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Mientras cerraba la puerta, golpeó algo con el pie y lo volcó; era un recipiente achatado como los que acababa de vaciar. Por suerte, la tapa hermética estaba bien cerrada y el contenido no se derramó. Al cogerlo, notó el calor de la sopa a través del plástico. Bajó las escaleras y encendió otro cigarrillo cuando salió.

Era una noche fresca y seca. Affenlight se sentó en el ancho pedestal de piedra de la estatua de Melville. Sentía el agradable calor del envase de sopa en las manos; lo destapó y dejó que el vapor ascendiera hasta su nariz. Crema de almejas. Olía maravillosamente. Se lo acercó a la boca y tomó un sorbo; separó los labios para dejar pasar un taco de patata y un trozo de almeja. La textura, la densidad de la crema, las proporciones de sal y pimienta… cosas que parecían tan sencillas y que a menudo fallaban. Affenlight había comido no pocas cremas de almejas, y aquélla era casi perfecta. El lago se extendía ante él mejor que cualquier océano. ¿Era eso lo que servían ahora en el comedor? No podía ser. Si era así, debían reducir costes. Si era así, debería haber comido allí más a menudo.

Se terminó la crema y encendió otro cigarrillo. El dolor del pecho había vuelto, y lo sentía también en el hombro, en la clavícula, por toda esa zona. A cada calada del Parliament, el dolor parecía exacerbarse. Si no se le pasaba, si volvía una vez más, quizá tuviera que plantearse llamar al médico.

Para cuando entró en su despacho, se sentía mejor del pecho. Contango lo saludó afectuosamente. Affenlight le rascó el cuello cubierto de pelo sedoso y abrió la puerta del despacho y la de la calle para que el perro pudiera salir al Patio. Luego telefoneó a la compañía aérea y puso su billete de avión a nombre de Henry, telefoneó a su servicio de transporte privado y programó un viaje al aeropuerto para las seis de la mañana. No era necesario que él acompañase a Henry al aeropuerto. Era Henry quien debía decidir si quería viajar a Carolina del Sur, igual que era Mike Schwartz quien debía decidir si quería aceptar el empleo en el departamento de Deportes. Esos muchachos no eran hijos suyos, tampoco eran niños.

Se aflojó la corbata, se sirvió un whisky considerable y puso Fausto de Gounod en la reluciente minicadena encajonada en la estantería. Encendió un Parliament y se sentó ante el ordenador para escribirle un e-mail a Pella.

Querida Pella:

Sólo quería decirte que hoy he visto a Henry. No tiene muy buen aspecto, pero se pondrá bien.

Se detuvo, sin saber qué añadir. Quería escribir un mensaje sincero, y sin embargo, con respecto al asunto mayor e inabordable, no tenía la intención de decir la verdad. Porque si la decía, Pella se marcharía de allí y nunca perdonaría a la universidad. Él quería que se quedara. Por razones prácticas, se dijo: la habían aceptado. Si Gibbs mantenía su palabra, el coste sería nulo. Debido a su expediente disciplinario en el Tellman Rose, su examen de acceso a la universidad caducado y el hecho de que no tenía el título de secundaria, probablemente tardaría dos años en entrar en otra universidad aceptable.

Pero también albergaba razones egoístas, y quizá ésas fuesen las que más le importaban. Affenlight la necesitaba allí. A él lo relegarían al olvido cuanto antes y lo más profundamente posible; ella representaba la parte de él que permitirían quedarse. Ése era el acuerdo. Incluso si él se iba a otro sitio —a saber adonde—, la necesitaba allí. ¿Era eso una locura? Probablemente sí, después de lo ocurrido ese día. Pero Affenlight no podía cambiar sus propios deseos sólo porque fueran una locura. No podía odiar aquel lugar sólo porque lo expulsaran de él. Y tampoco podía permitir que Pella u Owen odiaran Westish. No era peor que otros sitios, y les pertenecía.

Contango volvió a entrar, dio una vuelta por el despacho y se acomodó en la alfombra, con la cabeza apoyada en las patas. Affenlight apuró el whisky y encendió otro cigarrillo. No sabía bien qué decirle a Pella; quizá de momento el camino más seguro fuera no decir nada. Primero se pensaría bien la versión que le daría. Lo mismo haría con Owen; con éste sería aún más difícil: ¿cómo renunciar a Owen sin que Owen supiera el porqué? Casi seguro que lo deduciría —había pistas suficientes para atar cabos—, pero Affenlight no podía permitir que lo dedujera. No podía permitir que el peso o la culpa de su exilio recayera en los hombros de Owen. No podía convertirse en una carga o un objeto de lástima a ojos de Owen. La mera idea le hizo sentir un dolor en el pecho peor que el dolor real, a menos que ése fuese el dolor real y estuviera confundiéndolos. En todo caso, antes de hablar con Pella tendría que pensarse la versión que le daría. Jubilación anticipada, órdenes del médico, estrés, el deseo de viajar, de escribir, de volver a dar clases… alguna idiotez de ésas. Salió del correo electrónico y apagó el ordenador, como hacía todas las noches.

Cuando la pantalla quedó a oscuras, se sintió tan profunda y gratamente cansado que incluso subir al piso de arriba se le antojó imposible. Con esfuerzo, apartó su maciza silla y se encaminó hacia el confidente. Se sentó y se desató trabajosamente los zapatos. Contango dormía en la alfombra. Affenlight se tumbó, cruzó las largas piernas por el tobillo y se cubrió con la chaqueta para no enfriarse. Ahora tenía por costumbre bajar el termostato del edificio al final de la jornada, bajarlo mucho.

La música que se introdujo en su sueño no era Gounod ni Mozart ni ninguna de sus piezas preferidas, sino las primeras notas del antiguo himno guerrero de Westish, sentimental, sin pretensiones, interpretado por una flauta o algún otro gorjeante instrumento de viento de madera. Se sumó la orquesta, metálica y potente. Arce 86, allá va. Arce 86, allá va. Uuuh uuuh. Fútbol americano. El balón pasó entre los muslos dorados de Nigel y cayó en las manos de Affenlight. El placer del cuero granulado en las manos. Cavanaugh puso la directa, el hombre más rápido del equipo, un prodigio de velocidad, pero muy torpe con las manos. Affenlight retrocedió unos pasos antes de lanzar la pelota. El extremo se le echaría encima desde el punto ciego. A Cavanaugh le encantaba poner la directa, corría como los jugadores de los equipos de las grandes universidades, pese a que era incapaz de atrapar un solo balón. Qué seductor era, creando falsas esperanzas con sus zancadas de caballo, seguido de cerca por el hombre que lo marcaba, aunque no por mucho tiempo: ningún defensa tenía fondo suficiente para continuar a su lado y atribuirse el mérito cuando a Cavanaugh se le escapaba el balón. Aun así, siempre existía la posibilidad de que ésta fuese la excepción. La siguiente siempre era la excepción.

¿Cuántos días habían pasado desde que Affenlight encontró el legajo en el sótano de la biblioteca? Ahora, con la melé de jugadores resoplando y cayendo en torno a él, recordó la música de las palabras de Melville. Qué raro. Su concentración solía ser absoluta, la suya y la de todo el mundo. Tenía que serlo por fuerza, así era como las cosas salían bien, en el consenso de que el juego era lo más importante. Pero de pronto esa intromisión le resultó encantadora, una insinuación de un mundo más allá del mundo del campo verde y blanco. Fue entonces, nada más acabar sus siete pasos previos al lanzamiento y oír las palabras de Melville y ver a Cavanaugh sacarle ventaja al hombre que lo cubría, cuando supo que el fútbol se había acabado para él, se había acabado para siempre, al año siguiente ya no jugaría. Lo esperaban otras cosas. Era bueno ser joven y, por una vez, tener conciencia de ello. Tanto futuro por delante. Palpó los cordones del cuero, dio una palmada al balón. Oyó el ruido de unos pasos detrás de él. No había ni pizca de viento, la pesadilla de un capitán de barco, el sueño de un quarterback. «El año que viene no jugaré». Cogió impulso y lanzó tan alto y tan lejos como pudo. El balón trazó un arco a través del azul hacia las torpes manos de Cavanaugh, pero ya no le importaba si Cavanaugh lo atrapaba o no, y cuando el extremo lo embistió por detrás y el aire escapó de su cuerpo, ya no recordaba ni imaginaba que en algún momento de su vida algo así hubiera sido importante. Tenía cinco o seis años, cortaba calabazas al sol con su padre. Las pequeñas y afiladas agujas de los tallos traspasaban los guantes de algodón y se le clavaban en las manos. Aun así, le encantaban las calabazas; era incapaz de levantar las más grandes, y el campo circundante era de un marrón otoñal.