Amherst durante el resto de sus vidas. Sus salarios medios iniciales al salir de la universidad estarían a años luz de los de ellos: Schwartz lo había consultado. También lo estarían sus índices de aceptación en centros como Harvard, Yale y Stanford. Tenían allí, esa noche, su primera, mejor y última oportunidad de venganza preventiva. Aplastemos a los lores o seamos aplastados para siempre.
Ésa era la clase de retorcido rollo que le venía a la cabeza a Schwartz, que permanecía con la mirada fija en el techo de la sorprendentemente cómoda habitación del Comstock Inn, mientras Arsch dormía a pierna suelta. Pero las arengas previas al partido no dependían de las estadísticas ni de las transiciones fáciles. No había ni un solo Arponero al que le importara la posición económica relativa de los estudiantes de Amherst y Westish, excepto a Rick, quizá, que a causa de su afición a la cerveza se había visto privado de su derecho de nacimiento a estudiar en una universidad de élite y relegado a Westish. Ninguno de los compañeros de equipo de Schwartz tenía ambiciones schwartzianas. Sencillamente querían ganar un partido de béisbol. Lo que ya estaba bien, más que bien, perfecto incluso, pero a él lo dejaba sin tema para su arenga. Tenía los nervios de punta. Todo se reducía a eso.
Intentó elevar la Mirada al nivel 8, y la dejó ahí al advertir que las miradas que le devolvían sus compañeros eran más bien del 9 o 9,5. Y a eso había que añadir las barbas. Starblind escarbaba en la tierra con la zapatilla de tacos, como un toro fuera de sí. Incluso los ojos grises de Owen mostraban, por encima de la pelusa gris y suave que cubría sus mejillas, una intensidad letal. Schwartz había soltado muchas bobadas guerreras a lo largo de su trayectoria deportiva, sobre todo en los descansos de los partidos de fútbol, pero ésa era la primera vez que tenía la impresión de que uno de sus compañeros de equipo —cualquiera de ellos— podía armarse de valor y darle un puñetazo en la garganta. Skrimmer había sido el talento ilimitado del grupo, pero ahora que él no estaba, los otros dieciocho Arponeros habían descubierto algo nuevo dentro de sí. Una paradoja en la que era mejor no pensar, la de que con su mejor jugador quizá nunca hubiesen llegado hasta allí. Schwartz recorrió el círculo con la mirada una vez más. Percibió algo más que seguridad, una sensación de que el partido ya podría haberse jugado. No sabía si él mismo estaba listo para jugar —tenía la mente en todas partes, insomne, dispersa y sentimental—, pero desde luego ellos sí lo estaban. Si él era el Ahab de esa operación, y ese torneo constituía el blanco de su obsesión, ellos eran la tripulación secreta del Fedallah.
—Tíos —dijo en voz baja, con sincero respeto—, dais miedo, cabronazos.
Nadie sonrió al oírlo, y menos aun rió; sólo asintieron y salieron al campo.